Cuando pasan las cigüeñas (aka The Cranes are Flying, en realidad la película hace referencia a las grullas) narra las aventuras de dos jóvenes enamorados cuyo noviazgo se ve interrumpido por la guerra. Boris se marcha al frente y Veronica se queda en casa de su familia, junto al hermano de él, quien no duda en aprovechar la coyuntura para cortejar a la muchacha.
Como se puede observar, es un tema clásico, que incluso en los 50 ya estaría muy visto. Si nos atenemos a la definición popular de "el cine es contar historias", no tiene mucho sentido que Cuando pasan las cigüeñas sea una película tan bien reconocida.
Es evidente que cada espectador busca lo que quiere, no estoy en contra ni mucho menos de aquellos que solo buscan historias y basan su gusto en función de lo buena que sea la misma. Lo que sí me chirría es cuando leo definiciones presuntamente objetivas y redundantes sobre lo qué es el cine y en qué debe consistir una buena película. Este tipo de afirmaciones pretenciosas derivan en darle una desmesurada importancia a la historia, obviando en muchas ocasiones el cómo, la principal herramienta del cine que lo distingue de otros campos: el lenguaje audiovisual. También hay que mencionar la dureza con la cual se castiga a aquellas películas en las que, en teoría, se prima el envoltorio descuidando el contenido, la historia. Como si el caso inverso no fuese tan grave: aquellos filmes que te aportan lo mismo que esos vídeos virales de las redes sociales con música emotiva.
Pearl Harbor cuenta con una historia muy similar a la de Cuando pasan las cigüeñas. Ambas ofrecen desarrollos predecibles a causa del tema tan clásico que les ocupa. Pero observando ciertas escenas, la diferencia salta a la vista: Michael Bay nos ofrece un anuncio de lencería wannabe cuando muestra a la chica cometiendo la presunta infidelidad. Por otro lado, Mikhail Kalatozov aprovecha al máximo el uso de grúas y del travelling, la profundidad del campo, la iluminación. Hasta utiliza recursos como la cámara en mano, dotando a su objetivo de una libertad que poco después sería la normal en la nouvelle vague.
Aunque parezca mera palabrería y usar tecnicismos porque sí, no es necesario en absoluto ser un experto en la materia (yo por ejemplo no lo soy) ni saberse al dedillo los movimientos de cámara de Kalatozov. Su buen hacer se traduce en unas escenas que transmiten como pocas: la persecución asfixiante para dar una última despedida u otras escenas que no diré para no spoilear, son en general tópicas y esperables, pero con una gran capacidad para emocionar.
Y esto sucede porque es una película bien hecha, mimada por su autor, dónde poco ha importado que la historia sea muy típica y que tenga elementos predecibles.