Iris está destrozada desde la muerte de sus padres en un accidente. Una tarde fría y gris en que el mundo parece no tener sentido, empieza a caminar sin rumbo por el barrio para evitar volver, sola, a su casa. Justo cuando empieza a pensar en cometer una locura, descubre un pequeño café en el que nunca antes se había fijado. Su extraño nombre, ‘EL MEJOR LUGAR DEL MUNDO ES AQUÍ MISMO’, le intriga tanto que decide entrar a curiosear. Allí conoce a Luca, con quien charlará durante seis tardes consecutivas en diferentes mesas donde sucederán cosas maravillosas.
Sí, sigo con mis libros de cacaos mentales, pero es que hay algunos que merecen la pena ser leídos, y este es uno de ellos. Además, es bastante pequeño y se puede leer en dos días (:
Pongo un par de capítulos y si os interesa, avisad y voy poniendo más.
PRIMERA PARTE: Las seis mesas del mago.
Los domingos por la tarde son un mal momento para tomar decisiones, sobre todo cuando enero cubre la ciudad con un manto gris que ahoga los sueños.
Iris había salido de casa después de comer sola frente al televisor. Hasta la muerte de sus padres en accidente de tráfico, no había dado tanta importancia al hecho de no tener pareja. Tal vez por su timidez incurable, veía casi normal que a sus treinta y seis años su experiencia sentimental se hubiera limitado a un amor platónico no correspondido y a unas cuantas citas sin continuidad.
Desde aquel terrible suceso, sin embargo, todo había cambiado. Las aburridas jornadas como telefonista de una compañía de seguros ya no tenían como compensación el fin de semana familiar. Ahora estaba sola. Y lo peor de todo era que había perdido incluso la capacidad de soñar.
Hubo un tiempo en el que Iris era capaz de imaginar toda clase de aventuras que daban sentido a su vida. Se veía a sí misma trabajando en una ONG, por ejemplo, donde un cooperante tan retraído como ella se enamoraba de sus huesos y le juraba en silencio amor eterno. Se comunicaban a través de poemas en una clave que sólo ellos podían descifrar, retrasando el momento sublime en el que se fundirían en un abrazo interminable.
Aquel domingo, por primera vez, tuvo la conciencia de que también aquello había terminado. Tras recoger la mesa y apagar el televisor, un silencio opresivo se había apoderado de su pequeño apartamento. Sintiendo que le faltaba el aire, abrió la ventana y vio aquel cielo plomizo sin aves. Al pisar la calle tuvo un sentimiento de fatalidad. No se dirigía a ningún sitio, pero a pesar de todo tenía el presentimiento de que algo terrible la acechaba y la atraía como un abismo. Tal como ocurría todos los domingos, el barrio residencial en el que Iris vivía se hallaba tan desierto como su alma. Sin saber por qué, se encaminó como una autómata hacia el puente bajo el que circulaban los trenes de cercanías. Un viento helado y silbante azotaba sus cabellos, mientras ella contemplaba el foso surcado de raíles a modo de brillantes cicatrices. Iris consultó su reloj: las cinco de la tarde. Pronto pasaría el tren en dirección al norte. El domingo había uno cada hora.
Sabía que, tres segundos antes de aparecer, el puente temblaría como si se desatara un pequeño terremoto. El tiempo justo para inclinarse hacia el vacío y dejarse vencer por la fuerza de la gravedad. Un breve vuelo hasta que el convoy la embistiera antes incluso de tocar tierra. Todo sucedería muy aprisa. ¿Qué es un instante de dolor comparado con una vida llena de amargura y desilusión? Sólo la entristecía pensar en todo lo que dejaba para siempre por hacer. Y, por alguna razón, también la perturbaba saber que causaría molestias a los usuarios del tren. Los servicios se interrumpirían un buen rato mientras su cuerpo sin vida esperaba la llegada del juez y el forense. Menos mal que los domingos hay pocos pasajeros y los que viajan no suelen tener mucha prisa. Aquel contratiempo no les haría perder ninguna cita importante, y esto la consolaba.
Mientras pensaba estas cosas, el puente empezó a temblar y sintió cómo su cuerpo se plegaba espontáneamente hacia delante. Estaba a punto de cerrar los ojos para aceptar la caída, cuando un estallido a sus espaldas la detuvo de repente.
Iris se dio la vuelta, con el corazón encogido por el sobresalto, y vio a un niño de poco más de seis años. En la mano llevaba los restos del globo que acababa de pinchar para asustarla. La despidió con una breve risotada antes de salir corriendo calle abajo.
Lo siguió con la mirada a la vez que sentía cómo un sudor frío le empapaba la nuca y las manos. Le hubiera gustado correr tras él hasta atraparlo. Pero no para reprenderle, como pensaba el pequeño, sino para darle un abrazo porque acababa de salvarle la vida. Antes de que pudiera darle alcance, una mujer gruesa salió de la esquina con las mejillas encendidas y lo llamó:
—¡Ángel!
El niño se apresuró a aferrarse a su madre y miró hacia Iris receloso, como si temiera que pudiera denunciar su travesura. Pero Iris no pensaba en nada de esto. Sólo lloraba sin cesar porque empezaba a darse cuenta de lo que había estado
a punto de hacer. Cuando las lágrimas dejaron de nublar sus ojos, de repente se fijó en un café que nunca antes había visto en aquella esquina por la que tan a menudo pasaba.
«Debe de ser nuevo», se dijo, aunque el aspecto de aquel local no apoyaba esa suposición.
Hubiera podido pasar por una de esas tabernas irlandesas, todas tan parecidas, de no ser porque tenía un aire de autenticidad que lo hacía único. En el interior, dos lámparas amarillentas pendían sobre las mesas rústicas,sorprendentemente concurridas a aquella hora del domingo. Pero lo que más le llamó la atención fue el rótulo luminoso que parpadeaba entrecortadamente sobre la puerta de entrada, como si se empeñara en llamar su atención.
Iris se detuvo un instante y leyó en voz baja:
EL MEJOR LUGAR DEL MUNDO ES AQUÍ MISMO
Resultaba un nombre muy largo y extraño para un café.
