El daño que sufren padres e hijos derivado de esta situación es incalculable. | EUROPA PRESS
Es un infierno. Esa es —sin duda— la conclusión a la que llegamos tras hablar con varios padres que han sido separados forzosamente de sus hijos, después de que las madres de los pequeños decidieran llevárselos al extranjero sin su consentimientos, para burlar las resoluciones judiciales de España y no compartir el cariño de los menores.
Son secuestros en toda regla, desafiando las leyes y a los tribunales de este país, con el único objetivo de convertir las vidas de sus exparejas en una pesadilla. Anualmente se registran alrededor de 300 casos de sustracción parental en España, aunque —como hemos publicado en LD— el Gobierno se empeñe en ocultarlo. Posiblemente porque el 90% de ellos son cometidos por mujeres, según datos de la Asociación Niños Sin Derecho (Nisde).
Estos padres no sólo se tienen que enfrentar al dolor de no ver a sus pequeños, de no poder abrazarlos o de tener que perderse celebraciones importantes, si no que además se ven obligados a vivir un auténtico calvario judicial. Un viacrucis con múltiples paradas, y —en cada una de ellas— hay que pagar un peaje. Muchos de los afectados tienen que vender todo lo que tienen para hacer frente a los gastos.
"Aun cuando los abogados lo ganan todo, no hay bolsillo que lo aguante", relata Antonio Martínez. Publicamos su caso hace sólo unos días en LD. Su caso es un tanto singular, sus hijas están en Rumanía con su madre, de la que no estaba separado en el momento del secuestro. Lleva 7 años sin ver a Rocío y María.
Al principio tenían algo de comunicación telefónica, mientras la Embajada de España en el país obligó a la madre. Pero aun así, cada llamada era un suplicio. Cada vez las sentía más lejos, más distantes. Una circunstancia muy habitual en este tipo de casos. La ausencia de roce y la manipulación que —en muchas casos— ejerce el entorno materno, acaban por mellar la relación paternofilial, que hasta ese momento de la sustracción —asegura— era "maravillosa".
Más de 100.000 euros, en 7 años
Antonio no ha tenido más remedio que hacer frente a una situación que no vio venir, no buscó y nunca imaginó. "Llevo 7 años luchando entregado en cuerpo, mente y alma para defender mis derechos y, sobre todo, los derechos de dos súbditas españolas pagándolo de mi bolsillo", señala.
Calcula que se ha gastado entre 100.000 y 140.000 euros para intentar recuperar a sus hijas. Un ejemplo de los gastos que ha tenido que asumir es la ingente cantidad de euros que ha tenido que invertir en traducciones, al español y al rumano. "A 25 céntimos la frase", explica, "imagina cada vez que me llegaba una demanda".
Eso por no hablar de sus siete viajes a Rumanía, que para poco le han servido. Aunque hasta ahora todos los tribunales le han dado la razón, sigue sin poder ver a sus hijas. Como él dice: "Tengo a mis hijas en papeles, pero no conmigo". Uno de los problemas que se encuentran los padres que se ven en esta situación es que hay países que no cumplen con las resoluciones de los tribunales españoles, y no obligan a las madres a retornar a los menores.
Antonio hace mucho que cree que no las va a poder recuperar, a pesar de tener tanto la patria potestad como la guarda y custodia en los dos países. Pero aún así, sigue. "He vendido mi alma al diablo y lo que ha hecho falta, para que cuando mis hijas tengan uso de razón sepan lo que su padre ha hecho por ellas, que se ha quedado en la más absoluta de las miserias", sentencia.
Esta batalla cuesta mucho dinero, y estos padres lo sacan hasta de debajo de las piedras. "Nadie me ha dado un céntimo para nada, he tenido que pedir dinero a mis padres, a mi hermano y a todo dios", reconoce Antonio. "Vendí mis coches y lo que pude, pero tenía que sacar esto adelante. Ahora me veo en la cuneta".
Todo por un hijo, eso piensan. Pero a veces el daño es irreparable. No es posible cifrar, calcular o pesar el daño moral, emocional o físico que conlleva un proceso de este tipo. Los efectos secundarios del desgaste se ven con el paso del tiempo. Muchos de ellos experimentan un importante deterioro de su salud, en el transcurso de la interminable batalla judicial.
La guerra nunca acaba. Tras una demanda viene otra, y detrás otra, y otra, y otras más... Así debilitan al contrario. Es muy habitual que estos hombres incluso tengan que enfrentarse a denuncias falsas por malos tratos, y —en consecuencia— al estigma. A esa sombra que, a partir de entonces, les persigue y que no pueden borrar de sus vidas aunque un tribunal sentencie que están limpios.