Cerca de medio millón de españoles cruzaría la frontera hacia Francia en febrero de 1939, en busca de una salvación que pronto trocaría en humillación
El joven Eulalio Ferrer nunca olvidaría aquella escena que él mismo calificaba como «dramática». Hacía pocos días que había llegado a la localidad francesa de Banyuls-Sur-Mer, tras cruzar la frontera, y mientras paseaba con su compañero Cillán, divisó, sentado en una plaza, a Antonio Machado, acompañado de su madre. Eran las 12 de la mañana. Era febrero. Era 1939.
«Era un hombre deseando la muerte. Su madre, acurrucada en sus brazos. Él con su sombrero caído, la barba crecida. Estaban tiritando. Hacía frío pero no para tiritar a esa hora. Entonces yo, impulsivamente, le di mi capote», rememoraría el que fuera el capitán más joven del ejército republicano. Pocos días después, el 22 de febrero de 1939, en la cercana Colliure, Machado encontraría la muerte (y tres días más tarde lo haría su madre).
El insigne poeta, como el propio Eulalio Ferrer, era solo uno de los miles de españoles que habían llegado a Francia a través de los Pirineos en las primeras semanas del año. Pero su cadáver se convertiría, como recuerda el historiador Juan Carlos Losada, en «símbolo de la República imposible, de la República derrotada y ahora expulsada de España».
Se calcula que en aquellos días, cerca de medio millón de españoles tomaron el camino del exilio hacia Francia, un éxodo sin igual en la historia del país. El rápido avance de las tropas franquistas en el frente de Cataluña, tras su victoria en la batalla del Ebro, provocó una precipitada huida por las intrincadas sendas pirenaicas que conducían hacia la frontera de miles de ciudadanos, familias completas, soldados y dirigentes políticos que encaminaban sus pasos hacia el país vecino en busca de refugio.
Para muchos de ellos, Francia era el paradigma de aquello por lo que creían luchar: la patria de los derechos humanos, la libertad, la igualdad y la fraternidad. La nación de la Marsellesa, que los republicanos españoles no habían dudado en adoptar en infinidad de ocasiones. Y, con todos sus vaivenes, la única de las grandes potencias occidentales que, aunque fuera por momentos, había prestado un mínimo apoyo al régimen republicano.
Pero la Francia a la que entonces se dirigían distaba mucho de ser una tierra entregada a su causa. Hacía poco menos de un año que ocupaba la jefatura del Gobierno galo el socialista radical Edouard Daladier, que había adoptado una política exterior alineada con la de Reino Unido, tendente a aplacar los ánimos belicistas de la Alemania de Adolf Hitler y evitar así el estallido de una nueva guerra en Europa.
Fruto de esa política sería la transigencia con los propósitos expansionistas de Hitler, plasmada en septiembre de 1938 en el Pacto de Munich, y, ya el 27 de febrero de 1939, el reconocimiento del régimen de Francisco Franco como el gobierno legítimo de España, aún antes de que la guerra hubiera llegado a su fin.
Con este último gesto, el gobierno galo buscaba una mejora de las relaciones con los dirigentes del franquismo con la esperanza de que, si finalmente se desencadenaba una guerra con Alemania, España mantuviera una actitud neutral y no amenazara las posesiones francesas en el norte de África.
La fría acogida a los refugiados españoles también reflejaba el rechazo hacia ellos de amplias capas sociales francesas
En esa estrategia, aquella oleada de refugiados que se dirigían hacia la frontera, muchos de ellos significados líderes del republicanismo, arrastrando no pocos presos tomados al denominado bando nacional, resultaba incómoda. Por eso, ya en 1938, cuando el número de exiliados españoles en Francia apenas superaba los 50.000, el ministro de Interior galo, Albert Sarrault, se referiría a ellos como «elementos indeseables» de los que había que librarse.
Así, los españoles que alcanzan la frontera francesa durante los primeros días de febrero, tras resistir a los episódicos bombardeos de la aviación franquista y superar las dificultades provocadas por el frío intenso y la nieve que cubría los caminos en aquellos días de invierno, se encuentran, primero, el acceso cortado y, luego, cuando desde el día 5 Francia accede a darles cobijo, una nueva forma de vida que difícilmente se podía considerar mejor de aquella de la que trataban de huir.
La fría acogida que Francia brindaría a los refugiados españoles no se explica únicamente por cuestiones de estrategia diplomática, sino que también refleja una extendida opinión de rechazo hacia los «rojos» españoles que primaba en buena parte de la sociedad gala, alimentada por un pensamiento reaccionario de hondas raíces.
