Como el buen samurái no nace con especialidad en armas, sino que hay que adiestrarle en la espada y todas esas mierdas de losers orientales, al paladar hay que enseñarle una serie de caminos que detesta coger en su estado original. Al niño no le gusta el queso, ni el vino, ni el café. Pero, al crecer, no hay hombre que no merezca tal califcativo si no aprende a degustar esas cuatro maravillas de la naturaleza.
Todo macho de pelo en pecho, duro, rudo, limpio de alma y rocoso de cuerpo debe considerar como un suculento manjar el ano de una hembra. No existe relación sana ni felicidad plena si el varón que lleva los pantalones no se precia a introducir su lengua en ese delicioso agujero; y a degustar ese singular lubricante con ese sabor tan particu lar. Para unos, a truffe noir. Para otros, a reminiscencias de mierda. ¿Qué más da?
Al hombre decente le tiene que GUSTAR.
Nacemos inexpertos y simples; y con el paso de los años nos vamos sofisticado. Tal es así que comprendemos que no hace falta que algo sepa bien para que podamos definirlo como exquisito y excelente. Por eso, hay que saber valorar comer el culo de una hembra. Come el ano en la primera cita a esa hembra y sabrá de qué pasta estás hecho, de la de los auténticos elegidos. Hazle sentir ese gusanillo, ese cosquilleo lingual, en la parte de atrás de su ser. Hazle sentir una mujer especial recorriendo los pliegues de su esfínter como un CAMPEÓN PUTO. Deja esa oquedad como el reactor III de la central
de Fukushima. Empapada y ardiendo a la vez. Eso es, amigo. Muchos reniegan de esta práctica. Tú puedes distinguirte gracias a ella. A una mujer no se le conquista por el estómago, sino por el glory hole anal. Devoralo como un kiwi, abriéndote paso si es necesario con un dedo colocado en posición de fórceps.
Recuerdo que conocí a una buena mujer en un curso de esos del INEM para aprender a hacer currículum. Era 15 años mayor que yo y estaba separada, con dos niños. En la primera conversación, me dejó claro lo de siempre, que todos los tíos somos iguales y que ella a partir de ahora se centraría en sus hijos. Dos días después, quedamos en una cafetería para ayudarle a perfilar su currículum y dio la casualidad de que me puse la misma colonia que utilizaba su exmarido. Esa noche, terminé pasándome la lengua por la barbilla para rebañar los restos de su flujo anal y deleitarme con ello.
-Eres un guarrete.
-¿Por?
-Por lo del culo.
-¿No te ha gustado?
-Nunca me lo habían hecho.
-No me digas...
-Mi ex me lo había petado un par de veces con la polla, pero no así.
-¿Y te ha molado?
-Está bien. Es una sensación rara...
"Es una sensación rara...". Durante dos largos meses me escribió cada día para implorarme que pasara por su casa a recorrer su ano con mi lengua y mi nariz. Ay, amigos, no existe un método más efectivo para conquistar el corazón de una mujer.
No importa que lo tenga limpio, manchado, peludo (yo lo llamo el Spagetti Incident), con marcas del bañador, enrojecido por el efecto de la silla de la oficina o convaleciente tras expulsar dos excrementos pastosos y con restos de pimiento morrón. Es una obligación de hombre aprender a bucear en ese ecosistema y a degustar los matices que ofrece.
No hay nadie que pueda llamarse macho si no adora comerse un buen culo de vez en cuando. También podíamos hablar del acto de recibirlo. Pero eso es otro tema. Más apasionante quizá, pero menos enriquecedor. Sinceramente, no entiendo cómo en estos tiempos de la 'nouvelle cuisine', en los que los foodies recorren las ciudades en busca de delicias gastronómicas y las estrellas Michelín se erigen cuasi como lo más valorado de la civilización, no existe más información sobre los matices que se pueden apreciar al practicar una buena comida de ano.