Los nombres propios por su propia naturaleza designativa, tienen un único referente asociado, pero carecen de significado lingüísticamente construido (esto es diferente a que un nombre propio etimológicamente derivara de un nombre común con auténtico significado. Esta caracterización anterior, diferencia por tanto a los nombre propios de los nombres comunes. Los nombres propios tienen una referencia singular, mientras que los nombres comunes tienen una referencia colectiva, es decir, desginan a un conjunto de entidades (objetos, experiencias, acciones, etc.).
El nombre común hace posible la función designadora del lenguaje, pues permite la clasificación o segmentación de la realidad en conceptos designables. El concepto reúne en una clase lo que, siendo diverso y múltiple, tiene algo de común, un aspecto, una cualidad, una propiedad, que lo representa: el significado que, como palabra, remite a una representación mental, el concepto. De esta forma se transforman las experiencias únicas, irrepetibles y subjetivas en algo comunicable y por tanto con carácter de objetividad. Esa objetividad se logra mediante el significado en cuanto el otro pueda entender o comprender a través de la expresión lingüística el mismo contenido objetivo, es decir, el mismo concepto, y su referente sea el mismo objeto del mundo o la misma interpretación de las experiencias subjetivas.
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