«¡Los exiliados, a su país! Y, si no puede ser, lo mejor para acabar de una vez con tanta roña y para que no infecten a toda Francia, se debería colocarlos en unos cuantos barcos y que la carga fuese vaciada en medio del Atlántico», llegaría a exclamar en el Parlamento el diputado ultra de origen vasco-francés Jean Ibergaray, según recoge el profesor Josep Sánchez Cervelló en su obra La Segunda República en el exilio (1939-1977) (Planeta, 2011).
Sobre la húmeda arena
El Gobierno francés, desbordado por un éxodo masivo que nadie había sabido prever -tampoco las autoridades republicanas españolas, a las que muchos exiliados culparán del caos-, tuvo claro desde el principio que debía tener bajo control y aislados a unos hombres que eran presentados como un peligro de subversión por una prensa de derechas que no duda en airear -y exagerar- los excesos cometidos por el bando republicano («los asesinos de curas») durante la contienda civil en España.
Así, tras reubicar a mujeres, ancianos y niños por distintas zonas del país, pronto comenzó la puesta en funcionamiento de una serie de campos de concentración, ubicados a los pies de los Pirineos y, especialmente, en las playas mediterráneas más próximas a la frontera, en los que serían recluidos unos 270.000 hombres, la mayor parte de ellos excombatientes del ejército republicano.
Aquellos centros consistían en poco más que un terreno de arena cercado por alambradas en el que ni siquiera existía un techo bajo el que guarecerse y en el que las privaciones materiales eran absolutas. «Era como si fuéramos animales. Había unas alambradas, en el interior estábamos los españoles y detrás la mar. Al otro lado de las alambradas estaban los senegaleses, que habían emplazado allí ametralladoras y fusiles», comenta Ángel Gómez, que estuvo encerrado en el campo de Saint-Cyprien, que acogería a unos 100.000 refugiados españoles.
Era como si fuéramos animales. Había unas alambradas, en el interior estábamos los españoles y detrás la mar»
«Allí, las condiciones son durísimas: la humedad de la arena se filtra por todos lados sin que la ropa de abrigo, por otra parte muy escasa, pueda impedirlo. Pronto el frío comienza a hacer estragos en la salud de gran parte de los refugiados, y los que intentan escapar de allí son retenidos por las alambradas o por guardianes senegaleses que no dudan en disparar a matar contra cualquier fugitivo», señala Losada en la monumental Historia de la Guerra Civil mes a mes. Las enfermedades y muertes se convierten en un elemento cotidiano en las vidas de aquellos hombres.
No disfrutarían, ni mucho menos, de mejores condiciones aquellos que buscaron refugio en las colonias francesas del norte de África. Hasta allí llegarían unos 12.000 españoles -entre ellos el escritor Max Aub- que fueron hacinados, igualmente en campos de concentración, en miserables condiciones. Tras la visita de una misión internacional a uno de aquellos lugares de reclusión, en el mes de mayo, el doctor Weissman-Netter diría en su informe: «Carecen de todo…y con el calor que deben soportar podemos afirmar que ningún hombre podrá resistir esas condiciones. Están abocados a la desesperación, a la enfermedad y a la muerte».
El agua es poco salubre y escasea y aún más escasea la comida. En El exilio español (1936-1978) (Planeta, 2002), Julio Martín Casas y Pedro Carvajal Urquijo recogen un desgarrador testimonio de Eulalio Ferrer, en el que explica que «en el campo de Argèles-sur-Mer encuentro fortuitamente a mi padre, y la idea que tenía de fugarme se quedó en idea por mi padre, un antiguo socialista […] me dijo: No me dejes porque aquí come el más fuerte y llevo tres días sin comer. Nos tiran el pan a voleo y el más fuerte es el que se lo lleva».
De este modo, a la amargura de la derrota los exiliados republicanos añaden durante aquellos duros días la desazón de la humillación y, entre ellos, se desencadenan las mismas disputas y divisiones que habían debilitado su lucha durante la contienda.
Isidro Fabela, un diplomático mexicano que pudo visitar aquellos campos, detallaría en una carta enviada al presidente de su país, Lázaro Cárdenas, cómo a aquellos hombres «los acosan otros sufrimientos más: el recuerdo de la derrota, la humillación de verse tratados como culpables, la tortura de la lejanía de sus seres queridos, de quienes no saben si viven ni dónde están, y, por último, la penetrante preocupación de este dilema que les presenta el porvenir: regresar con Franco, que podría matarlos, o marchar a algún país extranjero que tenga la caridad de recibirlos, cuando casi todo el mundo los teme o los repudia».
