Capítulo 3: Reflejos (Parte 2)
Una hora después Dani descansaba sentado frente a la mesa de la cocina. A su lado, Sergio observaba con mirada ausente a través de la puerta abierta de par en par como un grupo de policías registraba cada hueco, cada centímetro de la casa.
—¿Seguro que no has escuchado nada? —pregunto por enésima vez desde que había llegado, veinte minutos antes, al recibir la llamada de Dani—. Te lo digo porque esos muebles tienen que hacer mucho ruido.
—Déjalo ya, Sergio —intervino Cristina mientras servía café en tres tazas compradas en Ikea—. Si Dani dice que no ha escuchado nada es que no ha escuchado nada.
—Pero es que es imposible… y raro.
—No, no lo es. Estaba cansado. Es normal que no se despertara con los ruidos.
—Solo intento comprender qué ha pasado, Cristina. Y tú deberías hacer lo mismo.
—Sí, pero a diferencia de ti, yo me preocupo por Dani —replicó Cristina agarrando con cariño su mano.
—Vale, chicos, ya. Dejadlo —Dani interrumpió la discusión mientras soltaba la mano de Cristina y cogía de mala gana el azucarero para echarse tres cucharadas en el café. Le dolía la cabeza, estaba cansado y lo último que necesitaba era a dos gallos de pelea discutiendo por él—. Por favor —añadió en tono suplicante.
Cristina iba a añadir algo pero, en ese momento un hombre entró en la cocina. Era alto, de unos cincuenta años, calculó Dani, y llevaba una gabardina gris que cubría todo su cuerpo. Al verlo, Dani no pudo evitar acordarse del agente Mulder de Expediente X.
—¿Daniel Martín? —preguntó el hombre mirando al escritor.
Dani asintió con la cabeza.
—Soy Francisco Peña. Se me ha asignado su caso. No hemos encontrado ninguna huella, excepto las suyas y las de ellos dos —añadió señalando a Cristina y Sergio—. Soy consciente de que ellos dos no han podido entrar aquí. Ambos tienen coartada, estaban trabajando. Usted estaba durmiendo ¿no escuchó nada?
Dani resopló harto ya de aquella pregunta. Podría decir que sí, que había escuchado sonidos y también que había escuchado a su mujer, muerta dos años antes, pedirle ayuda. Pero era consciente de que no se pueden dar algunas afirmaciones cuando uno tenía cierta afición por la bebida.
—Por última vez —contestó en voz baja—. No, no he escuchado nada. Estaba dormido. Lo único que puedo decirle es que hace un par de días vi a alguien merodeando por el jardín de mi casa. Cuando salí a ver quien era, ya se había ido.
—¿No lo denuncio? —preguntó el policía enarcando una ceja. Un gesto que produjo un escalofrío a Dani.
—No. Bueno, ese día había bebido un poco más de la cuenta. Pensé que quizás eran alucinaciones.
—Entiendo —asintió Francisco Peña mientras apuntaba todo en una libretilla—. ¿Ha echado algo en falta? No se, joyas, dinero… algo.
—El dinero que tenía guardado seguía esta mañana en su sitio. Respecto a las joyas, no tengo nada de valor excepto mi ordenador, que también sigue aquí.
—¿Ha cerrado alguna ventana o puerta desde que descubrió el salón desordenado?
—Todo estaba tal cual se lo ha encontrado usted. Anoche lo cerré todo.
—Eso es extraño —comentó Peña—. No hay ninguna puerta ni ventana forzada. Ni ningún cristal roto. Aparentemente es imposible que alguien hubiera entrado en la casa.
—Eso mismo pienso yo —estuvo de acuerdo Dani.
—Muy bien —al parecer, el agente Peña quedó convencido con las respuestas de Dani y cerró la libreta—. Ninguna casa de los alrededores ha sufrido ningún robo en los últimos seis meses, puede ser que estemos ante una nueva banda que esté empezando a actuar por aquí. Empezaremos a investigar a ver qué averiguamos.
—Muchas gracias, agente.
Francisco extendió la mano y Dani se la apretó con firmeza.
—Si volviera a ver a ese hombre por su jardín, le agradecería que nos llamara. Sin importar que hubiera bebido o no —añadió mirando de reojo las botellas vacías que descansaban sobre la encimera de la cocina.