Quizás fue eso —era curiosa por naturaleza— lo que la decidió a entrar. Al traspasar el umbral ninguno de los clientes levantó la cabeza para mirarla ni pareció advertir
su presencia.
Sólo el hombre que se veía tras la barra, un casi anciano de abundante melena blanca, saludó su entrada con una sonrisa, un signo de hospitalidad universal. De las seis mesas, cinco estaban ocupadas por parejas o grupos de amigos que charlaban en voz tan baja que apenas podía oírse nada de lo que decían. Dado que por aquella parte del barrio siempre pasaban las mismas personas, Iris se sorprendió de no conocer a ninguno de los clientes del café, donde en aquel momento sonaba una vieja canción de los Beatles que le había gustado mucho de adolescente:
«And in the end, the love you take is equal to the love you make…»*
*Del inglés: Al final, el amor que obtienes equivale al amor que has creado.
Se quedó un rato de pie escuchando esta canción, que le traía recuerdos tan dulces como lejanos. Luego se dispuso a salir del local, pero el hombre del pelo blanco le indicó desde detrás de la barra con un gesto que podía ocupar la mesa libre.
Iris no se atrevió a contradecirle.
Como si por haber escuchado la música ahora estuviera obligada a consumir, se sentó obedientemente a la mesa y pidió una taza de chocolate caliente. Al enérgico tema de los Beatles siguió una cansina balada de Leonard Cohen: I’m your man. Mientras acercaba el chocolate caliente a los labios, Iris se sintió repentinamente bien. De algún modo, se sentía acogida por aquellos extraños del café que se comunicaban a través de susurros. Entrecerró los ojos mientras traducía mentalmente la canción de ese cantautor de Québec, que había sido cocinero en un templo zen —lo había leído en una revista— antes de regresar a los escenarios. La balada decía más o menos:
Si quieres un médico, examinaré cada pulgada de ti.
Si quieres un conductor, ya puedes subir.
O si eres tú quien quiere llevarme de paseo,
sabes que puedes porque…
—…soy tu hombre.
Iris abrió los ojos asustada.
Creía haber oído aquella voz masculina y grave en sus pensamientos, pero lo cierto era que había un hombre sentado a su mesa, justo enfrente de ella. La contemplaba con curiosidad, mientras apoyaba la barbilla sobre el reverso de su mano. Debía de tener más o menos su edad, aunque los cabellos ligeramente grises le confería un aire más maduro de lo que revelaba su piel, libre de arrugas.
Lo apropiado hubiera sido pedirle que se marchara inmediatamente —se dijo ella—. Las normas básicas de educación dictan que, aunque un local esté lleno, hay que pedir permiso para compartir mesa. Sin embargo, antes de hacerlo no pudo dejar de preguntar con estupor:
—¿Cómo has adivinado…?
—¿…que traducías la canción? —dijo con la misma voz que ella había oído con los ojos cerrados—. Es lo normal en este café y en esta mesa.
Iris se quedó sin habla unos segundos antes de preguntar:
—¿Qué quieres decir?
Enseguida se arrepintió de haberle tuteado, pero de algún modo aquel hombre le transmitía confianza. Era como si no le resultara del todo desconocido.
—Estamos en un lugar especial —señaló hacia la barra—. El dueño de este café no es un hombre cualquiera.
Ella aguardó en silencio que él prosiguiera. El desconocido bajó aún más la voz al explicar:
—Es un ilusionista. Uno de los mejores. Y también un hombre de mundo. Tuvo mucho éxito, pero hace ya unos cuantos años que se retiró.
—¿Un ilusionista? —preguntó ella.
—Eso mismo, un mago. Un prestidigitador a la antigua usanza. Él es quien te ha servido el chocolate.
Asombrada, Iris dirigió la mirada instintivamente a la barra, donde el hombre de pelo blanco asintió con la cabeza, sonriendo a modo de confirmación. Le observó mejor: se ocupaba en secar varias docenas de vasos. Pero había algo en él muy especial, incluso estando ocupado en una actividad tan vulgar como aquélla. Iris también se dio cuenta de que sus movimientos no parecían los de una persona mayor, como si su cuerpo conservara la juventud de sus mejores años. Tenía un aire a la vez decadente y distinguido, como les ocurre a los galanes de las fotos antiguas.
El joven del pelo gris continuó con sus explicaciones.
—Y si el dueño es tan especial, el café no lo es menos. Cada una de las mesas tiene extrañas propiedades.
—¿Qué clase de propiedades?
—Digamos que tienen cierta magia.
Iris estaba convencida de que el desconocido quería tomarle el pelo, igual que un adulto con un niño pequeño. Reparó en un anillo que llevaba en el pulgar. Sólo había conocido a una persona que llevara anillos en ese dedo: su padre. Esa insólita razón hizo que se sintiera repentinamente cómoda. Más aún: de repente le apetecía que aquel hombre, el cual tenía un suave acento extranjero, le tomara el pelo.
—¿Ah sí? ¿Cuál es la magia, entonces, de la mesa a la que estamos sentados? —preguntó.
—Quien se sienta donde yo estoy puede leer el pensamiento de quien ocupa tu lugar. Por eso he podido saber que estabas traduciendo la canción de Leonard.
—Bobadas —replicó con una seguridad nada propia de ella—. Debes de haber leído en mis labios que la estaba tarareando y has querido hacerte el listo.
—¿Necesitas otra prueba? —contratacó divertido mientras se recostaba en el respaldo de la silla—. Pues voy a dártela: ahora mismo estás pensando que no me has visto nunca por el barrio. Te estás preguntando qué hago aquí y cuál es mi origen, porque aunque hablo bien tu idioma, la entonación no termina de sonarte natural.
Era obvio que Iris conocía de vista a sus vecinos, y que él mismo era consciente de su acento extranjero. Aquello era pura lógica, no magia. Sin embargo, para no decepcionarle, decidió aplicar una máxima que había aprendido en la facultad de periodismo: «Nunca dejes que la realidad te estropee una buena historia».
