Blow-Up | 1966 | Dirección: Michelangelo Antonioni Guión: Tonino Guerra, Michelangelo Antonioni (Cuento: Julio Cortázar) Reparto: David Hemmings, Vanessa Redgrave
Thomas conduce por la Londres de los años 60 en su Rolls Royce descapotable. Es un fotógrafo de prestigio, arrogante y extravagante, al que nada ni nadie parece importarle. Cansado de la mojigatería de las modelos, intenta desconectar en un parque aislado del tumulto de la ciudad. Allí descubre a una enigmática pareja, a la cual fotografía sin cesar. Al llegar a su estudio y revelar las instantáneas, se queda fascinado ante el posible hallazgo que tiene entre manos. Tan apasionante como el propio cine.
El protagonista de Blow-Up piensa que ha sido testigo de un asesinato y que su cámara ha captado al homicida y al cadáver. Antonioni nos muestra claramente esas fotografías, pero en ellas no podemos comprobar con seguridad si Thomas está en lo cierto. Resultan tan ambiguas como el propio personaje, que se mata por conseguir un trozo de guitarra de los Yardbirds, para después tirarla a la basura. Su interpretación sobre lo ocurrido puede ser tan válida como la de aquellos escépticos que no ven ningún crimen en las imágenes. Cada uno ve lo que quiere ver. Somos unos ilusos, como Thomas en la escena final, capaces de ver esa pelota de tenis. Quizás por eso resulta tan acertado el título de la última película de Jonás Trueba, su particular homenaje al mundo del celuloide.
El poder del lenguaje audiovisual es uno de los mayores valores del cine. Una vez me dijeron que ver películas es una actividad demasiado pasiva. Sin embargo, muchos directores ofrecen cintas donde la implicación del espectador es fundamental. Donde las imágenes no tienen como única función conducirnos por una presentación, un nudo y un desenlace (precisamente en Blow-Up ni siquiera podemos afirmar que exista una historia como tal). El significado de las escenas puede variar de forma considerable, según cómo se muestren, dónde se usen, incluso dependen de nuestras experiencias y formas de ser. ¿Cuántas veces escuchamos una canción y parece que hable de nosotros? Ya sea en la música, en el cine o en la literatura, nuestra percepción lo condiciona todo y termina otorgándole un valor incalculable a la obra. Incluso en actos tan cotidianos como en un partido de fútbol lo podemos observar. Las imágenes ofrecen la repetición de una jugada sobre una posible infracción, pero hasta en los aficionados más imparciales hay disparidad de opiniones. Esta secuencia, en la película Film Socialisme (2010, Jean-Luc Godard) adquiere un significado completamente distinto. Donde se iniciaba un ferviente debate deportivo, ahora otros lo interpretan como una metáfora sobre el adoctrinamiento de la sociedad.
Las interpretaciones no dejan de ser suposiciones subjetivas. Algunas tan personales que hasta da vergüenza publicarlas. Eso no es ni de broma lo que el autor pretendía, dicen algunos al leer ciertas reseñas. Como el hombre que intenta convencer a Thomas de que no ha sido testigo de ningún homicidio. Pero irse por las ramas es mucho menos pretencioso que asegurar con objetividad las intenciones de un director. Quizás a Antonioni y a tantos otros les ocurre lo mismo que al amigo de Thomas, el pintor. Ruedan una serie de imágenes, que a priori no dicen nada mientras las filman. Con el tiempo suelen encontrar detalles que valen, que poco a poco van adquiriendo forma y sentido. Es como encontrar pistas en una novela sobre detectives. Con Blow-Up, al principio era incapaz de desarrollar ideas días después de su visionado. De pronto se te viene a la cabeza una imagen, una pista. ¿Qué me suscita? La película ya va tomando forma, una dirección. Podría haber sido impaciente, verme el comentario de Peter Brunette sobre la película u otros análisis milimétricos, pero sacar conclusiones por ti mismo es impagable. Ésa es la magia del cine: nosotros, los ilusos, nuestros pensamientos, nuestras reflexiones. Seguramente, Blow-Up sería menos que nada sin la interacción del espectador.