Buenas! No soy dado a abrir threads, y menos aquí en el foro de WoW, pero ahí va. He encontrado este relato por casualidad en el foro de wow-europe y me ha enganchado de principio a fin. Su autor es Tigerpaw, del server Minahonda. Lo dejo en partes para hacer más cómoda su lectura.
Aquella fue la primera vez que abandoné los Reinos del Este para viajar a Kalimdor. Aún recuerdo esa sensación de hormigueo en el estómago cuando me encargaron aquel trabajo en las tierras baldías de Durotar. En principio, no era una tarea demasiado difícil: castigar a un hechicero trol llamado Zun’jaial lo suficientemente estúpido como para carbonizar a un allegado de alguien muy influyente en Lunargenta, y todo para escapar del pago de una deuda de juego irrisoria. Pero, ¿qué podemos esperar de seres tan primarios como orcos y trols? Es el mal que hemos de sufrir los elfos de sangre en nuestros días: una alianza con adoradores de la fuerza bruta, tan distintos a nosotros como los perros de los gatos, convencidos de que su tamaño les hace superiores a nuestra noble raza. Es por ello que no podemos pasar por alto ni la más leve afrenta. Es por ello que el hechicero Zun’jaial pagará con su insignificante vida.
Pero he olvidado presentarme. Al final, acabaré contagiado de la mala educación de nuestros salvajes aliados como si fuera una enfermedad. Mi nombre es Darion Na’Larien, y soy un asesino. No me siento especialmente orgulloso de mi trabajo, pero se me da bien y es altamente lucrativo. No penséis que soy un formidable espadachín o un maestro de las artes arcanas, nada más lejos de la verdad. La mayor virtud de un asesino es la paciencia, saber esperar el momento justo para dar el golpe mortal que traerá satisfacción y paz al corazón del que me contrata y una pesada bolsa de oro a mi cámara acorazada. Ninguna de mis víctimas supo nunca qué lo mató. Dejaron de existir en un segundo, sin dolor, sin sufrimiento. No siento nada cuando mato: no hay rencor, no hay odio. Es sólo un objetivo, nada más. Llego, mato y me voy, como una mortífera ráfaga de viento envenenado.
Como ya dije antes, era la primera vez que salía de los Reinos del Este. Mi gremio tiene miembros permanentemente destacados en Kalimdor, pero quien me contrató quería que fuese yo, personalmente, quien se hiciera cargo del trabajo. Al parecer, algún cliente satisfecho ha hecho buena propaganda de mí en los corrillos de las tabernas. La suma de dinero sobre la mesa disipó inmediatamente la pereza de afrontar el pesado viaje en dirigible, así que hice mi equipaje y me dirigí a la torre de vuelo de Entrañas. Mis avíos de viaje son ligeros: una armadura liviana, una espada y una daga que quedan perfectamente ocultas tras mi capa de viaje, algo de comida y mi bolsa de vacío: un pequeño saco sin abertura donde guardo las cabezas de mis objetivos, los trofeos que he de llevar como prueba de que el trabajo se ha cumplido. La bolsa de vacío sólo se abre en dos ocasiones: para recibir la cabeza cercenada y para entregarla al contratante. Es prácticamente imposible abrirla por medios naturales o mágicos, y sólo contados magos conocen el encantamiento adecuado para forzarla. A la vista de todos, no es más que una simple talega vacía que cuelga de la parte trasera de mi cinturón.
El viaje hacia Durotar fue tranquilo, si podemos llamar así a una mareante travesía de varios días a bordo de un dirigible tripulado por un grupo de goblins para los que la locura no es una enfermedad, sino su modo de vida. A veces me pregunto si estos pequeños seres de mirada maligna y voces estridentes, creadores de artefactos imposibles cuyo funcionamiento a veces deja mucho que desear, no están más cuerdos que nosotros, habiendo logrado mantenerse neutrales y lucrándose a cuenta de ambos bandos. Malditos monstruos verdes. En el fondo, me caen bien.
Al cuarto día de viaje, sobrevolamos las costas de Durotar, una sabana plagada de exótica fauna cuyo salvajismo puede ser contemplado en su máximo esplendor desde el aire. Arenas anaranjadas se funden con una vegetación tan alta que esconde peligros disfrazados de felinos casi invisibles y de reptiles que caminan erguidos como nosotros, capaces de destripar a su presa en un abrir y cerrar de ojos; manadas de gacelas que corren como si la mismísima Legión Ardiente las persiguiera; enjambres de gigantescos escorpiones que elevan sus ponzoñosos aguijones hacia los cielos, a la espera eterna de su presa y, por doquier, destacamentos de la Horda siempre alerta ante cualquier movimiento fuera de lo normal, tanto por parte de la Alianza como por parte de cualquier otro enemigo. En el horizonte, se adivina el imponente valle rodeado de altas piedras donde se levanta Orgrimmar, el baluarte orco más importante y mejor defendido de Kalimdor, la inexpugnable joya de la Horda. Es justo fuera de las murallas de la ciudad donde por fin piso tierra firme, dejando atrás los ecos de las desenfrenadas discusiones de los goblins y la brisa marina que me ha impregnado la piel durante los últimos cuatro días.
