Se viene tocho, pero dado el nivel del foro últimamente, prefiero aportar algo de calidad y ver qué tal. Espero que alguien lo encuentre interesante.
Lo postearía en el foro de Música, pero no participo ahí, así que allá vamos:
En la mejor escena del documental This is Spinal Tap, una crónica de las desventuras del legendario grupo heavy Spinal Tap, el guitarrista Nigel Tufnel exhibe su arsenal de equipamiento musical ante el director de la película, Marty DiBergi, y explica orgulloso que posee unos amplificadores Marshall únicos en el mundo fabricados a petición suya. El detalle que hacía especiales a aquellos aparatos era un pequeño número tallado en sus controles, una cifra que indica el tope que puede alcanzar la rosca que regula el volumen: once. El amplificador del guitarrista estaba calibrado para fijar la potencia del sonido en una escala que caminaba del uno al once, al contrario de la habitual graduación del uno al diez que se utiliza para casi todo en esta vida, desde puntuar exámenes escolares hasta hacerse el listillo en FilmAfinitty. Tufnel explicaba que gracias a esta treta su música se beneficiaba de un empujón adicional de energía, un bonus de caña extra para su guitarra que le permitía incrementar el volumen un punto por encima del resto del universo. DiBergi no acaba de tener muy claro si el nivel de estupidez de Tufnel también se medía en escalas de este planeta, y lanzaba al artista una cuestión de lógica recia: «¿Y por qué no haces que el diez suene más alto y mantienes ese diez como el tope?». Tufnel, tras intentar razonar la idea mientras mantenía a raya el derramamiento cerebral masticando chicle, contestaba con un despreocupado: «Estos llega hasta once».
These go to eleven
Por desgracia, Spinal Tap no era un grupo real y This is Spinal Tap fue solo un mockumentary maravilloso capaz de reírse del mundo del rock con tanta agudeza como para que los músicos encontrasen la coña más hilarante que hiriente. El actor Christopher Guest interpretaba a aquel Nigel Tufnel con cerebro de helio y Marty DiBergi era en realidad Rob Reiner, director del falso documental y la persona que más adelante dirigiría una caravana de clásicos tan gordos como Misery, Cuando Harry encontró a Sally, Cuenta conmigo o La princesa prometida. David St. Hubbins (interpretado por Michael McKean) y Derek Smalls (Harry Shearer) completaban el reparto de la formación metalera. Lo hermoso de todo esto es que This is Spinal Tap resultó tan descojonante como para acabar engastándose en la cultura popular sin demasiado esfuerzo: la banda ficticia publicó discos, realizó conciertos a lo largo del país y el documental aterrizó en los lectores de DVD conteniendo en sus tripas un simpatiquísimo commentary track protagonizado por los personajes, que no los actores, del film.
Pero lo que caló con más fuerza de aquella comedia fue la coña del volumen, hasta el punto de lograr que se comercializasen amplificadores con la escala preferida de Tufnel rubricada en los controles, o que la página dedicada a la película en IMDb sea la única de toda la base de datos donde la valoración del film se muestra en una escala de uno a once. En 2002, el Oxford English dDictionary aceptó oficialmente la expresión «elevar hasta once» como sinónimo de «subir al máximo volumen» después de que la frase se hubiese asomado por series de televisión (The thick of it, Las Supernenas, Red vs Blue o Doctor Who), tebeos (La Liga de la Justicia), videojuegos (Grand Theft Auto, Game Dev Tycoon, Darkest Dungeon) y en general en cualquier forma de entretenimiento con sentido del humor. Los fans de la banda declararon el día once de noviembre de 2011 (el 11/11/11) como el Día de Nigel Tufnel, o la jornada de «máxima onceavicidad» de la historia.