Se quedó unos segundos pensativa. Todo aquello podía ser un truco de seductor profesional.
—Por supuesto, también sé lo del anillo —dijo en ese momento su acompañante.
—¿Qué anillo? —dijo ella, boquiabierta, mientras sentía acelerarse sus pulsaciones.
—Sé que te ha hecho pensar en una persona querida. Y te estás preguntando si me parezco a ella en algo más, además de en el anillo que llevo puesto. También sé que esa hace poco que se fue para siempre y que su ausencia te entristece mucho.
Con fingida indiferencia, Iris sorbió lentamente su taza de chocolate antes de responder:
—Ya veo que debo tener cuidado con lo que pienso.
—Yo no diría eso. Los pensamientos en sí no son buenos ni malos, ¿sabes?
—¿A qué te refieres?
—Según los estudiosos, cada día tenemos unos sesenta mil pensamientos. Positivos y negativos, banales y profundos. No hay que juzgarlos: son como nubes que pasan. Somos responsables de lo que hacemos, pero no de lo que pensamos. Por eso, cuando alguna idea te angustie, simplemente ponle la etiqueta «pensamiento» y déjala pasar.
«Habla bien, este tipo», se dijo Iris mientras se preguntaba, intrigada, si efectivamente podía leerle la mente.
—Respondiendo a lo que pensabas antes —siguió él—, has acertado: no soy del barrio. Ni tampoco de este país. A veces sospecho incluso que no soy de este planeta, que he caído aquí por accidente de algún mundo lejano. Y me he pegado un tortazo tan grande que he olvidado incluso de dónde vengo. Para saberlo, tendré que esperar a que mi nave pase a recogerme.
Iris se reía por dentro mientras le escuchaba. Si pretendía ligar con ella, iba por el buen camino: de momento ya se había ganado su simpatía.
—Sabrás al menos cómo te llamas —intervino ella.
—Me llamo Luca.
—Es un nombre italiano, como tu acento —repuso sin revelarle todavía su propio nombre—. ¿Hay italianos viviendo en otros planetas?
—Todo es posible —repuso él con una sonrisa melancólica—. Pero si te soy sincero, no me importa demasiado. Sólo sé que tú y yo estamos ahora en este café.
Iris suspiró antes de repetir en voz alta el nombre del local:
—El mejor lugar del mundo es aquí mismo.
Lo sucedido el domingo por la tarde hizo que Iris empezara
la semana con media sonrisa en los labios. De repente
ya no le parecía un destino tan horrible atender las
consultas telefónicas de una empresa de seguros. Estaba
tan acostumbrada a responder siempre a las mismas preguntas
que podía hablar y pensar en otras cosas al mismo
tiempo.
La mañana se le hizo más corta que de costumbre
mientras evocaba la tarde con Luca en el café inesperado.
Incluso aquel trabajo aburrido tenía sus misterios. Algo
que a Iris le sorprendía desde hacía tiempo era lo que se conocía
como «oasis sin llamadas». Tras largas horas con los
teléfonos reclamando a los operadores de forma ininterrumpida,
de repente callaban todos de golpe sin que hubiese
una razón para ello. Como si hubiera pasado un ángel.
El oasis podía durar un par de minutos a lo sumo, tras
los cuales los monitores volvían a parpadear con la llegada
de un nuevo aluvión de llamadas.
Como era su costumbre, Iris aprovechó esta pausa en
medio del fragor para hojear uno de los periódicos gratuitos
que circulaban por las mesas. Pasó, de atrás hacia
delante, por las páginas de televisión y deportes. Tras leer
los titulares de sociedad, se detuvo en un anuncio a pie de
página que despertó su curiosidad.
La ilustración de aquel perrito para adoptar, bajo el
cual había un número de teléfono, le traía recuerdos
agradables. Se parecía a un chucho sin raza que había conocido
muchos años atrás. Fue en un albergue de montaña
donde había pasado el mejor fin de semana de su vida.
Dio las gracias al perro del anuncio por haberle devuelto
unos recuerdos ya olvidados. En medio del oasis, cerró
los ojos para tratar de recuperar aquellos días dorados.
Iris tenía dieciséis años y había viajado con su escuela para
pasar cuatro días en la nieve. A las tres de la madrugada
había subido a un autocar lleno de esquíes, botas y pocas
ganas de dormir.
Ella no sabía esquiar, pero deseaba fervientemente conocer
la nieve. Había visto alguna suave nevada en su ciudad
sin que llegara a cuajar. Aquella sería la primera vez
que viajaría a un mundo totalmente blanco.
El paisaje invernal la entusiasmó, aunque sus pinitos con
el esquí terminaron bien pronto. Mientras bajaba haciendo
cuña por una pista de nivel elemental, dio un traspiés y
cayó de bruces sobre la nieve. Se había torcido un tobillo.
Desde aquel lecho inmaculado, Iris vio cómo una figura
naranja giraba veloz y prácticamente volaba hacia ella.
Aquel socorrista de la nieve tendría poco más de veinte
años. Cuando se inclinó sobre ella para preguntarle cómo
estaba, supo que ese chico de cara un poco ancha le gustaba.
Tras quitarle la bota, había tomado con suavidad su pie
frío para hacerlo rotar con mucho cuidado. Cuando Iris
liberó un grito de dolor, el chico dijo:
—Creo que te has fracturado el tobillo.
Acto seguido la tomó en brazos para bajarla a pie de
pista, donde se encontraba una unidad de primeros auxilios.
Iris se sintió como una princesa en brazos de su príncipe
azul, aunque vistiera de naranja. Al llegar abajo, ya
estaba enamorada del socorrista.
Para sorpresa de sus compañeros, ella se negó a regresar
a su casa para que la viera un médico de la ciudad. En lugar
de eso, prefirió quedarse los días restantes en la cama del albergue
con un vendaje provisional y los antinflamatorios.
A la mañana siguiente, tras el desayuno, sus compañeros
salieron cargando palos y esquíes y ya no regresaron
hasta media tarde. Aunque apenas podía moverse y los dolores
iban y venían como ráfagas insoportables, ella temblaba
de felicidad. El motivo era que Olivier —así se llamaba
el socorrista— le había prometido acudir al mediodía
para traerle un bol con sopa y pan recién hecho.