Mientras mis pasos me conducían a las transitadas puertas de Orgrimmar, mi nariz se impregnó de la mezcla de olores que la caracterizan: el hedor de las porquerizas que rodean el lugar se funde con el de las hogueras, la pólvora, el azufre, el asado y la cerveza, dando como resultado un bizarro aroma que, paradójicamente, hoy recuerdo con agrado. Afuera, justo delante de las murallas, duelistas miden sus fuerzas entre ellos apostando monedas de plata, ante la codiciosa mirada de unos espectadores sedientos de sangre y carne chamuscada. En la misma puerta de Orgrimmar, una desordenada fila de criaturas aguardaba, como cada día, pasar el control de la guardia de Thrall, que regula el paso de viajeros en la plaza. Taurens, trols, orcos, renegados… Entre ellos, mi menuda silueta destacaba como una mosca en la sopa. Delante de mí, un no-muerto me obsequiaba con una desdentada sonrisa que habría paralizado de terror a un alma menos acostumbrada a tratar con la muerte que la mía. Detrás de mí un tauren que me duplicaba en altura resoplaba por sus enormes fosas nasales con impaciencia. ¡Qué diferente era aquello a Lunargenta, donde los suelos brillan como espejos, las gentes visten con bordados de hilo de oro y el perfume de la magia arcana se huele en el aire!
—¡Saludos, elfo de sangre! —la ronca voz de un formidable guardia orco de ojos rojos como ascuas me sacó de mis pensamientos—. ¿Cuál es tu nombre y qué asuntos te traen por Orgrimmar?
—Mi nombre es Darion Na’Larien, y vengo por negocios. Mi señor, en Lunargenta, me ha enviado en busca de un proveedor de pieles —mentí—. La Plaga está corrompiendo a las bestias en el Este, y cada vez es más difícil encontrar buen cuero.
El oficial orco soltó una risotada y asintió con la cabeza.
—Esas son las noticias que traen los orcos que visitan vuestras tierras —dijo con su voz de trueno—. Encontrarás lo que buscas en Orgrimmar. Ahora extiende tu mano derecha.
El oficial mojó una especie de sello de caucho en un líquido rojizo e imprimió la insignia de la Horda en el dorso de mi mano. En un segundo, aquella marca estaba completamente seca y tenía aspecto de ser indeleble. Mi rostro tuvo que mostrar contrariedad, porque el oficial volvió a soltar una de sus estremecedoras carcajadas:
—¡No te preocupes, elfo de sangre! —rió—. ¡La marca desaparecerá en una o dos semanas! ¡Tranquilo, esa señal no afeará tu delicada piel!
Aquello tuvo que resultar tremendamente gracioso para el resto de los presentes, ya que orcos, trols y renegados rieron a mandíbula batiente —excepto uno de los no-muertos, cuya quijada había quedado olvidada en su tumba—. El único que permaneció en silencio, como si nada de aquello fuera con él, fue el tauren, al cual dediqué una última mirada antes de internarme en el túnel de entrada principal de Orgrimmar. Nunca me habían llamado la atención aquellos gigantescos seres astados de pesado caminar, mirada pacífica, sonoro respirar y místico aspecto. Aquel individuo era simplemente especial, y aunque no parecía más que una bestia erguida, era evidente que aquella masa de carne albergaba un espíritu más alto que el de muchos elfos.
Si las afueras de Orgrimmar eran pintorescas, más lo era el mestizaje del interior del baluarte. Las tropas orcas se mezclaban con mercachifles venidos de todos los rincones de Azeroth, que aullaban sus ofertas y demandas a voz en grito, orquestando una cacofonía que al principio se me antojó insoportable. Incluso distinguí a varios miembros de mi raza que al verme desaparecieron por las callejuelas adyacentes a la avenida principal. Encapuchado, y tratando en vano de pasar desapercibido en aquel maremagnum de criaturas vociferantes, me acerqué a un crío orco que no me llegaba siquiera a la altura de la cadera. Era increíble ver hasta qué punto eran capaces de crecer esos seres de piel verdosa. A tan tierna edad, ni siquiera los amenazadores colmillos que surgen de sus fauces cuando son adultos abultan sus labios. Sólo sus ojos rojizos son la profecía de los feroces combatientes que serán en unos pocos años.
—¡Eh, chico! —le llamé en idioma orco, echando hacia atrás mi capucha para no intimidarle—. ¿Sabes dónde queda la taberna más cercana?
El pequeñajo me miró con sus ojillos taimados y asintió con la cabeza casi violentamente. Su voz, a pesar de su corta edad, era más ronca que la mía:
—La taberna de Gryshka está un poco más arriba, frente al banco.
Sonreí al pequeño orco y le lancé una moneda de plata que fue atrapada al vuelo.
—Gracias.
Las tabernas y posadas son la mejor fuente de información para el forastero. Parroquianos con las lenguas desatadas por el alcohol dispuestos a ilustrar a los desconocidos a cambio de unas monedas, de una jarra de maloliente vino o incluso simplemente de una oreja dispuesta a escuchar un episodio de sus patéticas vidas. La taberna de Gryshka no era diferente a las demás, aunque esta era la primera cantina orca que visitaba en mi vida, muy diferente de las exquisitas bodegas de Lunargenta e incluso de las sorprendentemente refinadas posadas de los subterráneos de Entrañas. Dentro de la taberna, una hembra orca, que debía ser una belleza para sus congéneres a tenor de los cumplidos que recibía, atendía las mesas sirviendo jarras de vino y platos de humeante carne de venado. Detrás del mostrador otro orco, este macho, servía bebidas a la clientela entre risas y gritos. Gryshka me miró de reojo durante un segundo, como si mi presencia allí la incomodara, y me señaló una pequeña mesa junto a la pared. Una mesa con sólo dos sillas, en la esquina más alejada (como si quisiera ocultarme del resto de sus sedientos clientes), que a mí me pareció perfecta.