La idea de elevar el volumen o escalar su potencia de maneras disparatadas para producir mejor música era algo que solo se le podía ocurrir a alguien como Tufnel, una persona con la cabeza amueblada exclusivamente a base de aire. Lo terrible es que eso mismo es lo que lleva años haciendo la industria de la música: elevar el volumen hasta once, destrozar las grabaciones originales con chapuzas digitales y llevarse por delante la posibilidad de que el público pueda educar el oído. La mayor parte de las grabaciones que llevamos décadas escuchando nos han llegado barnizadas de mediocridad por culpa de todos aquellos que han decidido librar La Guerra del Volumen.
Más alto
Dentro del mundo de la música profesional existe la creencia de que cualquier cosa se venderá mejor cuanto más alto suene, una apreciación que data de tiempos remotos: en la época del vinilo, algunos artistas razonaron que la mejor forma de captar la atención del público potencial era arrancar las melodías de manera rotunda, atronando a todo volumen. Un planteamiento que se estrellaba contra la capacidad del medio físico disponible, porque en aquel momento las limitaciones del disco de vinilo impedían editar un álbum completo con el volumen elevado a once. Como consecuencia de ello, los músicos emperrados en inyectar fuerza a su obra se vieron obligados a racionar los picos de potencia con picardía, forzando sus canciones a sonar por todo lo alto durante los primeros segundos para a continuación rebajar el estruendo de golpe. Atornillar los temas de este modo tenía como objetivo captar la atención de todo aquel que estuviese cerca de la jukebox, pero a la larga tantos volantazos con el volumen acababan agotando hasta a los tímpanos más permisivos.
En la actualidad, lo trágico es descubrir que la música que consumimos ha adoptado la desagradable manía de aumentar su volumen cada año que pasa. Una jugarreta, consciente por parte de la propia industria, que se ha apoyado en la misma percepción de que cuanto más alto suene un álbum mejor impresión dará al ser escuchado en un bar, en la televisión, en el hilo musical de una cadena nazi de mueblería hazlo-tú-mismo, a través de la radio o en comparación con otro disco cuyo sonido no tenga el día tan subido. Esto en principio no debería de ser un verdadero problema, pero desde que aterrizó entre nosotros el compact disc cada nuevo empujón de volumen ha llegado acompañado de un descenso en la calidad del sonido. La música que escuchamos cada vez suena peor, pero atruena más alto. Y los responsables de detonar la que se ha tenido a bien llamar Guerra del Volumen (o Loudness War) son todos aquellos que envasan el sonido en el estudio de producción.
Amplitudes de onda del «Black or White» de don Jacko que demuestran que el tema suena más fuerte según pasan los años:
En 1976, El libro Guinness de los récords encumbró a The Who como la banda más ruidosa de la historia tras comerse sus 126 decibelios a treinta metros de distancia de los altavoces durante un concierto en Londres. Un título que también ostentarían grupos como Kiss, Iron Maiden o Deep Purple hasta que en algún momento dado de los noventa los chicos del Guinness decidieron eliminar el título antes de que las bandas comenzasen a picarse entre ellas y ofrecer conciertos a niveles tan bestias de volumen como para matar las bacterias del aire y dejar sorda a media civilización. En 2011, Cracked dedicó un artículo a analizar las tendencias musicales y las revelaciones fueron aterradoras: tras pasar la lupa a la forma de onda de varios temas, el texto concluía que la moda de elevar el volumen a once había logrado que el «I Drove All Night» de Celine Dion sonase más fuerte que el «Back in Black» de AC/DC, que el «I’ll be There for You» de The Rembrandts aplastase a la Dion en cuanto a tralla y que por encima de todos reinase el volumen disparatado del «Livin la vida loca» de Ricky Martin. Gracias a la Guerra del Volumen el bueno de Ricky no era el único invitado inesperado a la hora de derribar mitos: analizar otras ondas sonoras revelaba que Avril Lavigne era capaz de retumbar más alto que DragonForce y que el álbum Teenage Dream de Katy Perry contenía más potencia que la producción de Megadeth.