Fue una visita breve que ella aguardó con gran emoción.
¿Sería cierto que, como decía el Principito al zorro,
la felicidad consiste en poder esperarla?
No pasó nada especial entre ellos, porque el socorrista
se mantenía en una cortés distancia y tampoco era muy
hablador, pero Iris vivía aquel gesto como un alud de
amor.
El segundo mediodía que apareció en la puerta con su
anorak naranja y el bol bajo el brazo, entró tras él un perrito
muy parecido al que acababa de ver en el anuncio. El
animal corrió hasta la cama de Iris, subió sobre su regazo y
se sacudió sonoramente para desprenderse de la nieve.
Al ver que la había llenado de polvo blanco, Olivier se
sofocó y quiso ahuyentar al chucho de un manotazo.
—¡No, por favor! —le había implorado ella—. Deja que
se quede un rato conmigo. ¡Está helado!
El socorrista vio divertido cómo el perro se acomodaba
orgulloso sobre el regazo de su protectora.
—Es un perro faldero —dijo su amo sonriendo—. Pasaré
a recogerle en un par de horas, cuando termine mi turno.
¡Pórtate bien, Pilof! —añadió antes de salir del albergue
cerrando la puerta.
Iris había conseguido lo que quería: Olivier regresaría
para recoger a su perro, que ya cerraba los ojos y lanzaba
pequeños gemidos convocando el sueño. Al recordarlo
ahora, casi podía aspirar el olor a perro mojado que impregnaba
toda la habitación.
Una figura desgarbada devolvió a Iris a la oficina donde
volvían a parpadear todos los teléfonos.
—¿Qué te pasa? —le recriminó el jefe de turno— ¿No
ves que hay llamadas?
Se había puesto el sol. De camino a casa, Iris sintió la
necesidad apremiante de pasar por el café que había descubierto
la tarde anterior. Tras un largo día en la oficina,
empezaba a dudar incluso de que ella hubiera estado allí.
Sólo habían pasado veinticuatro horas, pero el recuerdo
ahora le parecía increíblemente lejano. ¿Y si simplemente
lo había soñado?
Al alcanzar la esquina, le maravilló que el insólito rótulo
luminoso —El mejor lugar del mundo es aquí mismo— siguiera
restallando intermitentemente, como si amenazara con
apagarse de un momento a otro, mientras vivía los últimos
instantes de una existencia larga y tortuosa. Aquella tarde
la temperatura había caído en picado y los ventanales estaban
cubiertos por el vaho.
Mientras Iris limpiaba parte del cristal con la mano,
tuvo que pensar nuevamente en la estación de esquí de su
adolescencia, en el socorrista y el perro. ¿Y si aquel recuerdo
invernal había ayudado a bajar la temperatura ambiente?
¿No dicen que el aleteo de una mariposa en Hong
Kong puede desatar un huracán en Nueva York? ¿Y si los
pensamientos también fueran un aleteo, leve pero capaz
de influir en la realidad?
«No te pongas filosófica ahora», se dijo mientras pegaba
la nariz fría al cristal para ver quién había dentro del
café. Para su decepción, estaba vacío. Ni siquiera el mago
de pelo blanco y abundante ocupaba su lugar tras la barra.
Justo en aquel momento, una explosión sobre su cabeza le
dio un susto de muerte.
Tardó unos instantes en entender que el rótulo con el
nombre del café se había fundido definitivamente. También
el interior se había quedado a oscuras. No detectó
ningún movimiento para reparar aquel apagón, lo que le
hizo suponer que simplemente estaba cerrado.
Estaba a punto ya de dar media vuelta cuando se abrió la
puerta y la blanca melena del mago brilló entre las tinieblas.
—¿Por qué no entra? —preguntó con voz lúgubre—. Se
va a helar ahí fuera.
—¡Pero si se ha ido la luz!
—Se ha ido, pero volverá. Pase: yo la guiaré.
Dicho esto, sacó de su bolsillo una linterna pequeña y
plana, como las de los antiguos acomodadores de cine. Le
iluminó una mesa en el centro del café. Cuando ella se
hubo sentado, desapareció tras la barra y se metió en un
cuartito que debía de servir de almacén. Al cerrar la puerta,
se hizo nuevamente la oscuridad.
Iris no entendía qué hacía ella en un café vacío y en tinieblas.
El silencio era, además, tan espeso como la oscuridad.
Sólo se oían los golpecitos sordos de una segundera.
Por cómo resonaban, supuso que se trataba de un viejo
reloj de pared.
Hubiera querido gritar al mago que le indicara el camino
de salida, decirle que deseaba marcharse de inmediato,
pero los golpes de aquella aguja en la esfera la tenían hipnotizada.
De repente una voz conocida empezó a susurrar delante
de ella:
—Tic-tac, tic-tac…
—¿Luca? —exclamó Iris, asustada—. ¿Eres tú?
—No, soy un reloj —respondió con un leve deje italiano—.
¿No lo oyes? Tic-tac, tic-tac…
—Deja de hacer el ganso —protestó ella—. ¿No te han
dicho nunca que te comportas como un crío?
—La oscuridad nos vuelve a todos niños pequeños. Incluso
los grandes jueces cuando se encuentran a oscuras
buscan inconscientemente la mano de su madre. Por favor,
escucha ese reloj.
Desconcertada, Iris prestó atención al tictac de la segundera,
mientras su misterioso acompañante permanecía
ahora en silencio.
—Parece un reloj normal, pero no lo es —prosiguió
Luca.
—¿Por qué lo dices?
—Va hacia atrás en busca de momentos olvidados. Es
mágico.
—Claro, como todo lo que hay aquí —repuso Iris con
un poco de sorna— Y supongo que estamos en una de las
mesas encantadas por el mago. ¿Cuál es el truco? Porque
te advierto que un truco a oscuras no tiene ninguna gracia.
