JUANMATRUEBA
Probablemente no haya sido una remontada, sino una resurrección, aunque eso lo sabremos pronto. Tan importante como la victoria, fue la sucesiva recuperación de valores que creíamos perdidos, por ejemplo, Raúl, que regresó como capitán y espíritu, o Roberto Carlos, que se hizo perdonar con un gol fantástico, y, por encima de todo, la actitud general del equipo, el entusiasmo compartido, los abrazos que crujen, la idea común, la conexión con la grada, la unidad, en fin.
Quién lo iba a imaginar cuando empezó, pero fue el partido perfecto para cerrar filas, para identificarse como equipo: jugamos juntos y estamos juntos, no es casualidad que vayamos vestidos igual. Fue el naufragio que une, el que no ahoga, el susto que hermana a los supervivientes y los cita a la misma hora y en el mismo sitio.
Tengo la impresión de que en alguno de esos furiosos abrazos más de uno descubrió de qué color tiene los ojos su compañero de taquilla y era imprescindible ese acercamiento, mezclar el sudor, encontrar las coincidencias en el campo y olvidar las diferencias fuera, las ñoñerías, los celos.
En algún sentido, recordó el equipo a esos otros Real Madrid que transitaron entre la sexta y la séptima Copa de Europa, conjuntos que no eran superiores a nadie pero que jamás se sentía inferiores, apasionados, orgullosos, aquellos que inventaron las noches europeas, las remontadas mágicas, el miedo escénico y la comunión con el público. No fue una regresión, fue un regreso. Porque la pasión y la unidad es el único refugio cuando falla la inspiración, o las fuerzas, o, simplemente, cuando los demás son mejores.
Cuando el Roma se adelantó en el marcador parecía la confirmación de un maleficio, de un derrumbe. Era demasiado pronto para haber hecho algo mal, era mala suerte, aunque en los malos tiempos esa enfermedad ya no se distingue de las otras.
Luego, cuando llegó el segundo tanto, se produjo un momento de silencio, el mundo congelado y la gente sin saber a dónde mirar, dudando si llorar o irse, los futbolistas con las manos en la cabeza, condenados por sus gestos contagiosos. La fortuna, la única, es que era demasiado pronto para rendirse (minuto 21), lo que hubiera sido abandonarse para siempre, quizá para toda la temporada. También fue de agradecer que los enemigos fueran italianos puros, tan elegantes como rácanos. Para ellos también era demasiado pronto para construir un castillo y mantenerlo a salvo.
No sé decir ahora si fue el público, que entendió que hay un momento en el que ya no se puede silbar más y toca arrimar el hombro, o fue Raúl. El caso es que alguien tiró y el otro fue detrás. Por eso bastaron un par de combinaciones para despertar el rugido o fue el rugido el que las provocó, nunca se sabe.
Pero no miento: a pesar de las desgracias, a partir de ese instante dio la sensación de que el Madrid podría remontar el partido. El tiempo que faltaba se estiró y, cosa curiosa, se puso a favor del derrotado, que, sin jugar bien, no lo hacía del todo mal. Había un cierto sentido colectivo del fútbol, novedad maravillosa, una sucesión de errores que escondían en el fondo una buena intención.
Raúl confirmó los mejores presagios y entre cuarenta legionarios enganchó un disparo que rebotó en una pierna de Dellas y sorprendió al portero. Hubo un tiempo en el que parecía que hacía estas cosas a propósito. Ese gol dejó al público un metro más cerca del césped. Los romanos estaban empezando a morir de italianismo, defendían muy atrás, y sólo Totti, un futbolista imponente, era capaz de sembrar el miedo, o de intentarlo.
Acoso total. Fue una pena el descanso, como los anuncios que ponen antes de que se resuelva el crimen. Pero lo que estaba desatado no se apagó en esos 15 minutos. El Madrid estaba lanzado al asedio, cada jugador centrado en lo que sabe hacer, ni una sola frivolidad ni una sola genialidad, puro trabajo, como en aquellos 80.
Un empujón de Panucci a Raúl delató el madridismo del italiano, casado con una canaria. Figo, que se viene arriba en estas situaciones, marcó el penalti y empató el partido. Ya era cuestión de esperar. Poco después, Raúl desvió un chut del portugués con la punta de la bota y consiguió el tercero. Como en los viejos tiempos. Tenía más mérito ese arreón sin la ayuda de Ronaldo, luchador pero ausente.
El cuarto vino después de una fantástica triangulación que culminó Roberto Carlos con un misil a la escuadra. Lo celebró repartiendo besos al público. Nadie hubiera imaginado una redención mejor. Raúl, sustituido en plan homenaje, fue despedido con una inmensa ovación. Si al Madrid le queda algo, está en él. Si hay esperanza está en mirarse a los ojos.
SOMOS EL MADRID!
PS : Les gustara el texto a madridists tristes como yo, saludos.
Raúl, no cambies. No escuches. No te alteres. Millones de madridistas ven en ti su referente, su agarradero argumental en medio de esta furia desatada contra el rey del fútbol europeo. The King.