Comparativa entre amplitudes de onda de pistas de AC/DC, Celine Dion, The Rembrandts y Ricky Martin que demuestran que el puertorriqueño es de lo más hardcore:
La culpa de todo la tenía el compact disc que se presentó en sociedad en 1982, un novedoso y reluciente formato digital que prometía mimar la música y sortear las limitaciones de los surcos analógicos. Aquellos cedés permitieron elevar la potencia del sonido hasta altitudes superiores a las conquistadas por el vinilo, estableciendo un nuevo máximo absoluto de volumen denominado «cero digital» y proponiendo una mejor calidad en general. Pero al mismo tiempo el CD también facilitó a los ingenieros de sonido el poder realizar otro tipo de apaños que acabaron reportando más perjuicios que ventajas: una vez alcanzado el tope del cero digital, el compact disc aún permitía seguir aumentando el volumen a costa de sacrificar rango dinámico. El rango dinámico es la diferencia de decibelios que existe entre el nivel de presión sonora más alto y el nivel de presión sonora más bajo de un mismo audio, a mayor rango dinámico más nítido será el sonido y más sencillo resultará distinguir todos los instrumentos que participen en la grabación. El formato digital permitió meterle más caña a una pista a base de disminuir el rango dinámico y de recortar los picos más altos de la onda sonora, un movimiento que suponía condensar la canción, aumentar las distorsiones y espachurrar el sonido al comprimirlo. En los casos más extremos esta técnica convierte las pistas en una pasta uniforme donde todos los ingredientes están situados al mismo volumen. Todo esto suena más complicado de lo que realmente es, pero se entiende con claridad, y en apenas un par de minutos, gracias a este educativo vídeo de Matt Mayfield:
El resultado de tanta manipulación suena más alto pero peor, algo que a la discográfica se la traía bien laxa porque lo único que quería es que todo sonase intenso. El proceso creativo degeneró en una cadena delirante: se contrataba a técnicos de sonido profesionales, la banda grababa en el estudio las mejores versiones de cada tema, se registraba todo el material con nitidez minuciosa en la mayor calidad posible y finalmente se dejaba todo en manos de un ingeniero de sonido que pudiese joderlo bien a base de ciscarse en el rango dinámico y execrar ruido a lo largo de toda la pista. Peor era el caso de las grabaciones antiguas que ya sonaban bien en sus versiones originales, porque estas eran seleccionadas por los tarados de la discográfica para pegarles un chute de volumen, destrozar su armonía, producir un sucedáneo roñoso del original y ponerlo a la venta bajo la excusa de la «Edición remasterizada». Existen rincones en internet a modo de base de datos donde se califica lo adecuado de los rangos dinámicos de diversos álbumes, y ojear en ellos las notas de las remasterizaciones ofrece un panorama poco esperanzador teñido de suspensos bermellón.
Todo esto ha propiciado que el consumidor actual no haya tenido la posibilidad de educar correctamente el oído porque la propia industria lo ha vuelto tonto tras publicar mierda durante décadas. Pero incluso los tímpanos menos perspicaces se ven afectados por estas desgracias de manera inconsciente, porque el bajo rango dinámico provoca una sensación de fatiga auditiva que a la larga agota al oyente, algo similar a lo agradable que sería leer una novela escrita únicamente en mayúsculas.
Para muchos, la culpa de que este tipo de proceso de masterización se convirtiese en estándar la tiene la publicación del (What’s the story) Morning glory? de Oasis a mediados de los noventa. Un disco masterizado a volúmenes disparatados para su época y con un bonito saco de compresiones, recortes y distorsiones indeseables a sus espaldas que algunos culpan de ser el causante de iniciar la Guerra del Volumen. Los fans justificaban la producción diciendo que había sido diseñado para sonar por encima del barullo habitual de los pubs ingleses o que durante su gestación el equipo estaba tan pasado de coca como para no tener ni idea de qué coño estaba escuchando. El periodista musical Nick Southall etiquetó ese disco como el momento en el que las técnicas de masterización de CD decidieron saltar el tiburón.
