De pronto comprendí: ¡la esclavina! Hubiera querido impedirlo. Me habría bastado con toser o empujar la puerta. Pero también me fascinaba el rostro de la chiquilla. Tenía las facciones tensas de miedo; el corazón debía de latirle horriblemente; sólo que además yo leía en ese hocico de rata algo poderoso y maligno. No curiosidad, sino más bien una especie de segura espera. Me sentí impotente; yo estaba afuera, al borde del jardín, al borde del pequeño drama; pero a ellos los unía la oscura potencia de sus deseos; formaban una pareja. Contuve la respiración, quería ver qué se pintaría en esa cara de revieja cuando el hombre, a mis espaldas, apartara los paños de la esclavina.
Pero de pronto la niña, liberada, sacudió la cabeza y echó a correr. El tipo de la esclavina me había visto; fue lo que lo detuvo. Permaneció un segundo inmóvil en medio de la avenida, y echó a andar con la espalda encorvada. La esclavina le golpeaba las pantorrillas.
Empujé la puerta y lo alcancé de un salto.
—¡Eh, usted! —grité.
El hombre empezó a temblar.
—Una gran amenaza pesa sobre la ciudad —le dije cortésmente al pasar.