La estampa que presenta de los españoles encerrados tras aquellas alambradas plantadas a orilla de la playa resulta conmovedora. «No se han bañado desde hace semanas, la ropa que los cubre es la misma con la que venían combatiendo, quizás desde hace meses. Llevan las barbas crecidas, el pelo en desorden, las ropas rotas, las camisas en pedazos y negras de mugre, los zapatos o las alpargatas deshechos y el aspecto general miserable, pues buen número de ellos tienen sarna, tuberculosis, piojos, granos…».
Buscando una huida
Tanto es así que México pronto iniciaría las gestiones para dar cobijo al mayor número de exiliados posibles (dando prioridad, eso sí, a los de mayor formación), abriendo una puerta a la esperanza para los tristes huéspedes de los campos de concentración que aguardaban con expectación -no pocas veces sucedida de desilusión- la relación diaria de quienes habían sido seleccionados para marchar a México, esperando escuchar su nombre.
Otros optarían en cambio por reemprender el camino de regreso a casa, confiados en que allí no podría esperarles una vida peor. Las autoridades francesas sin duda alentaban estas repatriaciones para aliviar una carga que les consumía importantes recursos económicos y militares en un momento crítico.
Agentes franquistas fueron autorizados para introducirse en los campos de concentración y alentar a los refugiados a retornar al país. Les aseguraban que nada tenían que temer y, así, entre la primavera y el verano de 1939 casi dos tercios de los exiliados a Francia regresaron a territorio español. La mayoría pudo hacerlo sin sufrir más represalia que el inevitable estigma social, aunque algunos aún tendrían que verse ante los tribunales y, en no pocos casos, presos.
La labor de la Cruz Roja de Suiza o los cuáqueros favorecería una cierta mejora de las condiciones para los refugiados
Quienes aún optaron entonces por permanecer en Francia verían cómo, a medida que los campos se iban vaciando, y se iban habilitando nuevos centros, las condiciones de vida iban mejorando lentamente. A ello contribuía la labor de algunos intelectuales y medios franceses de izquierdas, que clamaban por un trato más humanitario a aquellos hombres. También se esforzarían en esta tarea organizaciones como la Cruz Roja de Suiza o grupos religiosos como los cuáqueros norteamericanos, que harían un notable esfuerzo por reunificar familias.
Con todo, el Gobierno trataría de obtener un rendimiento de aquellos hombres a los que debía mantener y para ello forzó su participación en comités de trabajo o en la misma Legión extranjera, con vistas a prepararse para una guerra que ahora sí parecía inminente.
El estallido de la Segunda Guerra Mundial en septiembre de 1939 depararía para aquellos hombres un capítulo aún más dramático en sus vidas como exiliados. Y es que tras el rápido sometimiento de Francia a la arrolladora fuerza militar de la Alemania nazi, muchos (unos 48.000) serían deportados a territorio germano y más de 8.000 internados en los aún más tétricos campos de concentración del nazismo, como el de Mauthausen.
Los españoles que permanecieron recluidos en territorio francés pasarían a partir de entonces a compartir vivencias con reclusos de otras nacionalidades, mientras las autoridades del régimen de Vichy, colaboracionista con el nazismo, potenciaban la función represiva de estos centros, convertidos, según Mercedes Yusta, «en reservas de mano de obra o, en el peor de los casos, en estaciones de paso hacia la deportación y la muerte».
Habría que esperar hasta 1944, el año de la «liberación» de Francia -en la que tuvieron un protagonismo muy destacado algunos exiliados españoles-, para que estos campos de concentración cerraran sus puertas. Y hasta el último día hubo refugiados españoles tras sus alambradas.
Desde entonces, el nuevo régimen francés trataría de correr un velo de silencio sobre una realidad que avergonzaba al pueblo galo. Pero no iba a ser tan fácil silenciar el grito de amargura de unos hombres que acudieron al país de los derechos humanos derrotados y fueron sometidos a un «crudo nivel de degradación», según el escritor Avel Lí Artís-Gener.
Para siempre, serían, como rezaba uno de los poemas que circulaban entre los refugiados en aquellos días de zozobra, «los tristes refugiados a este campo llegados después de tanto andar […] Mierda por todos los rincones, sarna…en los riñones, fiebre y dolor. Es lo que hemos podido encontrar después de pelear contra el fascio invasor».