“Eres mi mejor amigo, nunca cambiaremos”.
Daniel volvió a guardar el papel manuscrito, arrugado y un tanto descolorido, en el cajón del cual lo había sacado. Cuando se planteó empaquetar todo lo que había en el cuarto de casa de sus padres para hacer la mudanza, jamás se habría imaginado que encontraría notas que se escribía con sus compañeros de clase hacía ya más de diez años.
El que fue un chico, un adolescente relativamente popular en su instituto, era ahora un hombre en paro que rondaba la treintena. Sus sueños, sus ideas inimaginables para hacerse rico antes de lo que nadie pensase, flotaban en los litros de cerveza que Daniel bebía por las noches. Intentaba ahogar sus penas, pero éstas, como el hielo, flotaban en la superficie y le impedían seguir adelante.
Sobre Guille, el que escribía las emes igual que las enes en aquella nota, ya no sabe nada. Su mejor amigo empezó su vida en otra ciudad, a seiscientos kilómetros de lo que un día fue su casa. Cambiaron las notas por llamadas, después por correos electrónicos; había que hacerse con las nuevas tecnologías. Y más tarde nada. Cuatro años ya, en los que ninguno decidió llamar, quizá pensando “mañana llamaré”, quizá creyendo que lo haría el otro. Pero no fue así.
Dani, como le llamaban hace unos años, quiere creer que la vida tiene un plan para cada uno, aunque nunca creyó en el destino. Daniel sigue mirando el teléfono de su casa esperando que alguien le llame y le pregunte cómo le ha ido, aunque después piensa que es mejor así. Sería como una reunión escolar de antiguos alumnos en la que te encuentras con abogados y médicos, cuando tú eres el único que trabaja de camarero.
Nunca cambiaremos, piensa Daniel. Y lo cierto es que él apenas ha cambiado. Sigue saliendo cuando tiene ganas en vez de cuando toca. Continúa aprovechando las invitaciones de aquéllos llamados amigos de la noche. Una cara feliz, dos palabras amables, pero nada más. No hay confianza, no se comparten cosas, no hay amistad. Nada más allá del “¿qué tal estás?”, nada menos del “cómo va todo, ¿puedes conseguirme un gramillo?”.
El que fue un chico ha llegado al punto que soñaba con sus dieciocho: salir un sábado por la tarde y volver el domingo por la mañana con el mismo dinero en el bolsillo, o más todavía, si le apetece sacarse una comisión de intermediario. Pero cuando llega a casa se siente vacío. No el vacío provocado por el bajón dopamínico, sino vacío de verdad. Vacío de interés hacia él, vacío de amistad, vacío de amor. Aunque lo cierto es que esto último, cuando quería buscarlo, lo podía tener casi al instante. Sólo distaban tres minutos de su casa a un club de alterne.
Porque Daniel siempre pensó que el amor era eso: prometerlo todo durante el coito, y luego no dar nada. Decir “te quiero” sólo si querías volver a echar un polvo. Porque el enamoramiento, en términos químicos, no va más allá de unos meses. Exceso de dopamina y ausencia de actividad en el lóbulo frontal, centro neurálgico de la razón; esto es, te conviertes en un feliz gilipollas. Las relaciones que se extienden más allá son, en cierta manera, una especie de contrato social. Y Dani no quiere contratos, ni responsabilidades, ni tener que dar explicaciones. Bastantes dio con veinte años a sus padres.
Daniel mira de nuevo su maleta. Ni aunque tuviera el doble o el triple de tamaño podrían caber en ella todos los recuerdos, sueños e ilusiones que se forjaron en esa casa. Pero sus padres hace tiempo que se han cansado de que éste considere su hogar una pensión. Queremos vivir, disfrutar de nosotros, le dijeron. Hace ya tiempo que sabía que les había decepcionado, que sus expectativas no se habían cumplido. Qué cojones, pensó siempre Dani, no quiero que nadie pretenda realizarse a través de mí. Pero lo cierto es que ellos lo habían dado todo, mientras él, a duras penas, quizá hubiera llegado a dar algo después de casi treinta años. Veintiocho, exactamente.
Años perdidos pensando en un futuro incierto. Porque no puedes hipotecar tu vida por un novio, una novia, por un amigo que en unos años dejarás de ver. El altruismo está de moda, la filantropía, pero, a nivel práctico, carece de utilidad alguna. Daniel ahora piensa en sí mismo, lo hace desde hace unos meses, y ha conseguido crecer. Como trabajador, como ciudadano, y sobre todo como persona.
No hay exactamente un final para todo esto. Son situaciones, planteamientos, que suceden día a día. Quizá es sólo la esperanza de que nada llegue a ser así. De que al resto de los danieles no le abandonen sus amigos, sus padres, su vida. Y que sepan diseñar la suya.