No sé cuándo ocurrió, pero ocurrió. Hubo un momento, no demasiado lejano, en el que las derrotas y los fracasos, por menores que estos fuesen, comenzaron a convertirse en algo cada vez más inhabitual en Real Madrid y FC Barcelona. No es que históricamente los dos gigantes del fútbol español hubieran sido asiduos al fiasco y a los sinsabores, más bien al contrario, pero la sensación era otra bien distinta de la actual. Cualquier equipo podía derrotar a cualquiera de los dos colosos. Cualquier campo ajeno podía llegar a convertirse en maldito. Nadie ganaba ligas perdiendo menos del quince por ciento de los puntos en juego y, sobre todo, jamás había un abismo insalvable entre los dos primeros clasificados y el resto de equipos como el que existe en la actualidad. Existía incertidumbre prácticamente en cada partido. La competición liguera estaba viva y demandaba una exigencia casi constante a aquel que quisiera optar a ser campeón del torneo. Hoy ese escenario ya no existe. Las circunstancias actuales del fútbol español han desnaturalizado de tal manera la derrota de los dos grandes que cada vez que se produce algún tropiezo de estos un cataclismo parece sacudir sus respectivos entornos. Como si en su naturaleza no tuviese cabida la derrota, variable tan asociada a la competición y al deporte que resulta casi insultante semejante menosprecio.
Hace tiempo que tanto Real Madrid como FC Barcelona convirtieron lo extraordinario en norma. Las abismales diferencias presupuestarias con el resto de equipos del campeonato nacional otorgaron a ambos clubes una superioridad abrumadora sobre unos competidores que, al mismo tiempo, veían como sus plantillas se debilitaban año tras año para fortalecer aún más a los colosos. Ganar se puso muy barato. Arrasar semana tras semana pasó a ser una cosa no sólo asumible, sino exigible. La Liga pasó a ser una cosa de dos. Exclusivamente de dos. Así era como se había decidido montar el tenderete.
Enfrentarse a equipos que antaño hubiesen exigido redoblar esfuerzos para obtener algo positivo ante ellos pasó a convertirse en un compromiso rutinario, en una tarea sencilla que apenas requería de un 40% del potencial real de madridistas y culés. La consecuencia inmediata fue clara: los dos gigantes empezaron a coleccionar goleadas a favor con una prodigalidad pasmosa. Y todo con un rendimiento funcionarial, sin forzar la máquina, cumpliendo el expediente en espera de mayores empresas.
Madrid y Barcelona se suavizaron, relajaron sus costumbres. Disfrutaron de caminar descalzos sobre la fina arena templada de la mejor playa caribeña, porque las exigencias reales eran mínimas, casi inexistentes. La tensión se alivió hasta mínimos inconcebibles porque la competición local, salvo casos muy aislados, dejó de ser exigente con ellos. Sin embargo, el nuevo escenario liguero iba a traer consigo una consecuencia indirecta en la competición continental.
Madridistas y azulgranas, acostumbrados a masajearse los pies con la agradable arena caribeña, perdieron la costumbre de caminar sobre la roca descarnada y cortante. Habituados a no quitarse las pantuflas y el batín, se les olvidó atarse las botas. Se olvidaron de competir al máximo nivel porque apenas lo necesitaban, porque prácticamente nadie se lo exigía de manera regular. Por eso, cuando la competición europea comenzaba a ponerse firme, cuando aquellos equipos a los que Real Madrid y Barça no multiplicaban por diez en sus presupuestos llegaron para plantar cara a los dos colosos nacionales, las vergüenzas de estos comenzaron a quedar al descubierto. Empezó a ser necesario algo más que presentarse y estampar la firma en el acta del partido para salir airoso.
Puede que las severísimas derrotas de FC Barcelona y Real Madrid en los partidos de ida de las semifinales de la UEFA Champions League sean simplemente fruto de la casualidad o de un simple mal día en la oficina, no vamos a obviarlo. Pero puede también que el modelo futbolístico español necesite revisar alguno de los convencionalismos (supremacía mediática absoluta de los dos gigantes, escasa cultura de club lejos de los dos grandes focos de atención, reparto de beneficios de los contratos televisivos…) que lo gobiernan. Puede que las consecuencias indirectas de haber aniquilado todo atisbo de competencia en el torneo liguero tengan más peso del que en un principio pudiera otorgársele. Desnaturalizar las derrotas, convertirlas en excepción y en motivo de escarnio despiadado, ha terminado por situar a blancos y azulgranas en una situación inesperadamente incómoda.
http://www.diariosdefutbol.com/2013/04/25/la-derrota-desnaturalizada/