El público más profano y menos audiófilo suele tener dificultades para identificar los atentados musicales que acarrea la masterización digital porque la propia industria ha moldeado a esa audiencia base de productos deslucidos, anestesiando su capacidad para juzgar. Y también porque la mayor parte de la música que se consume actualmente llega a través de equipamientos y medios (auriculares, mp3, altavoces, YouTube) para los que el concepto de alta fidelidad es una idea exótica. Aunque en ocasiones la desfachatez ha sido tan evidente como para desencadenar furias entre todo el público: el Death Magnetic que Metallica lanzó en 2008 llegó absurdamente distorsionado y sufriendo un brick-walling (una forma extrema de limitación que convierte la canción en un tosco bloque sólido de sonido) severo e irritante. Una ofensa que se agravó cuando los consumidores descubrieron que el videojuego Guitar Hero 3 (un entretenimiento que invitaba a aporrear guitarras de plástico emulando a los rockeros) contenía una versión del álbum sin masterizar que sonaba mucho mejor que el disco oficial.
Los amigos de la calidad sonora optaron por extraer las pistas del juego para colgarlas en internet, algo que no dejaba de ser muy gracioso: la mejor versión posible de un álbum de Metallica, una de las bandas que más ha dado el coñazo contra la piratería, solo estaba disponible de manera ilegal en internet y era la preferida por los fans del grupo. Un usuario llamado Metalfan7577 se ha encargado de subir a YouTube una maratón comparativa que alterna la aglomerada pista «The Day that Never Comes» de Metallica con la versión más pulcra contenida en Guitar Hero 3:
Bob Dylan, esa persona conocida universalmente por su Nobel de literatura, hizo pública su repulsa hacia las libertades que se andaban tomando los sonidos recientes hace ya más de una década: «Si escuchas esos discos modernos descubrirás que son atroces, están sobrecargados de sonido. No hay definición, ni voces, ni nada, suena como si fuese solo estática». Steve Albini, productor invisible y culpable del sonido de bandas como The Pixies, Nirvana, PJ Harvey, Joanna Newsom, The Breeders, Manic Street Preachers o The Stooges basaba su método de trabajo en no joder toqueteando los rangos dinámicos, y dedicarse a hacerlo todo lo más puro posible, mientras públicamente se defecaba copiosamente sobre los sistemas digitales modernos. Mary Guibert, madre de Jeff Buckley, se sorprendió al escuchar las grabaciones originales del álbum Grace de su primogénito: «De repente, estábamos escuchando instrumentos que nunca has escuchado en ese álbum, como crótalos o el punteo en las cuerdas de una viola. Me asombró porque era exactamente lo que él habría escuchado en el estudio».
No todo el monte
Existen grupos y artistas que salen a buscar la deformación sonora y el apelmazamiento melódico a propósito. Las distorsiones y el volumen a toda hostia pueden considerarse un par de instrumentos musicales más en el trabajo de Sleigh Bells. A Queens of the Stone Age se les ocurrió forzar el ruido enlatado para grabar un disco conceptual, Songs for the Deaf, cuya premisa era sonar de manera similar a como lo haría la radio de un coche durante un viaje por el desierto de California, con cortinillas radiofónicas incluidas. Crystal Castles se presentaron sonando como si alguien estuviese apaleando a otro alguien con una Atari encendida (de hecho, fabricaban parte de su sonido tirando de una Atari 5200 tuneada). MGMT sonaban más limpios hasta que pidieron al productor David Fridmann (el mismo que insuflaría psicodelia sonora a gente como Tame Impala, Mercury Rev o The Flaming Lips) que les adecentase el producto a golpe de distorsiones. Justice embadurnaban sus composiciones con clipping y otras suciedades digitales. Skrillex y todo el dubstep en general jugaban a sonar como si uno decidiese meter la cabeza en una picadora y funcionaban del mismo modo: lo que parecía divertido al principio se convertía en una experiencia horripilante con rapidez. Los japoneses de Guitar Wolf reconocieron que la Guerra del Volumen les había puesto las cosas muy difíciles porque ellos siempre han tenido como objetivo principal el provocar tanto estruendo como fuese posible.Sus discos incluían una etiqueta de advertencia: «Atención: este es el álbum más ruidoso jamás grabado. Reproducirlo a un volumen normal puede provocar daños en su equipo estéreo. Usar bajo su propio riesgo».