—No se preocupe —accedió Dani—. Lo haré.
Por fin, después de despedirse de Cristina y Sergio con un movimiento de cabeza, el policía se giró y salió de la cocina. Poco a poco, todas las personas que inundaban la casa se fueron, dejándola vacía por fin. Un extraño silencio se apoderó de la ella.
—Ese tipo me da escalofríos —comentó Sergio cuando la puerta se cerró tras el último de los policías.
—Eso es por su trabajo —replicó rápidamente Cristina.
—¿Por qué siempre tienes que intentar demostrar que sabes más que yo?
Dani, que ya preveía otra de las eternas discusiones de sus dos amigos, alzó las manos intentando poner orden:
—No, chicos. Otra vez no —pidió en voz alta.
En ese momento Cristina y Sergio callaron y lo miraron con expresión triste.
—Lo siento —Cris se acercó a Dani y acaricio con cariño la nuca del hombre—. No has tenido un buen día ¿verdad?
—La verdad es que los he tenido mejores —contestó Dani levantándose para acercarse a la ventana.
Observó el exterior. Esa mañana había dejado de llover y el sol alumbraba cada rincón de su jardín. Miró con el ceño fruncido el lugar donde varias noches antes había visto a la figura que lo espiaba. Podía haber sido una alucinación, o un simple efecto óptico a causa del viento y la lluvia que había ese día. Pero había sido tan real… Igual que la voz que había escuchado la noche anterior en sueños, los sonidos, todo.
El tacto de una mano en el hombro le sacó de sus pensamientos y al girarse vio el rostro afable de Sergio. A veces era un poco brusco, pero era un buen amigo.
—Dani, tengo que irme —le anunció—. Tengo una reunión con una editorial y con un escritor. Volveré a verte en cuanto pueda.
—No te preocupes, estaré bien —contestó él, aunque mentía como un condenado.
Después de despedirse de Cristina sacándole la lengua y de que ella apretara los puños con fuerza, Sergio se fue y los dejó solos. Dani examinó a su amiga.
Aquella mañana estaba especialmente guapa. Vestía de modo casual, con una sencilla camiseta azul y unos pantalones vaqueros negros, pero la expresión de preocupación que reflejaba su rostro al pasear la mirada por la habitación desordenada, le daba una belleza especial.
—Habrá que recoger esto ¿no? —comentó ella mirando a Dani.
El se agachó y cogió el primero de los cojines.
—Supongo que sí.
De pronto ella comenzó a reír. Dani la miró estupefacto mientras dejaba el cojín sobre el sillón.
—¿Qué te pasa? —le preguntó sonriendo. Realmente la mujer tenía una risa contagiosa.
—Si Ana estuviera aquí le daría un sincope —contestó ella sin dejar de reír—. Ya sabes como era para el orden. Se pasaba todo el día ordenando lo que ya estaba ordenado.
Al escuchar aquellas palabras la sonrisa de Dani se borró de golpe. En ese momento recordó los domingos con Ana limpiando la casa; las pequeñas discusiones cuando él dejaba los platos sin fregar…
—Oh, Dani, lo siento —dijo ella, de repente, al ver la expresión triste de su amigo—. No quería…
—No te preocupes —le cortó él tajantemente—. Es normal que hables de ella. También era tu amiga. No puedo pedirte que no la recuerdes, sería injusto.
—Aún así, no he debido decírtelo —insistió Cristina acercándose a él para posar una mano en su brazo—. Hoy no.
Dani vio el dolor en los ojos de ella. Sabía que ella también lo había pasado mal desde la muerte de Ana. Habían sido amigas desde pequeñas, inseparables. Cuando Cristina rompió con uno de sus novios, apenas dos meses después de aquél día negro, su dolor se vio acentuado. La soledad la invadió de tal manera que Dani, sacando fuerzas de donde no las tenía había acudido junto a ella. Desde entonces, se habían consolado el uno al otro. Se habían ayudado mutuamente como si no existiera nadie más en el mundo.
