Una ley durísima contra la piratería. Así definen la nueva ley de Propiedad Intelectual no sus detractores, sino sus impulsores. El Gobierno quería haberla aprobado en el Consejo de Ministros del pasado viernes, pero tensiones de última hora -sobre todo, entre las entidades de gestión de derechos- obligaron a retrasar su remisión a las Cortes al menos una semana.
Los cometidos de este texto legal son tres:
1.- Poner freno a la vulneración de derechos facilitada por las redes digitales.
2.- Regular el funcionamiento de las entidades de gestión de derechos tras el escándalo de la SGAE (aún pendiente de resolución judicial)
3.- Modificar y adecuar al medio digital el concepto de copia privada y su compensación (afectada por el llamado caso Padawan).
Todo ello concierne a varios ministerios y supone la modificación de varias leyes, entre ellas y de forma no menor, la ley de Enjuiciamiento Civil. Pero la pugna interministerial de los últimos dos años -heredera de las que, en la anterior legislatura, también enfrentaron a las mismas carteras- concierne sobre todo a Cultura e Industria, representadas aquí por el secretario de Estado de Cultura, José María Lassalle, y el de Telecomunicaciones, Víctor Calvo Sotelo. El nudo gordiano de esta tensión radica en la necesidad de identificar a los infractores de la propiedad intelectual, y en cómo eso afecta a las grandes operadoras de telecomunicaciones -en última instancia, principales beneficiarias de la laxitud con el contrabando digital de contenidos sujetos a derechos de autor- y su tráfico, y a la llamada neutralidad de la red.
Pero a estos problemas, que han ido limándose penosamente entre los dos departamentos durante el pasado mes de enero, les sucedió el pasado jueves una fortísima tensión entre las sociedades de gestión de derechos, debida a un artículo sobre la ventanilla única digital que privilegiaba la posición de SGAE, al punto que el resto (Egeda, Cedro, Dama, Aisge) movieron Roma con Santiago durante las horas previas a la celebración del consejo de ministros y convencieron al Ministerio de Educación y Cultura de retrasar una semana la aprobación del proyecto de ley para su remisión a las Cortes.
Si este texto legal, el más importante de los impulsados por la secretaría de Estado de Cultura en esta legislatura -en parte, por su alcance, y en parte, porque otros proyectos trascendentes como la ley de Mecenazgo siguen padeciendo el veto del Ministerio de Hacienda-, descansa sobre los tres pilares citados -lucha contra la piratería, corrección del modelo de sociedades de gestión y adecuación de los conceptos de copia privada y canon digital-, a cada uno de ellos le ha surgido algún sarampión.
Hemos visto que la forma de perseguir a los amigos de lo ajeno es causa de roces con Industria -y con cierto activismo internauta-, y que la regulación de las entidades de gestión las tiene en un sinvivir. Pero no menos delicada está siendo la nueva redacción de la compensación por copia privada, que también ha desencadenado una durísima polémica en la que el Consejo de Estado tomó partido el pasado diciembre parcialmente en contra de las pretensiones del gobierno.
Una de las singularidades de esta imprescindible y esperada ley de Propiedad Intelectual -la consideración legal de la propiedad intelectual y sus infracciones padecía la colisión de un entorno digital (en el que la copia carece de valor económico) con unas herramientas legales analógicas- es que afecta, antes que a posiciones ideológicas, a la defensa de intereses disímiles y a menudo en conflicto. Y la ausencia de graves disensos ideológicos -a excepción de la posición de colectivos de internautas de corte libertario que anteponen la neutralidad de la red y los derechos a la intimidad y a la libertad de expresión a cualquier otra consideración de tipo mercantil- no sólo no ha facilitado los consensos sino que ha provocado una encarnizada lucha por los intereses de un montón de actores que contemplan golosos el pastel digital: las redes han multiplicado por guarismos de dos cifras los consumos culturales, y esta evidencia, tras la imprescindible reconversión industrial -que, como todas las reconversiones se ha saldado con no pocas víctimas, incluida la casi desaparición de algunos actores que operaban como intermediarios-, apunta a un mercado futuro en el que todos (creadores de contenidos, propietarios y gestores de red, distribuidores y plataformas...) quieren estar bien colocados. Y para ello es imprescindible que una ley proteja sus posiciones. De ahí el encono generado por el proyecto de ley de Propiedad Intelectual: no hablamos de ideología sino de dinero.
Un ejemplo palmario es la controversia desencadenada por la nueva consideración de la copia privada y la compensación establecida al efecto. El primer cometido de la ley a este respecto era resolver el limbo legal en el que la sentencia del caso Padawan dejó al canon. Pero Lassalle propuso una modificación que, a la vez que le permitía ilegalizar los intercambios P2P -peer to peer, o sea tráfico de archivos de particular a particular a través de portales de intercambio-, aminora hasta lo residual la compensación que se abonaba vía presupuestos a las entidades de gestión. La restrictiva definición de copia privada, incorporada por el anteproyecto de ley aprobado en consejo de ministros en marzo del 2013, subrayaba que sólo merece tal consideración la copia realizada por particular de un material adquirido, en los términos legales que el proveedor fijase. Cualquier otro uso o copia, incluido el que se realiza en redes P2P, es ilegal y, por tanto, punible, pero no genera ningún derecho de compensación a las entidades de gestión, ya que no es copia privada.
Esta astucia legal, que no gustó a los usuarios de redes P2P pero permitía un mejor combate contra el contrabando digital de contenidos, tampoco ha gustado al Consejo de Estado, que en su informe de diciembre pasado exigía modificaciones en el texto que permitieran que esta compensación fuera suficiente, de acuerdo a lo establecido por las directivas comunitarias. Sin embargo, hay algo que Cultura sí tuvo en cuenta en esa osada redacción y que ningún otro actor parece considerar: Bruselas regula esa compensación como una medida transitoria llamada a desaparecer, ya que el comercio digital hace irrelevante la copia (legal o ilegal), que pierde su valor en un mercado que centra su actividad económica en el acceso a contenidos y no en su propiedad física.
Hay mucho miedo en los gigantes culturales. Y no es para menos. En los últimos quince años la inacción del concentradísimo oligopolio cultural ha llevado el negocio a manos de terceros, surgidos de no se sabe dónde, y lo ha concentrado aún más. Es elocuente que los más populares distribuidores de música sean iTunes y Spotify, y no las grandes discográficas; que Netflix, gran plataforma audiovisual, no sea una creación de las majors del cine o la televisión, y que Amazon, principal librero mundial, no tenga nada que ver con los colosos de la edición de libros. Y lo más grave: ese arrumbamiento de los viejos dueños del negocio analógico se antoja hoy irreversible.