Intentar asignar valores morales a sustancias u objetos inanimados se adivina un tanto absurdo. Antonio Escohotado, hace ya algunos años, recordaba en un artículo lo que pensaban los antiguos griegos al respecto:
«Hacia el siglo VI antes de Cristo, Hipócrates -creador de la medicina científica- recomendaba dormir sobre algo blando, embriagarse de cuando en cuando y entregarse al coito cuando se presente ocasión. Preconizaba opio para tratar la histeria y concebía la euforia (de eu-phoria: ánimo correcto) como algo terapéutico. Para él, como para Teofrasto y Galeno, las drogas no eran sustancias buenas o malas, sino espíritus neutros, oportunos o inoportunos atendiendo al individuo y la ocasión.»
Pero en la actualidad, la idea de que las drogas son intrínsecamente malas ha conseguido calar hondo en la sociedad, y cualquier intento de explicar y argumentar lo contrario caerá siempre en saco roto, por ser el pueblo tan reacio a aceptar nuevos planteamientos que desafíen, de un modo u otro, cualquier afirmación ya asimilada como dogma en el imaginario colectivo.
Por una parte, es evidente que las sustancias no pueden ser malas per se: un kilo de heroína, cocaína o metanfetamina puesto sobre una mesa resulta totalmente inofensivo, y es el ser humano el que debe decidir hacer un uso sensato o insensato del mismo.
Por otra parte, las drogas, como fármacos, producen en el consumidor una serie de efectos, entre los que se distinguen positivos, neutros y negativos. No se puede valorar el uso de una sustancia únicamente por los daños que produzca en el organismo de aquél que la consuma, sino que se deben analizar todas las consecuencias en conjunto. Para entender bien esto, se puede buscar una analogía en la medicina actual:
La quimioterapia se utiliza, combinada con otras técnicas, en el tratamiento de enfermos de cáncer. Uno de los efectos secundarios más visibles de su empleo es la alopecia o caída del cabello. Pero supongo que nadie se atrevería a calificar la quimioterapia como un proceso maligno, por el sencillo motivo de que tiene un efecto pernicioso en el pelo del paciente. Simplemente, se valoran más las propiedades curativas del tratamiento que determinados efectos secundarios que pueda producir. De cualquier modo, es el propio individuo el que decide, una vez informado y en última instancia, si quiere someterse a quimioterapia, pues ahí sí que se le supone dueño de su propio cuerpo, a diferencia de lo que sucede en otros aspectos de la vida.
Quizá esto sirva para entender los usos terapéuticos de los diversos psicoactivos, pero, a la hora de valorar sus usos recreativos, la sociedad sigue sin ver que su consumo produzca beneficio alguno en la salud del consumidor. El problema reside en considerar la salud como algo únicamente físico, cuando en realidad abarca el espíritu del individuo, en toda su extensión. El disfrute de determinadas drogas puede provocar efectos muy positivos en el ánimo del consumidor, y puede ser también —y de hecho, suele suceder— que éste valore más dichos efectos que los potenciales males que puedan aquejarle tras el consumo.
A fin de cuentas, la salud es algo individual, y no pueden imponerse unos parámetros colectivos (determinados por gente que nunca ha tenido contacto con nosotros, ni con nuestras inquietudes o preferencias) sobre la voluntad del individuo. Cada persona debe considerar sus propios factores de bienestar, aunque éstos sean diametralmente opuestos a los sostenidos oficialmente, pues no debemos olvidar que la salud —más bien, el concepto de salud que manejan las instituciones— es siempre un derecho, pero nunca una obligación.