—Al contrario —dijo Luca—. Es el grado máximo de
maestría para un mago, porque la oscuridad todo lo revela.
—Pues yo no veo nada —protestó ella.
—Es lo que sucede con el pasado: está por todas partes,
pero no lo vemos. Por eso no logramos deshacernos de él
fácilmente. Somos como una nave inmovilizada por un
ancla que se aferra a las profundidades. Lo que no significa
que no seamos capaces de arrancarla y proseguir nuestro
rumbo.
—Yo no tengo rumbo. No sé por dónde navego ni qué
me ata —confesó Iris—. Ni siquiera sé decirte de dónde
vengo. ¿Cómo voy a desanclar mi nave?
—Tal vez esta mesa te enseñe cómo hacerlo.
—¿Es la mesa del pasado?
—Puedes llamarla así. Te ayudará a rescatar episodios que
creías haber olvidado. Si tiras de ellos llegarás al ancla. De
hecho, ni siquiera la necesitarás. Sólo debes cortar la cuerda
que te une al pasado: el viento de la vida hará el resto.
—Basta ya de hablar de barcos. ¿Quieres saber algo curioso?
—explicó Iris sintiéndose repentinamente cómoda
en la oscuridad—. Justamente hoy he recuperado una vieja
historia. Nada importante, pero me ha hecho muy feliz
revivirla.
—Si te ha hecho feliz, entonces es importante. Cuando
enterramos los momentos de felicidad renunciamos a lo
mejor de nosotros mismos. Uno puede echar por la borda
muchas cosas, pero nunca esos momentos.
—Dicen que la memoria tiene que liberarse de los recuerdos
para poder almacenar nueva información —comentó
ella—. Pero no hablemos más de teorías. Quiero
una prueba de que esta mesa es capaz de hacer aflorar recuerdos
olvidados. ¡Sorpréndeme!
Tras decir esto, Iris sintió cómo algo o alguien rozaba
suavemente su nuca. Se quedó unos momentos sin saber
qué decir. Sospechando de su invisible acompañante, le
preguntó:
—¿Has sido tú?
Luca no contestó. Detrás de ella oyó el movimiento de
una silla, seguido de una tos lejana y un murmullo casi
imperceptible.
—¿Por qué no respondes?
Justo entonces volvió la luz.
Iris se sorprendió al comprobar que el café estaba lleno
de gente. Como si hasta entonces la oscuridad les hubiera
obligado a actuar con secretismo, la electricidad hizo que
las conversaciones subieran de tono. También regresó el
sonido de tazas y platos. El mago volvía a estar detrás de la
barra, donde trabajaba afanosamente sirviendo bebidas.
En cambio Luca se había esfumado. Antes de levantarse,
había dejado en el centro de la mesa un pequeño paquete
vertical cuidadosamente envuelto. Llevaba pegada
una etiqueta con la siguiente inscripción en letra de imprenta:
PSICOANALISTA DE BOLSILLO
Iris sonrió ante aquel extraño regalo. Sin duda, debía
de tratarse de una broma. ¿Cómo podía ser un psicoanalista
de diez centímetros de alto por cuatro centímetros de
ancho?
Iba a desenvolver el paquete para desentrañar el misterio,
cuando vio que un grupo de ancianos vestidos con
frac y pajarita no le sacaban el ojo de encima. Echó un vistazo
al resto del café y comprobó, para su asombro, que
todos los clientes llevaban ropa de época y se comportaban
con una ceremonia propia de otros tiempos.
Entonces recordó lo que le había dicho Luca antes de
desvanecerse en la oscuridad: «El pasado está en todas
partes, pero no lo vemos».
Tras observar con disimulo, llegó a la conclusión de que
no conocía a nadie de los que ocupaban las mesas del café.
Iris se levantó, deseosa de abrir aquel insólito regalo en
la intimidad. Tras guardar el paquete en el bolsillo de su
abrigo, agitó la mano para despedirse del mago, que andaba
muy atareado sirviendo a aquella trasnochada clientela.
Pero antes de que pudiera abrir la puerta para salir, el
dueño del local había avanzado hasta la salida y se había
detenido frente a ella para preguntarle:
—¿No piensa tomar nada? Hoy hay precios más bajos
que de costumbre, en honor a nuestros clientes —informó
con su voz grave.
—Sí, pero no aquí —se atrevió a decir Iris—. Voy a casa a
tomar un trago de pasado.
—Eso está bien —repuso el hombre—. Del pasado al futuro
sólo hay un paso. Digan lo que digan los maestros de
zen, lo que no existe es el presente.
—¿Por qué dice eso?
—Le pondré un ejemplo fácil: la pregunta que acaba de
hacerme es ya pasado. Y la respuesta que voy a darle está
todavía en el futuro. Cuando usted la tenga, será pasado, y
el futuro estará en otra cosa. No hay tiempo para el presente.
Vamos del pasado al futuro, que nuevamente se
vuelve pasado: ¡así es la vida!
—Entonces, según usted… —musitó ella—. ¿No hay
nada que suceda en el presente?
El mago reflexionó unos segundos antes de responder
enigmáticamente:
—Bueno, de hecho sí. Existen algunas cosas que pertenecen
sobre todo al presente.
—¿Y cuáles son?
El mago pareció meditar un segundo, mientras se mesaba
una barba inexistente. De pronto, todos los clientes habían
dejado de conversar y les observaban en silencio. Hasta
la luz parecía distinta, como si fuera un poco más intensa
allí donde se encontraban ellos dos. Era como si el café se
hubiera convertido de pronto en un pequeño salón de espectáculos
donde un mago y su ayudante fueran a realizar
un impresionante truco.
—La magia sucede en el presente —dijo el hombre, con
un brillo de intensidad en la mirada.
—Yo no creo en la magia —repuso Iris.
—Entiendo… —hizo una larga pausa antes de continuar—.
Me he fijado en que su chaqueta tiene bolsillos.
Iris asintió, desconcertada.
—¿Recuerda si llevaba algo en ellos?
Iris frunció un poco el ceño.