—Es cierto —dijo entonces Dani, en un intento de animar a su amiga—. Era muy especial para el orden. Siempre andaba por la casa cambiándolo todo de sitio, quitando el polvo a los muebles… —sonrió—. Siempre cantaba mientras limpiaba.
Ella bajó la mirada inundada por una gran cantidad de bonitos recuerdos que nunca más volverían.
—Sí —susurró—. Lo era.
Dani intentó esbozar una ligera sonrisa para dar a entender a Cris que no se sentía afectado. Pero era consciente de que no lo había conseguido. Recordar a Ana siempre le hacía sentirse mal. Sobre todo los recuerdos bonitos. Aquellos le recluían dentro de una especie de caparazón de soledad del que le resultaba muy difícil salir.
—Creo que será mejor que empecemos a recoger —dijo Cristina viendo como los ojos de su amigo se tornaban brillantes—. Hoy no es el mejor día para recordar ciertas cosas.
—¿Sabes lo que pasa? —Dani se sentó sobre la silla que tenía más cerca con actitud derrotada—. Que por más que lo intente no consigo librarme de la sensación de que fue mi culpa.
—No digas eso —Cristina dio un paso al frente apresurada—. Tú no tuviste la culpa de lo que sucedió.
—Si yo hubiera ido, si la hubiera recogido, tal vez…
Cuando Cristina se arrodilló entre sus piernas y posó una mano en la barbilla de él para levantarle la cabeza, Dani pudo ver en sus ojos que ella tampoco lo estaba pasando bien.
—Escúchame —susurró Cristina con dulzura—. No hay nada que podamos hacer para cambiar lo que pasó. No vale la pena martirizarse por lo que pudo haber sido. Dime ¿querría Ana que estuvieras así?
Dani vio como una lágrima recorría la mejilla de ella. Sin saber por qué levantó una mano para limpiarla con un dedo. Ella le miró apretando la boca, intentando contener el llanto.
—Supongo que no —contestó al fin el hombre.
—Exacto —dijo ella mientras alzaba una mano para rodear el cuello de él y acariciar su cabello—. Ella querría que estuvieras bien.
Daniel se estremeció al sentir la caricia de su amiga. Llevaba ya varios años sin sentir el más mínimo cariño y aquél leve roce le supo a gloria.
—La echo mucho de menos, Cris —fue lo único que pudo decir.
Cristina no supo qué contestar. Le dolía que su amigo lo pasara tan mal, que no consiguiera ser feliz. Pero ¿qué podía decirle ella si le pasaba lo mismo? No era capaz de aceptar la muerte de su amiga, aún a dos años de su muerte. Ella miró el rostro de Dani, desencajado por el dolor y la perdida, y no pudo evitar inclinar la cabeza y posar sus labios en los de él.
Dani se quedó inmóvil de pronto. Sus ojos marrones se clavaron en los de ella del color de la esmeralda. Ambos se miraron un momento sin saber cómo actuar. Ninguno de los dos había esperado eso. Daniel sintió como una corriente eléctrica recorría todo su cuerpo. Casi había olvidado aquella sensación.
Esta vez fue él quien la besó. Ella correspondió a ese beso rodeando el cuello de él con sus manos y bebiendo de cada una de las dulces caricias que Dani le entregaba a sus mejillas.
Entonces, en un movimiento instintivo, Dani la atrajo hacia sí con más fuerza y la abrazó posando los labios en su cuello. La abrazó con fuerza, ella arrodillada entre sus piernas.
Cristina notó que un calor olvidado hacía tiempo resurgía en su interior, y devolvió los besos y caricias que él le brindaba. Lentamente, se levantaron, una vez saciado su apetito inicial, y caminaron sin dejar de besarse hacia la puerta que daba al pasillo.
La camiseta de Cristina fue a caer entre los papeles que había diseminados sobre el suelo del salón, y Dani cubrió de besos cada centímetro de piel que encontraba a su alcance.
Así, entre jadeos de pasión y susurros de cariño y consuelo, ambos llegaron hasta la habitación, donde Dani tumbó a Cristina sobre la cama con delicadeza.
En aquellos momentos, se dieron todo el calor y afecto del que disponían. En aquella habitación, por fin quedaron atrás tantas noches en vela y tanta tristeza.
En el salón, los muebles siguieron desordenados.