Hay una actitud que veo últimamente en mucha gente, que me asombra y aterra a la par: el incesante e incondicional odio hacia el ser humano como conjunto.
Hay razones de sobra para odiarnos. Contaminamos el planeta como si no nos importase. Nos maltratamos los unos a los otros, asesinamos a otros seres y a nosotros mismos, normalmente con razones absurdas y egoístas. En general, nos falta una buena dosis de empatía.
No es de extrañar que nos odiemos por ello. La común comparación del ser humano con un virus no es tan desencaminada a fin de cuentas. Sería muy necio esperar que tales acciones totalmente carentes de moral e, irónicamente, humanidad, no fuesen a generar este hastío generalizado. Este odio está justificado.
El problema es la dirección, el objeto, de ese odio. Dicha reflexión, pese a su innegable solidez, no establece una relación directa entre los hechos que categorizamos como malos, y el conjunto humano en general, sino con los individuos que en primera instancia los ejecutan.
Es el brazo ejecutor de estas acciones, el que debería ser objeto de crítica, el culpable de que todas nuestras escrituras referentes a la ética y el buen uso de nuestra capacidad de razonar, sean papel mojado frente a la cruda visión del mundo que el paso de la humanidad ha dejado a sus pies.
Esto no niega que parte de la fuerza de la mano que acciona la palanca, sea la inercia residual de la voluntad, falta de interés y de sentido de la responsabilidad por parte de otros individuos. Es innegable que todos tenemos nuestro granito de culpa en estas frías dunas de destrucción y vergüenza.
Pero al igual que el castillo no se construye sin poner una primera piedra, las malas acciones no se pueden evitar sin una voluntad subyacente.
Es por eso que nuestro odio debe dirigirse hacia esas personas y colectivos responsables de esas pinceladas color rojo sangre que manchan el planeta en el que vivimos, y no hacia nuestra especie como conjunto, que en sí misma trata de redimirse con su nada desdeñable sentimiento de culpa.
Debemos recordar las buenas acciones, las innumerables expresiones artísticas que todos hemos disfrutado alguna vez. O las hazañas que nuestra capacidad de razocinio han logrado, nuestra curiosidad por encontrar nuestro lugar y origen en el cosmos. O también aquellos actos de suma empatía que han posibilitado la vida y felicidad de otros seres, ya sean humanos o no.
No debemos olvidarnos de lo bueno. Sólo cuando buscamos la destrucción total de nuestra especie, ponemos a la misma altura las acciones buenas de las malas. Y eso sólo implica dejar a todo lo demás a su suerte, como si no nos importara.
Y esa indiferencia, es el rostro mismo de la maldad que tanto despreciamos. No nos dejemos caer en ella.