—Acabo de guardar en el bolsillo un regalo que me ha
hecho un migo, pero…
El mago la interrumpió:
—¿Le importaría decirle a estos señores qué cosas llevaba
en los bolsillos cuando llegó aquí?
En ese momento, Iris se dio cuenta de que era observada
por la numerosa clientela. Sintió un poco de vergüenza,
pero encontró fuerzas para superar la timidez y participar
en el juego.
—Llevaba las llaves de casa, unas monedas y algunos caramelos
—dijo.
—¿Nada más? Piénselo bien.
Iris asintió: estaba segura.
—¿Podría comprobar qué hay ahora en sus bolsillos?
Comience por el derecho.
A un gesto del mago, Iris extrajo las llaves y las mostró al
público. Como había dicho, también llevaba cuatro caramelos
envueltos en papeles de colores y un par de monedas,
junto con la caja con el psicoanalista que le acababa de
regalar Luca.
—¿Qué me contestaría si le digo que su otro bolsillo
contiene las horas más importantes de su vida?
Iris no supo qué decir a algo tan extraño. Con enorme
sorpresa, metió la mano en su otro bolsillo y descubrió
que no estaba vacío. Había en él un objeto pesado y duro,
que jamás había visto. Era un antiguo reloj de bolsillo, de
caja dorada y esfera de marfil. Marcaba las doce en punto.
Algunos años antes habría sido una pieza de enorme valor.
Ahora sus agujas estaban roídas por la corrosión y habían
dejado de funcionar.
El público lanzó una expresión asombrada al ver el artilugio.
—¿Pertenece este reloj a alguno de los presentes? —preguntó
el mago, dirigiéndose a los espectadores.
Nadie contestó.
—Entonces, está claro que quien lo necesita es usted
—añadió, y bajó la voz para decir: —Tengo entendido que
hoy se ha sentado a la mesa del pasado.
—¡Pero aún no he recordado nada que hubiera olvidado!
—Es lo que tiene esa mesa —explicó, sonriente, el mago—.
Funciona con efectos retardados. ¡Nos vemos en el futuro!
¡No deje de consultar el reloj! Le ayudará a comprender el
tiempo.
Tras decir esto, el mago se volvió hacia los atentos espectadores
y levantó la voz de nuevo para decir:
—Les ruego despidamos con un aplauso a mi ayudante
de hoy.
Iris sonrió, incómoda, mientras recibía la entusiasta
ovación, y se apresuró a salir de allí.
Aquel lugar era todavía más extraño de lo que había supuesto.
Al llegar a casa, Iris puso una pizza en el horno mientras
miraba con nuevos ojos lo que había sido su hogar
desde pequeña. Tal como le había dicho Luca, estaba lleno
de objetos que evocaban un pasado que se había roto con
la muerte de sus padres. Además de las fotografías familiares,
los objetos hablaban de momentos y lugares que ya
nunca regresarían.
Mientras se quitaba el abrigo, se preguntó si no sería
más sencillo arrancar el ancla y mudarse a un apartamento
libre de toda aquella carga emocional. Un lugar
donde pudiera elegir los recuerdos que debían acompañarla.
Eso la llevó a pensar en el curioso anuncio de periódico
que había recortado:
PERRO PEQUEÑO BUSCA AMOR GRANDE
Sonrió ante ese mensaje y volvió a mirar la ilustración
de aquel perrito que tanto se parecía a Pilof. De repente
sintió el impulso de marcar el número.
El teléfono sonó tres veces antes de que al otro lado
surgiera la voz reposada de una mujer. Le informó de que
aquello era una protectora de animales situada en las
afueras de la ciudad.
—¿Desea adoptar un perro o quiere visitar nuestra residencia?
—preguntó la amable señora.
Iris empezó a sentirse avergonzada por haber llamado.
—La verdad es que el perro del anuncio es idéntico a
uno que conocí de muy joven. Me gustaría llevármelo a casa
—dijo sorprendiéndose de sus propias palabras.
Al oír esto, la anciana dejó escapar una risita antes de
responder:
—Me temo que será imposible. No tenemos ningún
perro que se le parezca. Es sólo una ilustración para el
anuncio.
—Entiendo —repuso decepcionada.
—Pero tenemos otros perros pequeños que buscan un
gran amor. Si nos visita, se los presentaré con mucho
gusto.
—Lo pensaré —prometió Iris al despedirse.
Luego sacó la pizza del horno y la troceó antes de llevarla
a la mesa. Mientras daba el primer bocado, se dio
cuenta de que el asunto del perro la había hecho olvidar el
regalo de Luca. Sacó el «psicoanalista de bolsillo» de su
bolsa y regresó al salón, emocionada. Aquello, cualquier
cosa que fuera, era la demostración de que Luca existía y
había pensado en ella.
Al desenvolver el paquete vio, aturdida, que contenía
un minúsculo sillón de goma con un reloj de arena disfrazado
de terapeuta. En la caja rezaba: «Psicoanalista de bolsillo.
¡No se marcha en agosto!»
Luego leyó en el reverso de la caja:
«Todo el mundo ha pensado alguna vez en empezar
una terapia. Pero, ¿por qué invertir una fortuna en un
psicoanalista cuando lo podemos tener en casa, listo
para escucharnos en silencio siempre que queramos?»
Pensando que Luca se
había propuesto tomarle
el pelo, sacó de la caja
una ilustración que indicaba
cómo había que
colocar el terapeuta de
bolsillo para la minivisita
de cinco minutos, el
tiempo que tardaba en
caer toda la arena de una
parte a otra del reloj.
—Vamos a escarbar
en el pasado —le dijo
Iris antes de dar la vuelta
al reloj—. Pero sólo quiero rescatar momentos bonitos. El
resto puede descansar para siempre en el olvido.
Dicho esto, tomó un bocado más de pizza y fue en busca
de un folio y un bolígrafo. Entonces dio la vuelta al reloj
con cara de terapeuta. Se había propuesto anotar en
ese tiempo todos los recuerdos inolvidables que, sin embargo,
había sepultado la arena de la rutina.
COSAS QUE NUNCA DEBÍ HABER OLVIDADO
• Las noches de insomnio en la vigilia de Reyes (y cómo corría al
comedor a las siete de la mañana para desenvolver los regalos).