Como es costumbre en mí, me senté con la espalda apoyada en la pared, con una buena línea de visión dominando la puerta. Al estar siempre solo, prefiero que un muro me proteja la espalda. Desde mi oscuro rincón, eché un vistazo a las mesas colindantes. Todas estaban desocupadas, a excepción de la más próxima a la mía, en la cual un tauren de mirada triste contemplaba cabizbajo su jarra de vino. Era casi tan alto como el que había visto en la cola de entrada a Orgrimmar, pero este parecía haber salido baqueteado de mil batallas, una sombra de lo que un orgulloso tauren pretende ser en la vida, en esa infinita comunión con la Naturaleza con la que nacen, crecen y vuelven a ella. La única muestra de vida que daba aquel ser era un leve movimiento de las aletas de su nariz, prueba de que no era la obra gigantesca de un taxidermista loco. De repente, por el rabillo del ojo, vi la diminuta silueta de la cría de orco que me había indicado la taberna. El pequeñajo entraba ahora en el establecimiento acompañado de dos orcos más y un larguirucho trol de piel azulada y pelambrera anaranjada como hilo de cobre. Aunque éstos eran mayores y más corpulentos que el pequeño orco, no dejaban de ser unos niños. El cuarteto me rodeó con ojos cargados de curiosidad, hecho que me incomodó sobremanera. Por lo visto, mis intentos por pasar desapercibido en Orgrimmar iban a ser tirados por tierra por una panda de mozalbetes. Por fin, el más alto de ellos habló con su voz de barítono:
—Frakh dice que eres un elfo de sangre…
—Así es —dije con voz tranquila.
—¿Es verdad que vivís en una ciudad rodeada por muertos que caminan? —preguntó el otro cachorro orco, con sus ojos muy abiertos.
—Es verdad, pero los tenemos bajo control —respondí, hasta el momento divertido por la curiosidad de los pequeños. Sean de la raza que sean, los niños son parecidos en todas partes—. Los elfos de sangre sabemos cómo defender nuestras ciudades.
—Pareces una mujer, colega —farfulló el trol, luchando por vocalizar a través de los enormes colmillos que sobresalían a ambos extremos de su bocaza—. ¡Y tienes las cejas más largas que las orejas!
Aquel engendro emitió una serie de estertores que interpreté como una risa.
—Mi padre es capitán del ejército de Thrall —dijo el orco más alto, quizá el mayor de los cuatro—. Mi padre dice que la piel de los elfos de sangre es débil como el pergamino, y que tuvieron que pedir protección a los orcos porque no son capaces de defenderse solos…
—¿Por qué no dejáis al elfo en paz? —preguntó una voz profunda procedente de la mesa de al lado.
La atención de los cuatro chavales se centró entonces en el meditabundo tauren que sujetaba la jarra de vino con sus manazas. El trol brincó junto a él e intentó sacudirle el hombro, aunque debido a lo inmenso de su tamaño, aquello fue como intentar mover una pared:
—¡Mirad, colegas, Gamon el borracho sale en defensa del débil elfo!
Los niños comenzaron a entonar una cantinela alrededor del impasible tauren, atreviéndose incluso a propinarle algún que otro golpe en su inmensa testuz.
—¡Borracho! ¡Cobarde! ¡Borracho! ¡Cobarde!
El trol, más agresivo que el resto de sus amigos, lanzó un repugnante salivazo a la cara del tauren, que lo recibió estoicamente con los ojos cerrados. Aquello estaba a punto de sacarme de mis casillas, pero no podía protagonizar un escándalo nada más pisar Orgrimmar enfrentándome con cuatro cachorros impertinentes que ya a tan corta edad eran presa de su innata violencia. Justo cuando creía que estaba a punto de estallar, una figura verde se plantó de un salto entre el tauren y los chicos, lanzando un escalofriante rugido mientras agarraba al trol por su hirsuta mata de pelo.
—¡Os he dicho mil veces que no quiero veros por mi taberna molestando a mi clientela! —aulló Gryshka sacudiendo enérgicamente la cabeza del trol como si se hubiera propuesto que las pocas ideas que éste guardaba en su cerebro le salieran disparadas por las orejas. La criatura azulada babeaba y manoteaba como si lo estuvieran matando—. ¡Largaos de aquí o acabaréis siendo el plato del día!
La orca liberó por fin al pequeño trol, que se alejó dando volteretas y mascullando ruindades, detrás de los demás gamberros que huían en desbandada de las iras de la tabernera. Una vez éstos desaparecieron de la vista, Gryshka se dirigió a mí:
—¿Qué vas a tomar, elfo de sangre?
—Una jarra de aguamiel —pedí, consciente de que todas las miradas de la taberna se centraban ahora en mi persona.
—Aguamiel —silabeó Gryshka en tono mecánico, para volverse seguidamente a Gamon—. ¡Y tú, a ver si la próxima vez cierras el pico! —yo no podía dar crédito a lo que veían mis ojos. La propia tabernera recriminando al pacífico tauren únicamente por haber pedido a los chavales que me dejaran en paz—. ¡Deberías estar agradecido de que te deje venir a mi casa a ahogar tus penas en vino! ¿Y cómo me lo pagas? ¡Creándome problemas!
