En rojo las izquierdas, en verde el centro, y en azul las derechas.
Nada más conocerse el triunfo del centro y de la derecha en las elecciones, los republicanos de izquierda y los socialistas intentaron que el Presidente de la República convocara nuevas elecciones antes de que llegaran a constituirse las nuevas Cortes. La iniciativa la tomó Manuel Azaña, que había presidido los gobiernos republicano-socialistas del primer bienio. Se entrevistó con el presidente del gobierno Diego Martínez Barrio al que le propuso formar un gobierno de izquierda republicana y convocar nuevas elecciones. Ante la respuesta negativa de este dos días después le envió una carta, firmada también por los republicanos de izquierda Marcelino Domingo y Santiago Casares Quiroga que había sido ministros en sus gobiernos, en la que le reiteraban la exigencia de formar un gobierno de «garantía revolucionaria» y en la que hacían una alusión amenazante: «Deseamos vivamente que... se acepten nuestros puntos de vista, con lo que se evitarán resoluciones ulteriores, guiadas en todo caso por lo que demandan los más altos intereses del país». Martínez Barrio volvió a negarse y les respondió no sin cierta ironía: «Quisiera evitar a ustedes las resoluciones ulteriores que me han anunciado».
Los socialistas, por medio de Juan Negrín, también hicieron la misma petición, esta vez directamente al presidente de la República Niceto Alcalá Zamora, que también se opuso firmemente a violar la Constitución e invalidar el resultado de las elecciones. Los socialistas fueron aún más lejos y acordaron que desencadenarían una «revolución» si la CEDA entraba en el gobierno.
El historiador italiano Gabriele Ranzato considera que el intento por parte de las izquierdas de impedir que el centro-derecha accediera al poder después de haber ganado las elecciones generales inició la serie de acontecimientos que precipitaron a España en la guerra civil. El problema era que los republicanos de izquierda, encabezados por Manuel Azaña, concebían la República no solo como un régimen político democrático sino como un proyecto político propio que había triunfado gracias a una «revolución», pues así entendían lo que había sucedido el 14 de abril de 1931 ―y no como el resultado de «una voluntad difusa de derrocar la monarquía y de un cambio democrático, pero no de una revolución», apunta Ranzato―. Así pues, los que habían traído la República no querían aceptar que ahora fuera gobernada por sus «enemigos», aunque en realidad lo que había sucedido es que la mayoría de los electores habían rechazado las reformas llevadas a cabo por los gobiernos republicano-socialistas presididos por Azaña durante el primer bienio, o al menos una parte de ellas.
Estas posición la mantuvo Azaña en los meses siguientes contribuyendo así al «clima de tensión» y a la «predisposición mental» que llevó a la Revolución de Octubre de 1934. En el discurso de clausura de la organización juvenil de su partido dijo: Nosotros vamos poco a poco colocándonos frente a esta República que acaba de perder sus últimas consideraciones de orden moral y de autoridad moral; vamos a colocarnos en la misma situación de ánimo en la que estábamos frente al régimen español en el año 1930. Si nos empujan... ¡ah!, que no se quejen.
En junio de 1934, siete meses después de haberse constituido el gobierno del Partido Republicano Radical con el apoyo de la CEDA, los republicanos de izquierda volvieron a intentar que el presidente de la República Alcalá Zamora disolviera las Cortes y nombrara un gobierno minoritario de izquierda para que presidiera las nuevas elecciones. El encargado de presentarle la propuesta a Alcalá Zamora fue su antiguo compañero de partido Miguel Maura. Al no conseguir su objetivo comisionaron a Diego Martínez Barrio, que había abandonado el partido de Lerroux, para que hablara con Alcalá Zamora con el propósito de que este nombrara un gobierno de «salvación nacional» con plenos poderes. Alcalá Zamora volvió a negarse y a pesar de ello las presiones al presidente de la República continuaron. Hubo incluso un intento de hacer público un manifiesto con la petición que no cuajó porque los encargados de su redacción (Azaña, Maura y Sánchez Román) no consiguieron ponerse de acuerdo en su contenido. Y Azaña llegó a tantear a los socialistas para que apoyaran su proyecto pero Largo Caballero le dijo, según Azaña, que «habían acordado no colaborar con los republicanos, ni para la paz ni para la guerra, porque ellos van a hacer solos la revolución...».
Aún no se había constituido el nuevo gobierno, cuando estalló la tercera insurrección anarquista de la historia de la República, y como las dos anteriores del primer bienio también resultó un completo fracaso. La decisión se había tomado nada más conocerse el resultado de la primera vuelta de las elecciones de noviembre de 1933 en un Pleno Nacional de la CNT celebrado en Zaragoza el 26 de noviembre, del que salió un comité revolucionario encargado de organizarla e integrado, entre otros, por Buenaventura Durruti, Cipriano Mera, Antonio Ejarque o Joaquín Ascaso, casi todos ellos miembros de la FAI. El mismo día en que se abrieron las nuevas Cortes, el 8 de diciembre, el gobernador civil de Zaragoza ordernó cerrar los locales de la CNT como medida preventiva y desplegar las fuerzas de orden público por las calles, pero eso no evitó que por la tarde y durante los seis días siguientes los tiroteos y los enfrentamientos entre policías y revolucionarios que querían implantar el comunismo libertario se extendieran, en una ciudad paralizada por la huelga, muriendo doce personas solo el primer día. El día 14 fue declarado el Estado de Guerra e intervino el Ejército para restablecer el orden, mientras guardias de asalto conducían los tranvías, escoltados por los soldados. El día 15 la CNT dio la orden de volver al trabajo y al día siguiente la policía detenía al comité revolucionario (Durruti fue detenido después en Barcelona).