• El primer paseo en bicicleta sin caerme.
• Un viaje a Túnez con papá y mamá. Me dijeron que de vuelta
al aeropuerto berreaba porque me quería quedar a vivir allí.
• El beso que me robó en un pasillo de la escuela el chico más feo
de la clase.
• Olivier y Pilof.
• Una película dramática que a mí me hizo llorar de risa.
• Aquel amante del cámping que sabía abrazar tan bien (lástima
que no duró).
• Cuando brotó el tulipán de la cebolla que me regaló alguien que
había estado en Holanda.
Al llegar aquí el psicoanalista de bolsillo dio por terminada
la visita, ya que la arena ocupaba ahora la cápsula inferior.
Había sido una terapia corta pero intensa. Iris tenía
los ojos húmedos.
—Hasta mañana, doctor —se despidió.
Aquel martes Iris decidió tomarse un día libre a cuenta de las vacaciónes. No había dejado de acudir al tranajo desde la muerte de sus padres, así que se dijo que estaría bien vagar por las calles por el solo placer de hacerlo. Sin embargo, el jefe de turno no era de la misma opinión.
-Nuestro reglamento interno lo dice bien claro- la advirtió-. Hay que avisar con un mes de antelación.
-Es un caso de fuerza mayor- dijo Iris conteniendo la risa-. Voy a culminar un proceso de adopción.
El tono de voz del encargado pasó del estupor a la curiosidad:
-¿Vas a adoptar como madre soltera? ¿Es niño o niña?
-No lo sé todavía. Sólo sé que es un perro.
Luego colgó sabiendo que lo que acababa de hacer le podía costar el puesto o, como mínimo, una amonestación por parte de la empresa. Pero en aquel momento ese le parecía el menor de los problemas.
Tras tomar el anuncio de la protectora de animales- había anotado su dirección en el reverso-, decidió pasar antes por el café. Sería su tercer día consecutivo en "El mejor lugar del mundo", pero la primera que visitaba el lugar por la mañana.
Aunque lo encontrara abierto a esas horas, se preguntaba si Luca estaría allí. Era de suponer que no, ya que en algún momento debía trabajar. Recordó que le había dicho que era italiano, pero lo cierto era que todavía no sabía absolutamente nada de el.
Y ella quería saber.
Hacía un día despejado, así que paseó muy lentamente gozando del tibio sol invernal. Al atravesar el puente bajo el que pasaban los trenes, Iris sintió un escalofrío. Sólo tres días antes había estado a punto de acabar con todo allí mismo. En su vida no se había producido un cambio sustancial desde entonces, pero haber resistido la tentación de desaparecer le había permitido conocer el café mágico.
Y ahora estaba a punto de adoptar un perro.
<<La vida tiene giros extraños>>, se dijo mientras proseguía su camino sin mirar atrás.
El café estaba abierto y de su interior emanaba un agradable olor a chocolate y pastas recién hechas. Esto despertó el hambre de Iris, que se sentía de muy buen humor.
Empujó la puerta con decisión. En aquel momento el ilusionista abrillantaba la barra con un trapo húmedo.
Reconoció entre la clientela algunas personas que había visto en los días anteriores. Tal como había sucedido en su primera visita, nadie pareció reparar en ella mientras buscaba una mesa a la que sentarse.
Pero la búsqueda duró poco, ya que Luca la estaba esperando en una mesa arrimada a la pared, Iris sintió mariposas revoloteando dentro de su viente. Hacía décadas que no experimentaba esa sensación.
El italiano levantó la vista y le sonrió mientras hacía girar la cucharilla en una taza de chocolate cuyo aroma parecía envolver todo el local. Frente a él, otra taza idéntica y un plato repleto de bizcochos le estaban esperando.
-¿Sabías que iba a venir?-preguntó Iris.
Por toda respuesta, Luca sonrió. En aquel momento sonaba una canción que a ella le gustaba. Por primera vez en mucho tiempo, tuvo la certeza de hallarse en el sitio correcto en el momento oportuno. No deseaba estar en ningún otro lugar más que allí. ¿sería eso la felicidad?
Entender que el mejor lugar del mundo es aquí mismo.
Mientras Iris tomaba asiento, prestó atención a la primera estrofa de la cancion de Feist, una cantante canadiense muy en boga:
Secret heart
What are you made of?
What are you so afraid of?
*Del inglés: Corazon secreto
¿de qué estás hecho?
¿de qué tienes tanto miedo?
-¿Y bien?-le preguntó ella-. ¿Qué tiene la mesa de hoy?
Antes de responder, Luca se llevó la taza de chocolate a los labios. Mientras apuraba el primer sorbo, Iris admiró su jersey azul marino de cuello alto, del que brotaba una cabeza serena a la que los cabellos grises otorgaban un aire de aristócrata bohémio.
Luego dejó la taza sobre el platito y declaró:
-Es la mesa más terapéutica del lugar.
-¿Por qué?-preguntó Iris mientras el propietario le servía ya una taza de chocolate caliente.
-Porque nos enseña a encontrar la luz en las sombras. Cuando te sientas en ella, entiendes que lo peor que te ha pasado a veces puede ser lo mejor.
Ella recordó una vez más el puente sobre los trenes, el globo pinchado y su descubrimiento del café. Sin embargo, fingió no entender nada. Le gustaba la paciencia con la que Luca le hablaba: la hacía sentir como cuando era pequeña y su padre le contaba historias para que se durmiera.
-Hace un año lei un articulo sobre este fenómeno-siguió él-. Un escritor japonés explicaba lo que le había sucedido a un oficial de su pais durante la guerra de Manchuria. Al parecer, el militar había sido capturado por los soviéticos y fue arrojado al fondo de un pozo, donde sólo podía esperar morir de frio y de ser en la oscuridad. Pero dentro de su desesperación, una vez al día sucedía algo maravilloso.
-No puedo imaginar nada maravillo que ocurra en el fondo de un pozo-añadió ella.
