#1 Actualizado http://www.elcomercio.es/v/20130119/sociedad/anos-invitados-20130119.html
En el salón del piso en el que viven Laura Fernández (Shöller a efectos cibernéticos) y sus padres, Begoña y Jesús, hay un enorme retrato suyo colgado, un cuadro abstracto, un par de platillos de loza, recuerdo de un viaje a Venecia y, ayer, por ser el día que era, una botella de cava y un plato con lomo embuchado y queso ahumado.
«¿Quieres tomar algo? ¡Venga, hombre, que es fiesta! Un whisky, una copina de cava. ¡Toma algo!», urge hospitalaria Begoña, ataviada con un vestido brillante y unos tacones negros, a la espera de que su hija salga de su habitación. Son las siete de una tarde lluviosa, noche cerrada en Gijón, y Laura está a punto de empezar las fiestas por su mayoría de dad, que cumplió el pasado jueves.
Por fin se abre su puerta, en la que ha quedado un cartel de su anterior jolgorio, su dieciséis cumpleaños, que bautizó como 'Sweet sixteen' (dulces dieciséis) en honor al programa de la MTV que le dio, ya entonces, la idea de montar un sarao por todo lo alto para ocasiones como esta. Así, si entonces el plan fue alquilar el pub Bambara y contratar al grupo madrileño Pignoise, en esta ocasión ha acudido a Pol 3.14 y Vinila Von Bismarck, y a los dj's Motto in da House y Dj Ibiza Music en la Sala Acapulco.
Laura Shöller lleva un vestido diseñado por ella misma, una montaña de colores flúor -etiqueta que pidió para la fiesta- que aparca en una silla, para responder a todo lo que haya que preguntar con un tono tranquilo, seguro y casi servicial, extremadamente correcto.
Sabe que en quince minutos aparecerán sus amigos y, en media hora, la limusina blanca que habrá de empezar la velada paseándolos por Gijón. Serán solo la primera tanda, porque «no caben todos» en la majestuosa Lincoln de nueve metros que, con la música a todo volumen, aparcará frente al portal. Luego recogerá a más: la idea era traer una limusina más grande, una Hummer, pero no cabía, según explica Jesús, por las calles de Gijón.
«Sí, estoy nerviosa, y me duele la cabeza», reconoce ella con una sonrisa de oreja a oreja casi doce horas después de haber empezado el día, en el instituto, y doce antes de que termine todo (cuando este periódico llegue a su kiosko, ella tiene previsto estar desayunando churros con chocolate con los supervivientes a la fiesta).
Ese mismo vestido será el que utilice para las pruebas de acceso al IED, en Madrid, donde quiere irse a estudiar moda en cuanto termine el instituto. «Es hora de que eche a volar», dirá Begoña cuando Laura se esté mostrando a sus amigos en su habitación. «Y nos da mucha pena que marche», susurra junto a su marido, que le cede la voz cantante y solo se significa, tocado con un sombrero de cowboy de Harley Davidson y una voz profunda, para pedir a la fotógrafa una foto con su mujer y su hija.
Quizás no en proporciones, o en la forma, pero estas celebraciones siempre han existido por todo el globo. Readaptadas a unos tiempos, estos de MTV y Gandía Shore («Gigia Shore», bromean en el portal los amigos de Laura): en Japón, por ejemplo, existe la celebración milenaria del Seijin no Hi, el paso de la juventud a la edad adulta, que en 1948 adquirió carta de naturaleza oficial. Se celebra en las prefecturas, se visten los kimonos y se escuchan largos discursos, una suerte de canto a la madurez y a la
consabida serenidad del Sol Naciente. Claro que en 2002, por ejemplo, en la ciudad de Naha fue necesario desplegar a los antidisturbios para evitar que las hordas de jóvenes colaran en el acto barriles de sake: los tiempos, ese momento de «echar a volar» al que aludía la madre de Shöller/Fernández, ya no son lo que eran.
En este sentido, la primera reacción del sociólogo Jacobo Blanco, del Colegio Oficial de Ciencias Políticas y Sociología del Principado de Asturias, es de «sorpresa. Nunca había tenido noticia de semejante cosa. Dame algún detalle más.» Tras un repaso somero (el alquiler de los cuatro grupos, la existencia de una escaleta, como en televisión, de una fuente de chocolate, de un photocall, de medios de comunicación), Blanco concluye que este inusitado fenómeno se debe a una «actualización de las costumbres de posguerra», un remix de las puestas de largo (que no son novedad, aunque tampoco norma, en Asturias, advierte) pasados por la batidora con la «democratización de la fama» que brindan las nuevas tecnologías y «el concepto de ser popular, tan americano». Y pide: «¿Pero quiénes son?»
Es la gran pregunta. «Trabajadores jubilados», lanza Jesús. Nada de industriales, de millonadas. Solo unos padres satisfechos por las notas de su hija que quieren «darle lo mejor».
O al menos, lo que quería: se pusieron en manos de una agencia de eventos que se ha ocupado de todo: «Si todo va bien», dice Shöller, con ganas de marchar a Madrid, «no habrá más hasta el fin de carrera, y será algo íntimo, familiar».
Elisabeth, Amanda, Paula, Daniel, Gwenaëlle y María, amigos y prima de Laura, se saludan en el salón y se alaban, todos ataviados con los colores oscuros que había pedido y el punto flúor de rigor. Ellos son su núcleo duro, los que le importan más allá de las críticas que le han llovido estos días: «Puedes criticar algún defecto, físico o lo que sea, pero ¡meterte con la persona!», sentencia Laura. «He conocido a alguno de los que criticaban y resulta que le caí bien». Ese «esto no es nada» de Begoña iba, dirá cuando la limusina haya llegado, por tiempos que ahora, sobre la gruesa alfombra blanca y el piso impecable, suenan lejanos: «Cuando nos casamos», rememora, «solo éramos treinta y tres». «Unos vermús», completa su marido, «una comida en familia, y a casa». Para Laura, no. Que sean 200. «Y lo que el cuerpo aguante».