Hay días, sólo algunos, en los que me levanto con esa sensación de que algo importante debería suceder. No me refiero a esa sensación premonitoria, como cuando presientes un accidente de tráfico o que álguien vaya a telefonearte por error.
La sensación de prever una llamada telefónica segundos antes de que se produzca siempre provoca un pequeño escalofrío, una corriente eléctrica desde el cuello hasta la cadera. Como cuado caminas con los ojos cerrados imaginando el cañón de un revólver apuntando a escasos centímetros de tu nuca. La sensación exacta que provoca que adores la vida como si de un milagro divino se tratase.
Pero aún con todo, no llega a ser la misma sensación.
Sólo yo puedo comprenderlo.
La presión atmosférica es la adecuada. La capa nubosa sobre el cielo de la ciudad está lo suficientemente compactada como para que las cargas eléctricas se alteren. La producción de dopamina y serotonina se ve alterada.
La música que llega a mis oidos, neutralizando cualquier ruido de la ciudad, me sumerge en mi propio mundo.
A + B + C = D
Y esto provoca que las cargas eléctricas de mis neuronas trabajen a marchas forzadas para calcular el momento o la posición de cada electrón del universo.
Soy un dios.
Soy Dios.
Los cuerpos sólidos se transforman en materia maleable como el estaño fundido y sé que puedo fluir con el entorno.
Te elevas.
Te elevas.
Más...
Los árboles crecen a velocidades vertiginosas, las calles se hunden y el asfalto fluye formando calles afluentes hacia grandes calles principales. Los pájaros forman nubes.
Y sé lo que va a suceder.
Tengo esa misma sensación de frío en la nuca. Ese momento de la mañana en que sé que la verdad absoluta reside en el valor Cero. Que el caos universal símplemente vale 1.
Y que soy el elegido para reestablecer estos valores.