Tras soltar por su boca aquella perorata digna de ser elegida la injusticia del año, la tabernera se dirigió a la barra contoneando sus poderosas curvas entre murmullos de aprobación por parte de los parroquianos. Intenté cruzar una mirada con Gamon, pero éste continuaba concentrado en su jarra de vino, como si dentro de ella pudiera ver algo que los demás éramos incapaces de apreciar. Nunca me he considerado un elfo compasivo, pero la visión de aquella triste mole inclinada sobre un vaso de alcohol me hizo sentir una profunda lástima. Pero mis problemas aquella mañana no habían acabado aún.
Dos trols, estos adultos y visiblemente ebrios, abandonaron la mesa donde habían degustado varias jarras de algo tan fuerte que podía olerse desde mi asiento y se dirigieron a donde estaba Gamon, ocupando sendas sillas vacías al lado del tauren, que ante la presencia de los recién llegados hundió su mirada aún más, si cabe, en su bebida. El más alto de los dos, un ejemplar escuálido como un no-muerto y con una nariz similar al pico de un arakkoa, giró con su repugnante mano la cabeza del tauren, forzándolo a que le mirara a la cara. El prólogo de una nueva humillación se escribía en el aire:
—Saludos, druida al que la Naturaleza dio la espalda —cacareó el trol—. Por tu culpa han reñido al hijo de mi primo, y eso no está bien, no, no…
—Lo siento —murmuró el tauren, mientras veía por el rabillo del ojo cómo el segundo trol dejaba caer una espesa baba en su jarra de vino. No me cabía en la cabeza cómo alguien tan corpulento y fuerte como Gamon no entrechocaba las cabezas de ambos trols cascándolas como si fueran huevos de gallina.
—Bébete esto, colega —dijo el otro trol empujando la jarra mancillada con sus gruesos dedos—. Ahora tiene un toque trol especial…
—¡Ya basta! —exclamé, sin ser consciente de que había pronunciado las palabras demasiado alto, convirtiéndome definitivamente en el protagonista de aquel esperpéntico sainete tabernario—. ¡Dejad en paz al tauren! ¡No os ha hecho mal alguno!
La atención de los dos trols borrachos se centró ahora en mí. En un movimiento tan sigiloso que nadie pudo apreciarlo, abrí un poco mi capa y acaricié las empuñaduras de mis armas. Sabía que en breves instantes me vería obligado a utilizarlas, lo que acarrearía si no el fracaso de mi misión, sí un serio impedimento para su cumplimiento.
—¡Pero qué tenemos aquí! —dijo el trol delgaducho soltando la cara de Gamon—. ¡Un defensor de los más débiles! ¡Pues él mismo parece demasiado enclenque como para defenderse a sí mismo!
El trol que había escupido en el vino de Gamon se giró hacia mí:
—¡Quizá es la primera vez que se la juega con un trol, Zi’arjh! —canturreó en ese tono falsamente amistoso que usan los camorristas antes de propinarte una paliza—. ¡Podrías enseñarle alguno de los trucos que sabes hacer con tus manos! ¡Tuéstalo un poquito, colega!
Antes de que el llamado Zi’arjh abriera aquella boca de colmillos amarillentos, yo extendí mi mano hacia él y musité unas palabras secretas en thalassiano. Una oleada invisible de energía surgió de las entrañas del trol, llenándome de una fuerza embriagadora. Antes de que el mago pudiera pronunciar su conjuro, lancé un torrente arcano que hizo enmudecer el espacio que nos rodeaba. Los labios del trol se movieron sin emitir sonido alguno. Lo siguiente que el hechicero sintió fue una patada en el pecho que lo lanzó hacia atrás y le hizo caer sobre unos orcos que conversaban en una mesa cercana, todo lo tranquilamente que unos miembros de esa raza pueden conversar. A mi izquierda, el trol escupidor intentaba desenfundar un arma, pero el filo de la hoja de mi daga en el tendón de su muñeca se lo impidió. Mi espada, emanando el brillo mágico del encantamiento con el que estaba imbuida, reposaba su punta sobre la garganta del mago. Quizá fue esto lo que le salvó de las iras de los orcos y del resto de los parroquianos, que ahora me observaban en silencio y con un nuevo respeto. Y ahí me encontraba yo, que había venido a Orgrimmar a pasar desapercibido, en pie y apuntando con mis armas a dos pendencieros de taberna por haber salido en defensa del borracho local, que contemplaba la escena impasible, con sus ojos de toro.
—¡Marchaos! —ordené a los trols en voz baja—. Si vuelvo a veros, aunque sea por casualidad, os daré una muerte tan lenta que me suplicaréis de rodillas que acabe con vosotros de una vez. ¡Marchaos!
Los dos trols abandonaron la taberna como versiones más grandes de los chavales que unos minutos antes habían escapado de la furia de Gryshka, la cual llegaba hasta mí con la jarra de aguamiel en la mano. Por la posición en que la sujetaba, intuí que había decidido no servírmela.
—Se ve que eres portador de problemas, elfo de sangre —dijo la tabernera mirándome con cara de pocos amigos—. Te agradecería que calmaras tu sed en otra taberna, así que… ¡fuera!
