En el pasadizo subterráneo de la estación de metro de Banco de España, al pie de la plaza de Cibeles, en el corazón de Madrid, viven o languidecen hasta una docena de mendigos en unas condiciones de insalubridad pavorosas. Envueltos en cartones que los protegen de las corrientes de aire, yacentes sobre colchones repescados de algún vertedero, exhalan un olor pútrido en el que se entremezclan los miasmas de enfermedades indescifrables y los efluvios rancios de sus propios orines. A eso de las ocho de la mañana, cuando paso por allí, los veo remejerse somnolientos entre mantas costrosas y harapos, como restos de un naufragio que se han quedado arrumbados en una playa desierta; borroneados por las sombras, parecen apenas bosquejos de hombre, una hermandad de vidas arrugadas y apátridas que no figuran en ningún catastro, inquilinos de la soledad, sombras en tránsito hacia la nada. Los transeúntes que se aventuran por el pasadizo aprietan el paso, contienen la respiración, clavan la mirada cabizbajos en el suelo, para evitar que la visión dantesca les amargue el día; y, cuando por fin ascienden otra vez a la superficie, toman aire aliviados, como quien despierta de una pesadilla que a punto ha estado de devorarlos. Afuera, en la calle, el edificio de Correos que hoy hospeda la sede del Ayuntamiento se yergue como una orgullosa tarta de cumpleaños; hasta hace unos meses, de su fachada colgaban pancartas que proclamaban la candidatura olímpica, con su manita multicolor y soplapollas, orgullosas de entonar las loas de una ciudad que se pavoneaba ante el mundo, como una damisela con polisón, mientras bajo sus faldas se cobijaban aquellas vidas descatalogadas. Era una alegoría de la mentira en la que vivimos plácidamente instalados, una mentira que va dejando cadáveres en las cunetas como el excursionista jovial va dejando desperdicios a su paso, absorto en las delicias del paisaje.
Las pancartas de la manita multicolor y soplapollas desaparecieron como desaparecen las hojas de los árboles en otoño, mohínas y avergonzadas de su pasajero lustre, pero en el pasadizo subterráneo se quedaron los mendigos, ajenos a las vicisitudes olímpicas de la ciudad, como muebles descangallados que se dejan en una casa vacía cuando sus dueños, incapaces de encontrarles utilidad alguna, se mudan a otro barrio. Han sobrevivido al invierno como sobrevive la vegetación de la tundra, quietos y ateridos, aburujados en sus harapos, reblandecidos de humedades que llenan sus tripas de estalactitas y estalagmitas, contemplando el desfile de gentes premiosas y azaradas que discurre ante ellos. Gentes tal vez temerosas de que los mendigos las desvalijen o simplemente les arrojen al rostro su aliento fétido; gentes tal vez atareadas o que tal vez sólo finjan estarlo; gentes a quienes tal vez azuce la mala conciencia; gentes a quienes tal vez ofenda que los mendigos ni siquiera se dignen solicitarles una limosna; gentes que tal vez vean en esos mendigos una premonición del futuro que les aguarda, del futuro que quieren a toda costa exorcizar; un ir y venir de gentes que no se atreven ni siquiera a mirarlos, por miedo a compadecerse de ellos, o por un miedo aún más lacerante a compadecerse de sí mismas. Gentes en huida, como almas que lleva el diablo hacia no se sabe dónde; aunque, desde luego, el diablo sí lo sabe, porque siempre las lleva al mismo sitio.
Yo soy uno de esos que pasan ante los mendigos apretando el paso, conteniendo la respiración, contando los segundos que restan para alcanzar las escaleras que me conducirán a la superficie. Aquí, en la superficie, puedo compadecerme de los huerfanitos de Haití, puedo preocuparme de los estragos del cambio climático, puedo lloriquear pensando en las focas que son sacrificadas por cazadores sin escrúpulos, puedo –en fin– entregarme a las causas más solidarias, que son las que ocurren en los arrabales del atlas, en los desvanes de la estratosfera, en los hielos árticos, allá donde mis ojos no alcanzan y mi corazón no siente, o sólo siente de oídas. Aquí, en la superficie, puedo olvidar lo que mis ojos no quisieron alcanzar ni mi corazón sentir, mientras cruzaba el pasadizo; y puedo imaginar, colmado de euforia y optimismo, que tal vez con la primavera la fachada del Ayuntamiento vuelva a engalanarse de pancartas olímpicas, mientras abajo, allá donde se quedó sepultada mi humanidad, unas cuantas vidas descatalogadas se pudren lentamente, como paquetes sin destinatario en los sótanos de una oficina de correos.
Personalmente, De Prada nunca me ha inspirado gran simpatía. Más bien lo considero un fatuo meapilas al servicio de los intereses de la rancia Iglesia Católica. Pero, casualmente, esta semana he leído su artículo de opinión y aquí quería copiarlo, principalmente porque éste suele gozar de mucha menor difusión que su compañero de suplemento Pérez-Reverte.
Me parece especialmente interesante el último párrafo, donde pone en evidencia esa falsa solidaridad hacia dramas con los que no convivimos, y por los que somos capaces de soltar una lagrimita y donar veinte euros para sentirnos mejores personas.