Final de trayecto
Martín subió al metro por inercia, casi sin darse cuenta. Había bastante gente, no tanta como para decir que estaba lleno, pero la suficiente para no poder avanzar sin tocar a nadie. A Martín no le gustaba rozarse con la gente, así que decidió quedarse en la puerta nada más entrar y no seguir avanzando por el vagón. Al menos no había nadie tocando música, no estaba de humor.
Recorrió el vagón con la mirada. Ningún asiento libre, los ocupaban algunos jóvenes sudamericanos, una mujer con un crío, un señor con traje y dos mujeres más. Esperaba que al menos el crío no se echase a llorar, quedaba un buen trecho hasta la próxima parada. De pié había algunos hombre jóvenes, probablemente consultores saliendo del trabajo. Las camisas arrugadas, las horas de salir y las ojeras los delataban. También había una señora mayor, pero parece que nadie tenía interés en cederle su asiento.
Martín se agarró de una de las barras y, mientras se cerraban las puertas con un pitido infernal, sintió la necesidad de revisar urgentemente que no se había dejado nada fuera. Cartera, llaves, móvil, ¿dónde estaba la puta carpeta? Ah, la tenía en la mano. Menos mal. Menudo follón si se la llega a dejar.
Se agarró bien fuerte a la barra mientras el metro reanudaba la marcha.
Ainhoa volvió a mirar la pantalla del móvil por segunda vez. Acababa de hacerlo, pero no se acordaba de la hora. Ahora sí, iba a llegar muy justa. Esperaba que alguna tienda quedase abierta para cuando llegara.
35€. Era lo que habían recaudado para el regalo de Irene. Una basura, pero algo podría hacer. Podía pasarse a por algún complemento, un bolso o algo así. Pero que le dieran tique regalo, por si a la otra no le gustaba. Era bastante probable que no le gustase, con lo rancia que era. Se prometió a sí misma que no volvería a meterse en fregados de comprar regalos para el curro. Pero a este ya se había comprometido, así que tenía que hacerlo. Deseaba que el metro no se retrasara mucho para pillar cualquier cosa mínimamente digna y cumplir con el puñetero regalo.
Miró el móvil de nuevo. Sin cobertura. ¿Cuándo iban a poner cobertura en el puto metro? Nunca había red a partir de esta estación. Tendría que haber preguntado en el grupo del regalo a ver qué le pillaba. Pero ahora iba justa de tiempo y la verdad es que le daba igual. Si no le gustaba que lo devolviera y punto.
En la estación solo se subió un cuarentón con bastantes entradas. La miraba con cara de asco, pues que le jodan. Calvo de mierda. Al menos ella estaba sentada y él no. A su lado, había un tío con bigote con un maletín. Desvió la mirada hacia otra cosa, y se fijó que el cartel luminoso que anunciaba la siguiente parada estaba jodido. Las letras chisporroteaban en colores y apenas se podía leer nada:
PRÓXIMA PARAD* **********
Ojalá le diera tiempo a llegar. Iba a quedar muy mal si se presentaba al día siguiente en la oficina sin el regalo.
Daniel le preguntaba a su madre:
- Mamá, ¿cuánto falta?
- Poco. Dos paradas.
- ¿Y cuando es eso?
- Un rato. Poco. Tienes la nariz llena de mocos, suénate. Toma un cleenex.
Pero Daniel se aburría. Miraba al hombre del maletín que estaba enfrente. Tenía bigote y gafas, y se peinaba para un lado, pero era raro porque debajo del pelo peinado había calva. El señor agarraba el maletín muy fuerte, pero estaba muy pálido. Daniel no le quitaba el ojo de encima.
El metro se detuvo en la estación, y subió otro señor con una carpeta. A Daniel le daba un poco de miedo así que se agarró a su madre y ésta le acarició suavemente en la cabeza con su brazo.
Le gustaba porque estaba caliente. Y hacía un poco de frío en el metro.
Cuando el tren pitó, se cerraron las puertas. Y Daniel vió como la luz de la estación iba quedando atrás conforme el metro avanzaba. Volvió a mirar al señor del maletín.
Martín esperaba haber echado todos los papeles. La zorra de su ex se había asegurado un buen abogado, y le iba a costar defender la propiedad coche. Estaba hasta los cojones del maldito divorcio, pero ella parecía disfrutar cada vez que le hacía perder el día.
Si no hubiese sido tan mezquina con él durante tantos años, igual no se hubiera follado a aquella guiri. Pues nada, que le den. En fin. Tendría que relajarse si quería llegar a algún acuerdo. Enfadado no iba a sacar nada.
El metro avanzaba, y Martín se entretenía escuchando lo que decía la gente. El niño haciendo preguntas estúpidas, los sudamericanos hablando de música, y un tío más blanco que la leche agarrando un maletín como si le fuera la vida en ello.
Realmente no tenía muy buena cara. Eso pensaba Martín mientras el señor vomitó encima de la mujer que tenía al lado.