Lejos de discutir con ella y empeorar aún más las cosas, envainé mis armas, cubrí mi cabeza con la capucha y abandoné la taberna de Gryshka, maldiciéndome a mí mismo por haberme dejado arrastrar por un sentimiento tan estúpido como la compasión. Seguramente, aquel tauren llevaba sufriendo humillaciones similares desde hacía años, y así seguiría ocurriendo cuando yo no estuviera presente. No había solucionado su problema. Me había limitado a acabar con una de las diez mil abejas que formaban el enjambre que le acosaba, y ahora yo me había convertido en la nueva comidilla de Orgrimmar. Aplausos, estimado público: soy un gran profesional…
Es una suerte que Orgrimmar sea tan grande y populosa. Dos días después, nadie parecía acordarse del incidente ocurrido en la taberna de Gryshka, y pude llevar a cabo ciertas averiguaciones, aunque por desgracia no demasiado fructíferas. Conseguí alojamiento en una posada de mala muerte en una transversal de la Calle Mayor, un cuchitril tomado por una legión de cucarachas del tamaño de un kodo. Allí contacté con algunos soplones que intentaron averiguar algo sobre el hechicero Zun’jaial a cambio de unas monedas, pero o bien no conseguían información, o bien no se atrevían a facilitármela. No podía permitirme un fallo en un historial limpio de fracasos. La reputación de un asesino depende de ello. Una víctima que escapa eclipsa a cien que hayan caído bajo tu daga, y yo tenía fama de ser el mejor de Lunargenta.
—¡Eh, elfo!
El dueño de un profundo vozarrón me había llamado desde un portal tan oscuro como la cueva de un ogro. Desconfiado, me dirigí a la negrura con las armas listas para abandonar sus fundas a la menor sospecha de trampa. En la oscuridad, muy por encima de mi cabeza, brillaron dos ojos que reconocí al instante.
—¿Gamon?
El tauren asintió con la cabeza y me hizo una seña para que le siguiera. Le acompañé en la ascensión de unas escaleras medio destrozadas hasta que entramos en una habitación ridículamente pequeña para el voluminoso tamaño del tauren. Un desgastado jergón en el suelo, una vela tan torcida como los pensamientos de un nigromante y un banco de madera apolillada era todo el mobiliario de la diminuta mansión de Gamon. Las paredes tenían un indescriptible color gris ceniza. Todo realmente era gris ceniza, como si la misma habitación estuviera muerta.
—Estás buscando a un mago trol llamado Zun’jaial —nunca supe si me lo preguntó o si estaba haciendo una afirmación, pero yo me quedé con la segunda opción.
—Así es. ¿Cómo lo sabes?
El tauren se encogió de hombros.
—Seguramente paso demasiado tiempo bebiendo en la taberna y deambulando por las calles.
No pude evitar soltar una risita ante ese comentario.
—Gracias por defenderme el otro día —prosiguió con su serena y profunda voz. Era evidente que al menos, en aquel momento, Gamon estaba sobrio—. No estoy acostumbrado a que nadie de la cara por mí, y menos aún un desconocido.
—No tiene la menor importancia.
—Sí la tiene —me rectificó él—. El rumor de que un elfo de sangre vapuleó a Zi’Arjh y a su guardaespaldas Xan’fist llegó a oídos de Zun’jaial antes de que pudieras iniciar tu investigación. Algo debe temer el mago, pues se marchó de Orgrimmar ayer por la noche, rumbo al sur. Lo que tengas con él no es asunto mío, pero me disgustan los trols y tú me ayudaste, así que pongo esta información a tu disposición.
Tanto Gamon como yo guardamos silencio durante unos momentos, con nuestras miradas enfrentadas en una especie de pacífico duelo. En el aura de Gamon se adivinaba la sombra de lo que aquel misterioso tauren había sido tiempo atrás, y en su rostro surcado de arrugas y su pelaje desaliñado se constataba en lo que se había convertido finalmente. Fui yo quien rompió el silencio que se había adueñado del cubil del tauren:
—¿Tienes idea de hacia dónde se ha dirigido?
—Es posible que al campamento Sen’Jin —dijo Gamon—. Está a dos días de camino de aquí. No creo que haya tomado la carretera que va hacia el oeste, a Los Baldíos: Zun’jaial, aunque poderoso, es un trol cobarde, y últimamente hay problemas con los centauros en el Cruce, e incluso mesnadas de la Alianza atacan los puestos avanzados —el tauren negó con la cabeza—. Es más que improbable que el mago haya encaminado sus pasos hacia allí.
Si aquello era así, debía ir tras él inmediatamente, preferentemente alejado de los caminos y huyendo de ojos indiscretos. Ya había cometido un error en esta misión, y no podía permitirme un segundo. Entonces se me ocurrió que la ayuda de un guía local me vendría de perlas, y quien mejor que un noble tauren venido a menos y con problemas con el alcohol para ocupar el puesto:
—Gamon, ¿tú conoces bien el camino hacia Sen’Jin?
El tauren parpadeó tres veces, como si le acabaran de echar una jarra de agua helada a la cara.
—¿Me estás sugiriendo que te acompañe a Sen’Jin?
—Claro —respondí—. Te pagaré por ello.
Gamon pareció dudar.
—Pero yo sólo soy un tauren acabado —gruñó—. Sería una molestia más que una ayuda. Ya no valgo para pelear, ni para cazar…
—Conoces Durotar —le interrumpí—. Serás capaz de llevarme por caminos alternativos a la carretera principal, y eso para mí es la mejor de las ayudas. Si se presentan dificultades, confía en mi espada —el tauren agachó la cabeza, como si estuviera rumiando si acompañarme o no—. ¡Venga, Gamon, necesito tu ayuda!