Guerreros del ruido
La masterización del álbum Californication de Red Hot Chili Peppers es para muchos uno de los últimos grandes crímenes del siglo XX a causa de sus compresiones y distorsiones caprichosas. Los propios fans de la banda recomendaron a todos los audiófilos que en lugar de comprar el disco se hiciesen con la superior versión sin masterizar que algún benefactor anónimo había filtrado en internet. Iggy Pop remezcló en 1997 el clásico Raw Power de The Stooges de la manera más desastrosa posible: subiendo el volumen de todos sus elementos a la altura de la guitarra principal, obteniendo como resultado un mejunje sonoro que hasta los más punkis tenían dificultades en deglutir. El cantante se justificó diciendo que su intención había sido recrear el sonido de un viejo vinilo desgastado, pero años más tarde la discográfica publicaría nuevos remasters del disco para los que se olvidó a propósito de invitar a Iggy a toquetear la mesa de mezclas.
El masterizado del Black Ice de AC/DC resultó tan desastroso como para que el bombo de la batería pisotease el resto de instrumentos en el resultado final. Las creaciones de Depeche Mode se han ido empantanando con el paso de los años y solo hace falta echar un vistazo a la forma de onda que luce su música de los ochenta en adelante para certificar que a lo mejor la posproducción se les ha ido de las manos. Los discos de Lady Gaga, The Prodigy, Adele, The Chemical Brothers y David Guetta ofrecen en sus encarnaciones digitales atentados sonoros que no tienen lugar en las ediciones en vinilo. Ladytron comenzaron a elevar sonidos y ruidos hasta once antes siquiera de que se pusiese de moda hacerlo. Los remasters de Joy Division y Nirvana son capaces de hacer que los muertos de ambas formaciones se conviertan en maracas dentro de sus tumbas. The Wallflowers han ido escalando el volumen con cada nuevo disco publicado. En el mundo del metal las posproducciones de chichinabo están demasiado extendidas, pero eso no parece importarle demasiado a un público que en su mayor parte hace ya tiempo que se ha quedado sordo: Mastodon, Enslaved, Between the Buried and Me, Deathspell Omega, DragonForce, Immolation, Ulcerate, System of a Down, Hypocrisy o las remasterizaciones de Judas Priest se follan con tanta pasión el rango dinámico como para fabricar una argamasa melódica capaz de tapar butrones. My beautiful dark twisted fantasy de Kanye West llegó sazonado con toneladas de clipping gratuito. Elephunk de Black Eyed Peas, True Blue Remastered de Madonna, Cmon, Cmon de Sheryl Crown, Baby One More Time de Britney Spears, J Lo de Jennifer Lopez o el 100: Colombian de Fun Loving Criminals son algunos de los discos que los audiófilos han señalado como insufribles por culpa de compresiones desastrosas.
Mención de honor
Disaster Area es una formación musical que aparecía en El restaurante del fin del mundo de Douglas Adams (la segunda entrega de la saga La guía del autoestopista galáctico). Un grupo cuya potencia obligaba a instalar a la audiencia en un búnker a cincuenta kilómetros del escenario mientras la banda tocaba sus instrumentos por control remoto desde una nave espacial que orbitaba alrededor del planeta. En sus mejores momentos Disaster Area producía un sonido capaz de aniquilar civilizaciones enteras sin necesidad de trastear con el rango dinámico. Nigel Tufnel estaría orgulloso.
Fuente: https://www.jotdown.es/2018/03/bienvenidos-a-la-guerra-del-volumen/