- ¡¡Pero qué puto asco, tío!! - gritó indignada - ¡¡Serás gilipollas!!
Le había echado una buena pota, la verdad. Solo la mitad cayó al suelo, la otra mitad acabó en la pierna de la mujer, que no llevaba más que una falda y unos zapatos de verano.
La mujer se levantó y sacudió la pierna para quitarse todos los grumos de encima.
- ¡¡Serás asqueroso!!
Ainhoa no daba crédito. El calvo de al lado le había vomitado encima de la puta pierna. Todo el puto vagón la estaba mirando, hasta el crío de delante.
Lo peor es que el muy subnormal ni siquiera se había disculpado, seguía mirando hacia adelante como si no fuera con él.
- ¡Te estoy hablando a ti imbécil! ¡Mira como se has puesto! ¡Qué puto asco!
El señor seguía mirando al infinito, y tras un pequeño traqueteo del metro, se desplomó hacia adelante. La mujer del otro lado empezó a chillar.
- ¡Llamad al revisor! ¡Llamad al revisor!
Uno de los jóvenes en camisa se fué corriendo, y al rato volvió con el revisor. Era un tío bajito, canoso, bastante rechoncho y con cara de panoli. Miraba al hombre en el suelo sin hacer nada.
La señora que estaba con su hijo empezó a explicar:
- Este señor ha vomitado y se ha caído al suelo. Estos chicos dicen que no le encuentran el pulso - señaló a los jóvenes sudamericanos que estaban al lado.
El revisor pasó unos segundos sin contestar.
- Hmmm. Ya veo. Hmmm.
La señora mayor dijo:
- Habrá que llamar a la ambulancia o algo. Si se ha muerto.
El niño empezó a llorar. La madre trató de calmarlo, y Ainhoa estaba negra de furia. Ni siquiera tenía pañuelos para limpiarse el vómito que olía a rayos. El revisor era un inútil, y estaba ahí pasmado sin hacer nada.
Sonó el anuncio de la siguiente estación en la megafonía del vagón, aunque apenas podía entenderse nada:
- Próxima parad….. ffff##fhhh…. líneas 6 y h**##d… ercanías Renfe. Tengan cuida…. fffhh##h&&ffhh…. no efectúa parad….
El anuncio terminó con un pitido tremendamente agudo e intenso, que finalizó de forma abrupta tras unos segundos creciendo en intensidad.
Daniel lloraba, no sabía qué le pasaba a ese señor. Le daba miedo porque había dicho que se había muerto, y él no quería morirse. Su madre lo cogió en brazos, y escuchaba que le decía algo al revisor.
El señor revisor se fué y Daniel se fijó que por la ventana el metro cruzaba una estación sin detenerse. Su madre lo balanceaba arriba y abajo para que dejase de llorar. Quería irse a casa ya, no le gustaba el metro. No le gustaba que la gente se muriera, y no le gustaba el señor de la carpeta ni le gustaba el olor tan malo que había. Y tenía frío.
Daniel vió la estación pasar, y cuando las luces de la estación quedaban ya algo lejos, vió que toda la estación se desplazaba hacia arriba muy rápidamente. Toda la luz de la estación que dejaban atrás desapareció en apenas un segundo, la vió ascendiendo por el cristal de la ventana hasta perderse en el techo.
- ¡Mamá! ¡La estación!
- Calla, Daniel, no llores. Pronto estaremos en casa.
- ¡Mamá! ¡Se ha ido la estación!
- Daniel, tranquilo. Intenta dormir.
Daniel intentaba decirle a su madre lo que había visto, pero no escuchaba. Daniel siguió llorando.
Martín se estaba impacientando. El inútil del revisor vino y se fué sin hacer nada. Ni siquiera oyó lo que dijo entre el traqueteo del metro y el niño llorando. Cómo odiaba los niños. Menos mal que la zorra de su ex nunca quiso tener uno.
Martín miró la pantalla del metro a ver cuánto faltaba ya para la estación. Pero lo único que vió fué la pantalla cambiando de colores con algunos de los pequeños leds que se apagaban de vez en cuando de forma aleatoria.
¿Por qué estaba tardando tanto? Miró su móvil. Marcaba la misma hora que cuando se subió al metro. No podía ser. Apagó y encendió la pantalla varias veces, lo desbloqueó también una y otra vez, pero la hora no cambiaba.
Ya se le había roto el puto móvil. Otros 400 pavos para cambiarlo. Igual era el reloj interno o alguna mierda así. Tampoco tenía cobertura pero en este tramo eso era normal. Miró por la ventana pero solo veía oscuridad. Y no sabía quién era el imbécil que había puesto tan fuerte el aire acondicionado, porque se estaba helando.
A ver si llegaba ya el metro y acababa de una vez por todas con el maldito divorcio.