Aquellas últimas palabras quizá tuvieron más magia que muchos sortilegios arcanos, e hicieron que el brillo de los ojos del tauren se hiciera algo más intenso. Exhalando el aire violentamente por sus fosas nasales en un bufido que habría desplumado a una lechubestia, Gamon asintió.
—Si me necesitas, cuenta conmigo.
Gamon pareció cambiar en cuanto abandonó las murallas de Orgrimmar. Caminaba más erguido y su enorme cabeza cornuda se alzaba en el aire, venteando la brisa del desierto en una pose de orgullo racial digna de su raza. Enseguida dejamos a la izquierda el camino transitado por caravanas de viajeros y mercaderes y nos internamos en las desérticas tierras rocosas rumbo a Cerrotajo. El tauren incluso se había vuelto más locuaz, y me ilustraba acerca de la flora y fauna de Durotar. El viaje hasta Cerrotajo fue tranquilo y sin contratiempos, con la única presencia de algún que otro jabalí que se ocultó tímidamente a nuestro paso y un par de escorpiones que decidieron que no éramos su plato favorito. A la llegada al poblado, un centinela orco nos advirtió de cierta actividad de jabaespines en las cercanías del pequeño baluarte, por lo que nos disuadió de pasar la noche fuera de la empalizada de Cerrotajo. Al final, decidimos alquilar una estancia en la posada local, sin pasar por el comedor para evitar miradas curiosas y problemas con los pendencieros. Subimos directamente a la habitación, que curiosamente disponía de camastros especialmente construidos para soportar el peso y el tamaño de un tauren. Gamon se recostó sobre el blando colchón de lana y sus belfos dibujaron algo parecido a una sonrisa.
—¡Hacía años que no probaba una cama de verdad!
Sus ojos se rasgaron en una sonrisa que me hizo ver a Gamon cuando sólo era una cría de tauren, jugando en el prado con sus amigos y soñando en llegar a ser un poderoso guerrero, un astuto cazador o un místico…
…druida.
Sentado en mi jergón, me atreví a formularle a Gamon una pregunta que me rondaba la cabeza desde que tuve el enfrentamiento en la taberna de Gryshka con Zi’Arjh y su compañero:
—Gamon, uno de los trols de la cantina mencionó que una vez fuiste un druida, pero que la Naturaleza te dio la espalda —los ojos del tauren se giraron hacia mí como si hubiesen temido la pregunta incluso desde antes de que ésta fuera pronunciada—. ¿Es eso cierto?
Gamon miró al techo, con ambas manos en su nuca, como si en él pudiera contemplar imágenes que yo no podía ver. Por un momento, pensé que iba a ignorar mi pregunta, pero por fin, la voz ronca del tauren quebró el incómodo silencio que había inundado la habitación:
—No sé si los espíritus de la Naturaleza me dieron la espalda a mí, o fui yo mismo quien se la dio a ellos —dijo en un tono cargado de pesar—. Fue hace muchos, muchos años. Tuve una esposa, una hermosa hembra tauren, la más bella de la Cima del Trueno, de pelaje corto y blanco, y unos ojos tan brillantes como gemas arcanas. Ella me enseñó todo lo que sé de hierbas y plantas…
La expresión de Gamon se había vuelto soñadora, y su mirada seguía clavada en el techo de la posada, pero ahora yo también era capaz de visualizar lo que él veía.
—Mi amada Valana me dio el mejor regalo que me podía ofrecer —prosiguió—: un hijo sano y fuerte, un premio de la Madre Tierra. Le llamamos Takkar. Había heredado los mismos ojos de su madre y una curiosidad sin límite. Una curiosidad que acabó con él.
»Un día, mientras yo luchaba contra las arpías en las fronteras de Mulgore, Valana se llevó a Takkar con ella a recoger plantas medicinales al sur de la Cima del Trueno. No se había alejado demasiado de la ciudad y no estaba en un territorio peligroso, pero mi esposa subió a una pequeña colina para recoger una rara hierba y descuidó durante unos instantes a Takkar. Cuando Valana giró su cabeza, ya no vio a nuestro hijo. Tuvo que sufrir un auténtico calvario mientras lo buscaba desesperada por el prado, hasta que finalmente encontró su cuerpo sin vida en el fondo de un pozo…
No había emoción en el relato de Gamon, como si sus sentimientos estuvieran protegidos por una corteza tan dura como la piel de Onyxia. El fuego del sufrimiento había cauterizado la herida en el alma de aquel noble tauren, que sin dejar de mirar al techo, prosiguió su relato:
—Cuando volví de la frontera, Valana, llorando, desolada y desconsolada, me comunicó el accidente que había costado la vida a nuestro más preciado bien. Su rostro estaba consumido por la pena y la desesperación, y no hacía más que culparse por lo que había sucedido. Lejos de consolarla, la maldije e hice leña del árbol caído. Lancé sobre ella la pesada losa de la culpa, elfo, y esa losa fue aplastándola poco a poco. Dejé que la belleza de Valana se marchitase, hasta que poco tiempo después, tras unos meses de una agonía que parecía no tener fin, abandonó la tierra para unirse a Takkar en el mundo de los espíritus.