-Pues incluso en una situación tan desesperada, este hombre recibía un regalo diario. Cuando el sol se hallaba exactamente encima del pozo, la luz penetraba hasta el dondo durante unos minutos. El oficial lo describía como una explosión de brillante esperanza.
-¿Y qué sucedió?
-Días más tarde fue rescatado contra todo pronóstico. Sin embargo, muchos años después de que terminara la guerra, el oficial aún recordaba aquel episodio con melancolía.
Iris mojó un bizcocho en el chocolate espeso y se lo llevó a la boca antes de decir:
-No entiendo cómo alguien puede sentir melancolía de una vivencia tan terrible.
-¡Has dado en el clavo!-se entusiasmó Luca mientras ponía su mano sobre la de Iris, que deseó que se quedara allí para siempre-. Justamente porque vivía en la más oscura desesperanza, aquel rayo de sol era una inyección de gloria para él. Aunque el oficial logró rehacer su vida tras la guerra, aseguraba que jamás había vuelto a experimentar la felicidad de aquellos minutos radiantes en el fondo del pozo.
-Es una buena historia-dijo Iris sintiendo cómo su corazón latía con fuerza.
-Tan real como la vida misma. Y nos enseña algo sobre la felicidad: sólo la pueden experimentar en toda su intensidad los que han vivido grandes altibajos, porque es un juego de contrastes. Los que nadan siempre por el espectro medio de las emociones nunca conocerán la esencia de la vida. Esa es la enseñanza del pozo: A veces hay que tocar fondo para entender la grandeza del cielo.
-Hablas como un poeta. ¿ Lo eres ? Aún no sé nada de ti.
-Me limito a decir lo que dijieron otros -repuso con modestia-. Y esta mesa, además, está cargada de esperanza.
Iris sonrió abiertamente a Luca mientras acariciaba su mano con la yema de los dedos.
-¿Por qué no me cuentas algo de tu vida? No es justo que tú sepas tanto de la mía y yo...
Para Luca parecía no escucharla. La interrumpió al decir: -Como veterano de este café, te voy a poner deberes -dijo él de repente-. Quiero que desde esta misma mesa revises los peores episodios de tu vida y pienses lo mejor que surgió de ellos.
-Espero ser una alumna aplicada.
-Ya lo eres, pero antes de empezar debes ir a la barra y pedirle algo al mago.
-¿Al mago?.
-Claro. Ya me he enterado de que sois buenos amigos -Luca sonrió mientras Iris ruborizaba al recordar el número de la tarde anterior-. Me habría gustado ver el truco del reloj. ¿Sabes que eres una privilegiada? Hacía mucho tiempo que el viejo no actuaba.
-Fue muy especial... -balbuceó Iris, buscando el reloj en el bolsillo de su abrigo-. Aunque el reloj que me regaló es muy raro. Creo que funciona y no funciona a la vez. Mira.
Dejó el viejo reloj de bolsillo sobre la mesa. Sus agujas continuaban paradas a las doce en punto, igual que la tarde anterior, pero emitía un tictac casi imperceptible; sólo podía escucharse pegando la oreja a la esfera, lo cual demostraba que algo seguía funcionando en su interior.
-Es curioso -dijo Luca, escuchando con atención-. Tal vez el comeido de este reloj no sea medir el tiempo.
Luego levantó la mirada y recordó:
-El mago te está esperando.
Iris se dió cuenta de que el ilusionista sonreía. Luca concluyó: - Quiere darte las buenas noticias.
-¿Noticias?.
-Ve a verle -se limitó a decir mientras besaba levemente la mano de Iris antes de soltarla.
Ella se dirigió a la barra sintiendo que los pies no tocaban el suelo. Pero antes de pedirle lo quele había dicho Luca, sintió la necesidad de agradecerle lo de la tarde anterior.
-Me gustaría volver a ver uno de sus trucos -dijo-, EL de ayer fue maravilloso.
-Eso es imposible -contestó él, mientras sacaba brillo a las copas con mucha parsimonia, como si tuviera todo el tiempo del mundo-.
-¿Por qué?.
-¿Sabe cuál es el secreto de la magia? -pregunto el mago, deteniéndose de pronto.
-No tengo ni idea.
-La oportunidad. Hay un momento exacto para cada truco. Y presiento que tardará en darse otro como el de ayer. ¿Sabe usted por qué?
Iris se encogió de hombros.
-Un truco en el que no aparezca nada, no merece la pena. ¿Lo había pensado? Por cierto ya ha descubierto que fue lo que apareció ayer en su bolsillo.
-Un reloj.
-No es correcto.
Iris no sabía si reir. El aire del mago era grave y gracioso al mismo tiempo, en una combinación desconcertante.
-¿Qué, entonces? -preguntó ella.
-Eso deberá descubrirlo usted misma. Ahora, si no me equivoco, debo enseñarle algo, ¿verdad? -el ilusionista descolgó un cuadro de entre las botellas y se lo acercó a Iris para que pudiera contemplarlo de cerca.
Ya en sus manos, vio que dentro de un marco color índigo amarilleaba el recorte de un cuento para niños.
BUENAS NOTICIAS.
Nunca olvides esto: Todo sentimiento tiene su reverso. Sentirse desgraciado es prueba de que se puede estar contento.
Es una buena noticia.
Cuando te encuentras solo te das cuenta de lo bien que estarías acompañado.
Es una buena noticia.
Tiene que dolerte algo para que valores la felicidad de que no te duela nada.
Es una buena noticia.
Por eso nunca hay que temer a la tristeza, ni a la soledad, ni al dolor. Pues son la prueba de que existe la alegría, el amor y la calma.
Son buenas noticias.
Iris, devolvió el cuadro al mago muy pensativa. Al regresar a la mesa de la esperanza descubrió que Luca ya se había ido.
Metió la mano en su bolsillo y le tranquilizó sentir que el reloj seguía ahí. No entendía nada pero había aprendido a no impacientarse. Sólo se dio cuenta de una cosa: En un sólo día -el anterior- dos hombres especiales le habían regalado dos relojes.
SEGUNDA PARTE: El tic tac de la vida.