Me la presentó una amiga suya en lo que antiguamente se conocía como MSN. Empezamos a hablar casi a diario, cualquier tema era bueno. A través de estas conversaciones supe que ella estudiaba en la misma ciudad que yo, pero en otro instituto. Acordamos quedar un día para vernos en persona (a propuesta de la amiga que nos presentó). Pasé una tarde estupenda con ellas y con la chica en cuestión congenié de fábula. Aunque era algo arisco de entrada (reconozco que se ha agravado con el paso de los años), mi trato resultaba amable y me comportaba de modo educado (para mí era natural, a otros les parecía excesivo). A veces evitaba mirarme, se cortaba en la conversación y hacía el cabra y, sinceramente, me hacía gracia que una chica mayor que yo se comportase de esa manera, entre despreocupada e ingenua.
Quise pasar más tiempo con ella (por lo general me aburro muy rápido de las personas) y surgió el cariño (por mi parte). Nos veíamos los días que teníamos clase, durante el tiempo muerto entre la jornada escolar y sus lecciones en el Conservatorio, que sería una hora o así siendo generosos. En realidad, fuese una hora o diez minutos, me la traía al pairo y me conformaba. Procuraba que lo pasara bien conmigo (según ella lo logré) e incluso llegó a admirarme. Que me viese con tan buenos ojos por un lado me envanecía y por el otro me empujaba a crecer, a ser mejor persona, en definitiva, me daba las famosas alas de las que se habla cuando se refiere al amor como fuerza creadora. ¿Cómo no iba yo a ilusionarme? Transcurrían los días y todo lo que ella sacaba de mí era bueno: calmaba mi espíritu y me insuflaba ganas de comerme el mundo. Pensé que si podía aceptarme me haría un bien inigualable.
Un fin de semana que habíamos acordado salir con su grupo de amistades por un pueblo cercano, esperando a algunos de ellos en una zona industrial, le dije que la quería. Lógicamente estaba muy nervioso (lo típico: desde el día que dices que quedar hasta la fecha del encuentro comiéndote la cabeza), aunque me mostré resolutivo. Su reacción fue cambiar de tema y un par de amigos suyos, que por cercanía oyeron la declaración, se burlaron. Realmente sólo bromeaban, como de pequeños cuando soltaban que a Fulanito le gustaba Menganita, pero en ese momento me ofendió muchísimo y me encaré con uno de ellos asegurándole vehementemente mis buenas intenciones para con la chica hasta tal punto que hubiésemos llegado a las manos si no nos separan. El resto de la noche pasó sin incidentes. Cuando volvimos a vernos manifesté a la chica que lo de aquella noche lo dije de veras, que la quería, y no creyese que era cosa poco seria. Me rechazó. “Pero podemos seguir siendo amigos”, añadió. Creí morir de lo que me dolía el corazón. No acepté su propuesta de amistad. “Tengo que pensarlo” fueron mis palabras. Las pocas que pude articular. La acompañé, como era habitual, al conservatorio y ya no me reuní más con ella.
Quiso la fortuna que la fecha del rechazo quedara próxima a las vacaciones de verano. Junio y julio se convirtieron en meses funestos. Me sentía vacío porque había ofrecido mi corazón en bandeja, me había ofrecido yo como persona, y había sido rechazado. Cumplía a desgana con mis obligaciones de estudiante, a penas comía y en mis ratos de soledad apagaba las luces y me entregaba al llanto. “¿Acaso sería muy poco para ella?”, pensé. En agosto desempolvé a Ovidio y decidí aplicar sus preceptos a fin de aliviar la tristeza que me oprimía el pecho como una losa y me asfixiaba. Por las mañanas daba largos paseos por la montaña, durante las tardes me entretenía con la familia y las noches… unas la maldecía por no quererme y otras me consideraba un ser egoísta e indigno por desear que me correspondiese. Intenté odiarla, pero no pude. Lo más que conseguí fue rebajar la frustración. Mínimamente la losa se elevaba lo suficiente para dejar pasar el aire.
La chica contactó conmigo al comienzo del nuevo curso (hasta ese momento no habíamos cruzado una sola palabra). En el fondo me alegraba saber de ella. Sin embargo, arrastrando todavía los conflictos del verano me propuse firmemente responderle por educación con frases breves y sin implicarme demasiado. Costó Dios y ayuda levantar ese muro. Esta fue la tónica general hasta terminar la secundaria. Durante el bachillerato su presencia dejó de angustiarme y nos veíamos de vez en cuando. A fin de cuentas era una persona importante para mí y valía la pena intentar ser amigos.