La película toma lugar en Quebec entre los años 2012 (cuando una protesta estudiantil por los precios de las tasas universitarias a veces llamada con sorna la Primavera del Arce, en contraste a la Primavera Árabe, sacudió la región) y 2016 (año en el que fue rodada la película). Nos cuenta la historia de cuatro jóvenes radicales (cuyos nombres de guerra son Giutizia, Tumulto, Ordine Nuovo y Klas Batalo) que consideran las protestas infructuosas y arruinadas por colaboracionistas. Se refugian en una suerte de comuna en la que cubren sus necesidades vitales gracias al trabajo como prostituta de Klas Batalo y forman una célula que pretende seguir atacando física y simbólicamente al orden establecido. Vandalizan vallas publicitarias, echan bombas de humo en el metro, lanzan cócteles molotov, envían manifiestos cubiertos de ántrax, que finalmente no es más que harina en una maniobra de terrorismo estético...
La película, evidentemente, es radicalmente política. Y, como todo cine radical entiende, la forma es igual de importante a la hora de crear una obra de este estilo como el fondo: la intimidante duración de 3 horas, incluyendo una obertura y un interludio, el cambio constante entre distintas relaciones de aspecto o la inclusión de imágenes de archivo y grabaciones de protestas reales constituyen una experiencia única en la que nunca sabes qué es lo siguiente que te deparará la peli. Es también rompedora en su narración: intercala escenas dramáticas clásicas con performances, lecturas de pasajes políticos, montajes... Entre mis recursos cinematográficos favoritos se encuentra uno que incluye un ventanal y un escupitajo y otro que tiene lugar en un juicio, intercalando las palabras condescendientes del juez con imágenes de brutalidad policial, dando a entender la relación inherente entre las distintas formas de violencia ejercidas desde el poder.
Ya, ya lo sé. De primeras, parece café para los muy cafeteros. Y, ciertamente, lo es. Por momentos recuerda a Godard; y no tanto al estilo del director, sino, por ejemplo, a la película que grabarían los protagonistas de La Chinoise en uno de sus ratos libres. Si la premisa del film no te llama, probablemente no sea para ti. Sin embargo, la narración se va amansando tras su interludio, quitándose de capas impostadas de arte radical para revelarse como un drama profundamente humano sobre cuatro jóvenes que no ven un futuro en el horizonte y solo buscan huir hacia adelante para no romperse.
Una de las primeras escenas tiene lugar en una asamblea estudiantil. En ella, vemos a estudiantes de todas las corrientes: marxistas-leninistas, feministas, anarcosindicalistas, pacifistas... Se reúnen en plenas protestas de 2012 para labrar un plan de futuro para las protestas. Sin embargo, lejos del ideal del ambiente asambleario horizontal, la violencia y la ley del más fuerte comienza a imponerse, creando un terreno hostil. Más adelante, cuando las protestas acallan, los cuatro protagonistas se niegan a desistir: se encierran entre cuatro paredes y se clausuran en un espacio en el que la luz no puede pasar. El sexo está prohibido: estamos en guerra, se recuerdan mutuamente. La nostalgia es un crimen. Solo la acción directa, pactada de antemano, es válida. Cualquier desviación supone un proceso de flagelación y autocrítica, como si cuestionarse las bases de este castillo de naipes supusiera su derrumbamiento, como si la inercia no fuera suficientemente fuerte para soportar nuestros pesos una vez se frene.
Los cuatro chavales a los que seguimos no son obreros. Vienen de familias pequeñoburguesas adineradas, y aún así no ven (o no quieren ver) otro remedio que la lucha. En parte por su mentalidad de túnel, reflejada en la relación de aspecto de ciertos fragmentos del film; en parte porque no les queda esperanza. Porque creían que iban a cambiar el mundo y la Tierra sigue girando, y de qué nos sirve toda esta juventud si no estamos haciendo algo grande con ella. ¿Nos convertiremos, acaso, en nuestros padres? ¿Perpetuaremos el ciclo de conformismo hasta que la bestia del capitalismo nos devore? La película se revela al fin como un drama humano durísimo sobre una juventud perdida y sobre la falta de herramientas para volver a encontrarse.
En definitiva cada cual puede sacar la moraleja política que quiera del metraje: ¿los proyectos revolucionarios del primer mundo son quimeras estúpidas protagonizadas por niñatos? ¿realmente hace falta un cambio pero no tenemos los medios para llevarlo a cabo? ¿es la resiliencia una virtud o una condena? El caso es que, al final, la película opta por alejarse del cinismo y abrirnos una pequeña ventanita, literalmente, hacia la luz. Oye, quizá no podamos cambiar el mundo, pero qué día tan bonito ha salido hoy.