Salió del baño y arrastró su cuerpo totalmente borracho hasta la barra. Vestía una camisa de cuadros que ya salía por fuera del pantalón y la gomina que se había echado antes de salir de casa empezaba a dejar libres los primeros cabellos.
— Ponme otro whisky.
El camarero no dudó ni un instante. Cogió la botella y le sirvió una copa. Otra más.
— ¿Esperas a alguien?
— Hace horas que debería haber llegado… —balbuceó el hombre.
Desde que se había sentado en el taburete, hacía ya más de tres horas, el bar se había ido vaciando al mismo ritmo que él había ido bebiendo: poco a poco, pero con constancia. Allí permanecía, obstinado, mirando fijamente su vaso, decepcionado.
— Mario, ¿cierras tú el local? —preguntó el otro camarero, que acababa de terminar de barrer.
— Sí, no te preocupes. Este hombre todavía necesita un par de copas más, parece que no es su día —respondió compasivamente, mientras llenaba de nuevo el vaso ya vacío—. A ésta invita la casa.
El hombre sonrió y a duras penas agradeció el gesto, mientras el otro camarero salía del bar y bajaba la verja.
— Maldita zorra. Lleva un mes escribiéndome y cuando me cita por primera vez me deja tirado. Como un puto perro. El día que la encuentre va a saber quién soy yo.
— ¿Escribiéndote? ¿No la conocías?
— No, empecé a recibir sus cartas un día. Y ni siquiera me dio una dirección para responderlas. Semana tras semana, fue diciéndome cuánto deseaba verme. Contaba que me observaba todos los días, que soñaba con acercarse, pero que creía que todavía no había llegado el momento. Supongo que todo fue una broma pesada —concluyó antes de beberse el vaso de un trago—.
— Quizá no, quizá todo lo dicho sea cierto. Puede que no haya aparecido por miedo a que descubrieras que no es la persona que tú piensas —aventuró el camarero llenando de nuevo su vaso—. Es posible que ocultase algo… esa forma de entablar contacto no es la habitual. A fin de cuentas, todos tenemos secretos.
— ¡Pero ayer recibí su última carta! Decía que quería verme. Mira, aquí la tengo.
Sacó un papel doblado y medio arrugado del bolsillo de su camisa. Lo desdobló y lo puso encima de la barra, sobre varias gotas que mojaron el folio. Y empezó a leer.
— Ha llegado el momento, no puedo aguantar más, anhelo verte. Desde hace más de un mes no puedo pensar en otra cosa. Ya formas parte de mis sueños y me aterra la idea de…
— … que pueda perder mi oportunidad.
El hombre se quedó extrañado, no pensaba con claridad y no podía alcanzar a adivinar el motivo por el cual el camarero conocía el final de la carta. Instantes después, una bandeja de metal golpeó su cara, rompiéndole la nariz y provocando que se cayera de la silla.
— Hijo de puta. Ya me has encontrado. Pero no es necesario que me expliques quién eres, porque ya lo sé. ¿Qué pensabas hacerle a la mujer de la carta, eh? Mírate, resultas patético —dijo mientras le pateaba el estómago.
— No, no entiendo nada…
— Hace casi tres meses quedaste con un chica, Cristina —comenzó a explicar—. Ella sólo quería ser simpática contigo, en realidad le dabas pena: un hombre tan solo, sin amigos… —siguió contando al tiempo que dejaba de pegarle para que le pudiera escuchar bien—. Y tú pensaste que una mujer se había fijado en ti después de tanto tiempo.
— Ella me insinuó que…
— ¡Ella no te insinuó nada! —y golpeó nuevamente su estómago—. ¡Ella sólo quería ser agradable! Pero no te bastó. Tuviste que forzarla… ¡Tuviste que meter a la fuerza tu puta polla de fracasado dentro de esa criatura!
— ¡Espera!, déjame que te explique…
— No vas a explicar nada, esto no es un juicio. Aquí sólo hay un verdugo y muchas víctimas. Mi hermana intentó suicidarse a la semana siguiente, pero pudimos evitarlo. Tres veces más lo conseguimos. Pero hace un mes y medio se fue. Y créeme cuando te digo que lo que decía la carta era verdad. Yo deseaba verte, te observaba, estaba obsesionado contigo. Tu cara me atormentaba día y noche. Pero ya no. Quiero volver a vivir —dijo mientras cogía un cuchillo de cocina—. Aunque tú tengas que morir.