El movimiento insurreccional iniciado en Zaragoza se extendió a otras localidades de Aragón y de La Rioja, y allí donde se proclamó el comunismo libertario se produjeron los hechos más graves, siguiendo todos ellos un esquema similar: intento de apoderarse del cuartel de la guardia civil, detención de las autoridades y de las personas «pudientes», quema de iglesias (San Asensio) y de los archivos de la propiedad y documentos oficiales, abastecimiento de productos «de acuerdo con las normas del comunismo libertario». La respuesta gubernamental fue siempre la misma: una dura represión. También hubo alzamientos anarquistas en puntos aislados de Extremadura, Andalucía, Cataluña y la cuenca minera de León, que el 15 de diciembre ya habían sido completamente dominados.
El balance de los siete días de la insurrección anarquista de diciembre de 1933 fue de 75 muertos y 101 heridos, entre los insurrectos, y 11 guardias civiles y 3 guardias de asalto muertos y 45 y 18 heridos, respectivamente, entre las fuerzas de orden público.
Los socialistas desde su expulsión del gobierno en septiembre de 1933 y su ruptura con los republicanos, y especialmente tras la derrota en las elecciones de noviembre de 1933, cambiaron de estrategia para alcanzar el socialismo: abandonaron la «vía parlamentaria» y optaron por la vía insurreccional para la toma del poder. Para muchos socialistas la lucha legal, el reformismo y la República democrática ya no servían, convirtiéndose la revolución social en su único objetivo. Entre las bases socialistas había calado un «creciente desasosiego» «por el incumplimiento, o el retraso, de la legislación reformista, y también por la crecida de la marea anti-reformista», por lo que, según José Luis Martín Ramos, «la radicalización del PSOE y la UGT, ni fue gratuita, ni procedió de arriba abajo».
Ya durante la campaña electoral Francisco Largo Caballero, el líder socialista que encabezó el cambio de orientación, había advertido de que el reformismo democrático ya no servía a los socialistas: No es suficiente para la emancipación de la clase trabajadora una república burguesa... Que conste bien: el Partido Socialista va a la conquista del poder, y va a la conquista, como digo, legalmente si puede ser. Nosotros deseamos que pueda ser legalmente, con arreglo a la Constitución, y, si no, como podamos. Y, cuando eso ocurra, se gobernará como las circunstancias y las condiciones del país lo permitan. Lo que yo confieso es que si se gana la batalla no será para entregar el poder al enemigo.
En enero de 1934, tras la derrota electoral, Largo Caballero dijo: Nosotros fuimos a una revolución y el poder cayó en manos de los republicanos y hoy hay en el poder un Gobierno republicano y ya destruye lo que hicimos nosotros.
Más explícito fue Largo Caballero en un discurso pronunciado en Madrid ese mismo mes de enero de 1934: Yo declaro que habría que ir a ello [armarse], y que la clase trabajadora no cumplirá con su deber si no se prepara para ello. [...] Hay que dejar grabado en la conciencia de la clase trabajadora que, para lograr el triunfo, es preciso luchar en las calles con la burguesía, sin lo cual no se podrá conquistar el poder.
Pero para que la vía insurreccional fuera legítima, según los socialistas, debía mediar una «provocación reaccionaria», que enseguida relacionaron con la entrada de la CEDA en el gobierno. Ya al día siguiente de las elecciones Indalecio Prieto había dicho que si la CEDA ingresaba en el gobierno, «públicamente [contraía] el Partido Socialista el compromiso de desencadenar... la revolución». Este cambio de orientación coincidió con el fracaso de la insurrección anarquista de diciembre de 1933 que cerró el ciclo insurreccional de la CNT durante la Segunda República. «Justo cuando los anarquistas agotaban la vía insurreccional y aparecían en el seno del movimiento las críticas de esas acciones de ‘minoría audaces’, los socialistas anunciaban la revolución».
El cambio de orientación política de los socialistas se produjo tras un intenso debate interno iniciado nada más conocerse la victoria de la derecha en las elecciones. Desde el primer momento se configuraron dos posiciones antagónicas: la mantenida por Julián Besteiro, con el apoyo de Trifón Gómez y Andrés Saborit, partidario de seguir la vía parlamentaria con el objetivo de «defender la República y la democracia»; y la defendida por Largo Caballero, con el apoyo de Indalecio Prieto que hasta entonces había mantenido posiciones más moderadas, partidario del viraje revolucionario.