Que se pregunte cómo se conduce hoy un
hombre moral que cree haber acabado con Dios, y que rechaza
el cristianismo como algo gastado. Que se le pregunte si alguna
vez se le ha ocurrido poner en duda que las relaciones carnales
entre hermano y hermana sean incesto, que la monogamia sea
la verdadera ley del matrimonio, que la piedad sea un deber sagrado, etc. Se sentirá lleno de un virtuoso horror por la idea de
que pudiese tratar a su hermana como mujer, etc. ¿Y de dónde
proviene ese horror? De que cree en una ley moral. Esta fe está
sólidamente anclada en él. Cualquiera que sea la vivacidad con
que se levanta contra la piedad de los cristianos, él es igualmente
cristiano en cuanto a la moralidad. Por su lado moral, el cristianismo lo tiene encadenado, y encadenado en la fe. La monogamia debe ser algo sagrado, y el bígamo será castigado como un
criminal; el que se entregue al incesto, cargará con el peso de su
crimen25. Y esto se aplica también a los que no cesan de gritar
que la religión no tiene nada que ver con el Estado, que judíos y
cristianos son igualmente ciudadanos. Incesto, monogamia, ¿no
son otros tantos dogmas? Que se lo trate de rozar y se descubrirá
en este hombre moral el fondo de un inquisidor que envidiarían
Krummacher o Felipe II. Éstos defendían la autoridad religiosa
de la Iglesia, él defi ende la autoridad moral del Estado, las leyes
morales sobre las que el Estado reposa; tanto uno como el otro
condenan en nombre de artículos de fe: a cualquiera que actúe
de modo perjudicial para la fe que ellos defi enden se le aplicará
la deshonra debida a su crimen y se le enviará a pudrirse en una
casa de corrección, en el fondo de un calabozo. La creencia moral no es menos fanática que la religiosa. ¿Y se llama libertad de
conciencia a que un hermano y una hermana sean arrojados a
una prisión en nombre de un principio que su conciencia había
rechazado? –¡Pero daban un ejemplo detestable!– Claro que sí,
porque podía suceder que otros descubrieran, gracias a ellos,
que el Estado no tiene que mezclarse en sus relaciones, ¿y qué
sería de la pureza de las costumbres? ¡Santidad divina!, gritan
los celosos defensores de la fe. ¡Virtud sagrada!, gritan los apóstoles de la moral.
Los que se mueven por intereses sagrados se parecen muy
poco. ¡Cuánto se diferencian los ortodoxos estrictos o los viejos creyentes de los combatientes por la verdad, la luz y el derecho, de los Filaletos, de los amigos de la luz, etc.! Y, sin embargo, nada esencial, fundamental, los separa. Si se ataca a tal o
cual de las viejas verdades tradicionales (el milagro, el derecho
divino), los más ilustrados aplauden y los viejos creyentes son
los únicos que se lamentan. Pero si se ataca a la verdad misma,
inmediatamente todos se vuelven creyentes o se nos vienen encima. Lo mismo ocurre con las cosas de la moral: los creyentes
son intolerantes, los cerebros ilustrados, se precian de ser más laxos; pero si a alguno se le ocurre tocar a la moral misma,
todos hacen inmediatamente causa común contra él. Verdad,
moral, derecho, son y deben permanecer sagrados. Lo que se
halla de censurable en el cristianismo, sólo puede haberse introducido en él equívocamente, y no es cristianismo, dicen los
más liberales; el cristianismo debe quedar por encima de toda
discusión, es la base inmutable que nadie puede conmover. El
herético contra la creencia pura no está ya expuesto, es cierto,
a la persecución de otros tiempos, pero ésta se ha vuelto contra
el herético que roza la moral pura