»Nunca pude perdonarme lo que hice. Maldije a los espíritus, maldije a la vida, maldije a mi pueblo y me maldije a mí mismo. Abandoné a los míos y vagué por el mundo como un espectro, purgando con mi sufrimiento todo el daño que le hice a mi esposa, y dejando que el dolor que la pérdida de Takkar mortificara mi corazón. Desde que abandoné la Cima del Trueno para convertirme en un vagabundo, ninguno de mis poderes druídicos volvió a funcionar jamás. Yo, que gozaba del don del oso y la pantera, me convertí en un desgraciado que ahogaba sus penas en vino barato y desemboqué en Orgrimmar, donde día a día pago con mi dignidad la afrenta que le hice a Valana y al Mundo.
Desde mi cama, pude ver cómo una lágrima solitaria resbalaba por el pelaje del rostro de Gamon. Aunque lo intenté, no encontré palabras de consuelo para él. Simplemente me limité a ser un mudo espectador de su dolor.
No sé por qué os extrañáis. No soy más que un asesino.
—¿Hola? —dijo una voz femenina de timbre musical muy diferente a las de las orcas de Durotar—. Creí que no ibas a despertar nunca.
Había otro detalle importante en aquella voz: hablaba en thalassiano.
—Espera, no vayas a levantarte todavía —dijo la joven impidiéndomelo con una ligera presión de su cálida mano sobre mi hombro—. Necesitas descansar un poco más. Ni siquiera me explico cómo sigues aún con vida…
Me incorporé un poco en la cama y miré debajo de las sábanas con mis ojos aún entrecerrados. Una quemadura del tamaño de una rodela decoraba ahora mi pecho. Cuando mis ojos se acostumbraron a la tenue luz, descubrí que la dueña de la voz era una hermosa elfa de sangre, aunque la habitación donde me encontraba distaba mucho de ser una de las exquisitas estancias de Lunargenta.
—¿Dónde estoy?
—Estás en Cerrotajo —respondió la joven—. Mi nombre es Silania, soy de Lunargenta y me dedico a la joyería. Llevo semanas sin ver a un compatriota, y cuando aquel tauren te trajo herido al puesto de socorro del baluarte, no me sentí con fuerzas para dejarte al cuidado de estos… —la chica pareció buscar una palabra en su cabeza, pero en vez de salvajes o monstruos prefirió llamarlos por su nombre— orcos.
—Te lo agradezco mucho —logré decir mientras revisaba el resto de mi anatomía, celebrando en silencio que todo estaba en su sitio—. ¿Dices que me trajo aquí un tauren?
—Recibiste una descarga de energía en pleno pecho —dijo Silania—. El tauren dijo que te encontró tirado en el suelo y que te aplicó un emplaste de hierbas, aunque creo que se echó a sí mismo el mérito de la cura. Alguien más tuvo que asistirte. Esa herida y las costillas rotas sólo pudieron haber sido sanadas por un sacerdote o un druida…
La cabeza me dolía aún como si los ogros la hubieran usado para aporrear sus tambores de guerra. Busqué a mi alrededor y encontré mi armadura, mi capa con los puñales envenenados ocultos en ella y mi cinto con la espada y la daga colgando. Enseguida eché de menos la bolsa de vacío. No estaba allí. Y por supuesto, incluso habiendo acabado con Zun’jaial, iba a tener que regresar a los Reinos del Este sin la prueba de la ejecución.
—¿Y el tauren?
—Se marchó ayer, pero dejó algo para ti —la joven elfa introdujo la mano en su bolsillo y me tendió una llave de intrincado diseño sujeta a una placa con un número grabado en ella—. Es de una cámara de seguridad de la posada de Cerrotajo. El tauren me dijo que había dejado allí algo para ti.
Le di las gracias de nuevo a Silania y, desoyendo sus regaños, comencé a vestirme. Cojeé como pude hasta llegar a la puerta del puesto de socorro, donde el orco que hacía las funciones de curandero local me echó un vistazo por encima y me comunicó que había sustraído de mi bolsa diez monedas de oro en concepto de gastos de hospitalización. Dando por bueno el abusivo precio, me dirigí a la posada, seguido por Silania, que no había cejado en su empeño de encamarme una vez más. Cuando le pregunté al dueño por la caja de seguridad, me señaló con el dedo a un pequeño goblin que me hizo señas para que lo siguiera a través de unas escaleras que descendían a un lóbrego sótano. Allí, cientos de cajas de sólido metal formaban la pared del fondo:
—Aunque no es asunto mío lo que ese tauren guardó en la cámara, debe ser algo muy importante —dijo el goblin con voz chillona—. Alquilar una caja de seguridad no es barato, y el pobre desgraciado tuvo que regatear durante horas con mi jefe para que le rebajara la cifra hasta las ocho monedas de oro que llevaba encima… y mi jefe aceptó, ¡lo que es toda una proeza por parte del tauren, sí señor!
—¿Sabes lo que dejó en la caja?
El goblin negó con la cabeza.
—¡La discreción es nuestro lema, señor cejilargo! ¡Una vez damos la llave a nuestros clientes, estos son libres de meter cualquier cosa en nuestras cajas! Déjeme ver… la suya es esa de ahí —dijo el goblin—. La ciento veintitrés.
A pesar del lema, el goblin no hizo amago de irse, y permaneció mostrándome su sonrisa demencial hasta que le amenacé con meterlo a él en la caja si no se largaba. Una vez solo, giré la llave del compartimiento, sacando cuidadosamente lo que Gamon había dejado para mí.