Ainhoa estaba helada. No sabía si de la ansiedad o del frío, pero no paraba de tiritar. El cabrón que le había vomitado encima seguía en el suelo, probablemente muerto. Aunque ni así había soltado el maletín.
¿Por qué hace tanto frío aquí?
La vieja le respondió.
- Ponen los aires muy fuertes. Yo siempre se los digo pero los ponen muy fuertes. Luego se resfrían. Porque abusan.
Al menos el niño ya no lloraba, algo es algo. Sólo quería salir de aquel puto metro, se juró no volver a coger un metro nunca más. Que le dieran por culo al regalo de la estúpida, solo quería volver a casa rápido y ducharse, para quitarse la peste del vómito del muerto.
Dios, no podía ni acordarse sin que le diera un escalofrío de puro asco.
- ¿Y dónde coño ha ido el revisor? ¿Por qué no viene nadie más?
Nadie respondió. Algunos curiosos más alejados se asomaban a ver el espectáculo. La chica del otro lado se levantó y tiró de una de las palancas de emergencia, pero se quedó con la palanca en la mano y no pareció ocurrir nada. Tiró de otra unos metros más alejada, con idéntico resultado.
- ¿Pero qué es esto? Se rompen…
Los chicos de traje se alejaron diciendo que iban a buscar de nuevo al revisor.
Los jóvenes sudamericanos se quejaban del frío y de que el metro estaba tardando mucho.
Daniel se fijó en el revisor cuando volvió. Parecía más pequeño que antes, y solo decía cosas raras mientras miraba de nuevo al hombre tirado en el suelo.
- Hmmmm. Hmmmm. Ahh.
El hombre de la carpeta le gritó:
- ¿Pero no piensa hacer nada, inútil? Llame a emergencias o algo. No hay cobertura aquí. Avise al maquinista.
Hmmm.
El maquinista estaba quieto y no parecía escuchar a nadie. Seguía haciendo ruidos extraños.
- Hmmm. Ohh. Aehhh.
Todos empezaron a mirar al revisor, pero se esfumó. Simplemente dejó de estar.
- ¡Mamaaa! ¡Se ha ido! ¡Ahhhh!
Daniel empezó a llorar muy fuerte. Se hizo un silencio sepulcral a pesar de su llanto. La gente empezó a mirarse entre sí con los ojos como platos.
- ¿Pero dónde coño se ha ido? ¿Qué cojones?
Martín fué el primero en hablar. Había algo realmente mal en ese metro. Corrió hacia el extremo del tren para contactar con el maquinista, esquivando gente. Pero cuando llevaba un minuto corriendo, llegó al otro lado de donde estaba. Estaba justo al otro lado del hombre tirado en el suelo. Como si hubiera venido desde el final del tren.
Martín se quedó paralizado de terror. Debía estar soñando. Vió que la gente se quedaba tan loca como él cuando reconoció las mismas caras, los consultores, los sudamericanos, las dos mujeres, la madre y su hijo. Todos le miraban con los ojos desencajados, era evidente que le habían visto irse corriendo hacia el otro lado. Menos la vieja. La vieja había aprovechado para sentarse donde antes estaba una de las mujeres.
- ¿Qué está pasando aquí? ¿Qué mierdas pasa? ¿Qué es esto?
Martín empezó a temblar. Hacía mucho frío. Y había un olor horrible. Ni siquiera era vómito. Era como un ácido fuerte, algo muy químico.
- ¡Mamá! ¡El hombre echa burbujas!
Martín se fijó en el cuerpo. La piel del hombre estaba moteada de burbujas en su piel, que crecían lentamente, como si se tratase de agua hirviendo.
La mujer que tenía las palancas de emergencia en la mano empezó a gritar.
- ¡Es un terrorista! ¡Lleva bombas de gas!
Y la gente empezó a correr. Cada uno hacía el lado más alejado del hombre, para encontrarse y chocarse algunas decenas de metros más allá. Como si todo el metro se hubiese convertido en una suerte de vagón circular.
Martín cogió el maletín de las manos del hombre y empezó a golpear una de las ventanas del vagón. La ventana no pareció inmutarse, pero el maletín se abrió dejando caer un montón de fotos. Eran fotos del vagón.
Martín se reconoció en varias de las fotos, con la misma ropa que llevaba. Al igual que todos los que estaban allí, y el propio cuerpo desplomado del dueño del maletín en varias de las fotos.
Desesperado, Martín intentó forzar las puertas sin éxito. Se asomó por las ventanillas pero a pesar de que el tren llevaba avanzando un buen rato a toda velocidad, no había ni rastro de la estación. Miró su móvil de nuevo. Marcaba dos horas antes de entrar al metro.
Sonó la megafonía del metro de nuevo. La misma voz pregrabada de siempre sonaba una y otra vez sin descanso:
- Final de trayecto. Final de trayecto. Final de trayecto. Final de trayecto. Final de trayecto. Final de trayecto. Final de trayecto. Final de trayecto.
Final de trayecto.