Ayer me pasó algo que tengo que compartir.
Salgo a un pub. Oigo hablar en portugués a unos brasileños. Contesto en portugués. Se ríen. De dónde eres me dicen. De aquí, contesto. Caras de asombro y alegría. Me introducen en su grupo multicultural. Risitas agradables, aceptación generalizada, conversaciones que contesto en varios idiomas que me hacen introducirme más.
Y ahí está ella. Me oye contestar en portugués e inglés, y me reta. Me habla en italiano y contesto como puedo, aprobando por los pelos. Me vacila con francés, y acepto mi derrota, para contestar con andaluz del rápido y metiendo un empate.
Era una francesa de revista. Con sus mejillas francesas y sus labios bien acabados, con ojos de mirada penetrante, cabello largo rubio dorado lannister, con su color rojo sangre a juego en esa sonrisa perfecta. Zapatos y vestido bohemio. De las que te giras una vez para ver su pelo, dos para ver su sonrisa y una tercera para perderte en sus ojos.
Me bromea, le contesto, y viceversa. Disfruta del rato tirando de ironía tanto o más que yo. Acabamos por querer hablar de la vida y de nada en una zona neutral sin cantos ni miradas. Y ahí salimos a lo que en un principio fue respirar un poco y acabó siendo un paseo de 1 a 5 la mañana por todo el paseo de los tristes, albaicin y hasta jardines de la alhambra, que me hizo sentir como Ethan Hawke paseando por Viena.
Me termina besando en mitad de cualquier calle cuando estaba a mitad de discurso sobre lo que me queda por hacer en la vida y la banalidad que me impide desanclar los pies de mi decadencia. Tal cual. Beso en mitad, de los que no disimulan que quieren seguir escuchando y a la vez que me calle. Y más besos y más conversación vacía fuera de mirar su perfecta cara.
A las cinco el paseo terminó en mi casa. Hicimos el amor. Cada cosa que pasó en ese cuarto define cada letra del concepto. Como llevaba años sin que nadie siquiera se molestase en fingir. Y la abracé y ahí me quedé horas.
Hasta que llegaron las 7 y la hora de regresar a Francia. Su interrail acababa ese mismo día y tenía que volver a sus cosas de artista en su barrio de París, donde Mouling Rouge, donde las putas, los sueños literarios y el canto a lo bohemio que lleva siglos perdurando, y que perdurará.
Paramos a desayunar antes. Me despido de ella. Ella me pide que vaya a París a verla pronto, que jamás se había sentido así tan rápido, y no quería acabar de esa manera.
Y yo en el andén, inmóvil como una estatua y saltando por dentro por agarrarme al Altaria primero y pensar después.
7 horas. 7 horas efímeras que me han llenado y roto sin darme ni cuenta. Horas tardías y congruentas que ahora me llenan, y me pesan. Feliz por haberla vivido. Porque el que vive pierde, y perder significa que la he tenido.