Era la bolsa de vacío. Ahora era imposible abrirla, pero por el tacto, noté las facciones aguileñas de Zun’jaial a través del tejido abisal con el que estaba confeccionada. Un nuevo misterio se abría ante mí: ¿cómo había logrado Gamon abrir la bolsa de vacío? ¡Muy pocos en Azeroth eran capaces de hacerlo! Escondiendo el trofeo bajo mi capa, salí del sótano y devolví las llaves al goblin, que seguía esbozando su eterna sonrisa repleta de dientes. Detrás de él, Silania se apoyaba en el quicio de la puerta, con esa gracia y sensualidad que sólo las elfas de sangre pueden desprender.
—¿Has recogido lo que te dejó el tauren?
—Sí —respondí—. Al final no era nada demasiado importante —mentí—. ¿Hacia dónde te diriges? —pregunté, cambiando de tema.
—Ya adquirí las gemas que necesitaba en el Cruce, así que me dirijo de vuelta a Lunargenta —la joven hizo una pausa—. Sólo me entretuve para cuidarte, y mira cómo me lo pagas: saltándote el reposo… no sé para qué me tomé tantas molestias.
Nuestras miradas se cruzaron durante unos instantes, y no pude evitar la risa.
—De acuerdo, de acuerdo —claudiqué—. Pasaremos esta noche aquí y si me lo permites, será un honor para mí acompañarte en el viaje de vuelta a Lunargenta… si tú quieres, claro.
Silania sonrió con picardía, y de repente mi corazón comenzó a latir un poco más deprisa, como si estuviera a punto de dar el golpe final a una de mis víctimas.
—Prométeme que descansarás esta noche.
—Prometido.
—Pues tomemos una habitación en la posada —dijo encaminando sus pasos hacia el mostrador y girándose de repente para encararse a mí—. ¡Con dos camas! —puntualizó con el ceño fruncido—. No sé por qué, pero ahora que te veo consciente, me das más miedo que cuando delirabas en el hospital…
Y ambos nos echamos a reír una vez más.
A la mañana siguiente, tomamos el camino hacia Orgrimmar, pero no por la carretera principal. Mi intención, aparte de mostrarle los senderos que Gamon me había enseñado días atrás, era encontrar el rastro de mi amigo tauren. Tenía que pagarle el último y gran favor que me había hecho. No me fue difícil encontrar el rastro. Huellas profundas de pezuñas en la arena revelaban como escrito a fuego el camino que el noble tauren había tomado. Esta labor de rastreo la llevé a espaldas de Silania, que no paraba de comentar la belleza del paisaje y de hablar de gentes y lugares de Lunargenta que pronto tendríamos la ocasión de ver juntos. De repente, descubrí algo en el rastro de Gamon que, a pesar de ser sorprendente, no me cogió del todo por sorpresa. Sin poder evitarlo, me detuve ante las huellas:
—¿Por qué sonríes así? —me preguntó Silania con mirada interrogadora.
—Sólo quería darte las gracias por tus cuidados —no tuve más remedio que mentirle una vez más a mi adorable compañera de viaje—. Nadie se había portado conmigo como tú lo has hecho estos días.
—Pero… ¿estás llorando?
Sólo pude asentir con la cabeza, para después agacharla y poder contemplar por última vez el peculiar rastro que había dejado Gamon en la tierra de Durotar. Las señales de pezuñas parecían detenerse en seco, para dar paso súbitamente a las inconfundibles huellas de un poderoso felino que se alejaba hacia el oeste a la carrera, rumbo a Los Baldíos, o quizás hacia algún lugar más lejano, como podían ser las praderas de Mulgore.
—¿Recuerdas que te dije que quería pasar por Orgrimmar antes de tomar el dirigible hacia los Reinos? —le pregunté a Silania.
—Sí, lo recuerdo. Tenías un asunto pendiente allí, ¿no?
—Pues creo que ese asunto está resuelto —dije, secándome la última lágrima que me convertía en la vergüenza del gremio de asesinos—. Es más, creo que cuando llegue a Lunargenta, voy a tomarme una buena temporada de descanso… creo que me lo merezco.
—¡Claro que lo necesitas, después del asalto que sufriste! —dijo Silania, reanudando la marcha—. Sigamos caminando. Si aceleramos un poco el ritmo, llegaremos a tiempo para el zeppelín de la noche.
Y así proseguimos el camino, charlando animadamente, bajo el sol de Durotar.
Aquella misma noche tomamos el dirigible que nos llevaría de vuelta a casa. Silania se quedó dormida en la cubierta nada más llegar, y yo la tapé cuidadosamente con una manta para que el frío de la noche no la tocara. Respirando profundas bocanadas de aire nocturno, dirigí una última mirada a la noche de Kalimdor. Una noche estrellada que en estos momentos estaría cubriendo con su manto a un espíritu ahora libre, en armonía con la Naturaleza, que correría a la velocidad de una pantera rumbo a la Cima del Trueno. Un espíritu que encontrándose a sí mismo había hecho que yo también descubriera aspectos de mi propio ser que yo desconocía.
—Adiós, amigo Gamon —susurré a la brisa nocturna, que fue la única que escuchó mis palabras—. Adiós, amigo, y que los espíritus te bendigan.
Aunque os parezca largo en un principio, engancha en cuanto lees dos párrafos xD Saludos!