La Catedral del Mar
Los misterios de la otra catedral barcelonesa
Templo gótico donde se dan el “sí, quiero” cientos de parejas cada año, Santa María de la Mar sufrió décadas de olvido por estar emplazada en una de las zonas más degradadas de Barcelona. Fue erigida en el siglo XIV en el barrio de la Ribera gracias a hombres de origen esclavo que pretendían que superara en belleza a la catedral del barrio gótico que financiaban el rey y la Iglesia. El abogado Ildefonso Falcones relata en su primera novela, “La catedral del mar”, los pormenores y las intrigas de su construcción.
De niño, en las excursiones que hacíamos con el colegio para conocer Barcelona, el profesor nos decía que aquélla era la iglesia de los marineros; recuerdo incluso que nos llegó a decir que la habían construido los mismos marineros. Muchos nos miramos preguntándonos cómo unos simples hombres del mar podían haber llegado a elevar esa construcción; no recuerdo que nadie lo planteara en voz alta, como tantas otras cuestiones que uno se calla por no significarse demasiado. Bastaron unos segundos, alguna broma, para que las dudas desapareciesen y la visita continuara entre risas, empujones, amagos de carreras y constantes llamadas al orden.
Durante varios años, tras ese primer contacto, Santa María de la Mar quedó olvidada, erguida en lo que entonces era una de las zonas más degradadas de la ciudad. Pero pese a su situación, a la gente de Barcelona siempre le ha atraído casarse en el templo de los marineros y fue en una de esas celebraciones cuando volví a refugiarme entre sus muros. Refugio: esa es la principal sensación que uno, ya superada la infancia, puede percibir en el interior de la iglesia. Porque Santa María es el mayor exponente del llamado gótico ancho o gótico catalán: sencilla y sobria como las gentes que la levantaron, pero a la vez ligera y esbelta. Dotada de una excepcional nave central de 12 metros de anchura, Santa María se proyectó a imagen de la masía catalana: el lugar de reunión de la familia en derredor de la llar o cocina; la casa pairal de Dios.
Lo primero que se advierte al contemplar la iglesia es la falta de esos ornamentos tan comunes al gótico de la época en otros lugares: ojivas, chapiteles, filigranas, arbotantes ligeros. ¿Qué adorna pues Santa María? La luz. La iglesia fue construida sobre una antigua iglesia románica llamada de las Arenas, junto a la playa, y es esa luz embebida del Mediterráneo la que se filtra por sus magníficos vitrales para dar vida al interior del templo, coloreándolo, mostrando un interior diferente a medida que transcurre el día y el sol se cuela por los vitrales blancos y azules orientados al norte, o los rojos, amarillos y verdes orientados al sur. De tal guisa Santa María sale a recibir a su visitante. Es la propia iglesia la que se muestra en toda su grandeza en cuanto se traspasan sus portalones de acceso; un solo paso y el espectador tiene a su alcance todo el templo; no existen esas largas, interminables y recargadas naves de las catedrales góticas inglesas o francesas que hay que pasear y escrutar para reconocer la obra. El esplendor de Santa María sacude al visitante.
En pleno arrabal. "La construyeron los marineros". Entre admoniciones y promesas de fidelidad eternas, en la salud o en la enfermedad, aquella aseveración que había escuchado de niño azuzó mi curiosidad. Un opúsculo —entonces no existía Internet— adquirido en la misma iglesia algunos días después de aquella bodame llevó a comprobar que el profesor tenía razón: la construyeron los marineros, las gentes de la mar y junto a ellos, los habitantes del barrio de la Ribera de Barcelona. Durante el siglo XIII, cuando Cataluña dominaba el Mediterráneo, el núcleo entre las antiguas murallas ya no podía acoger la creciente población de la Ciudad Condal. Mercaderes, artesanos y nobles se fueron trasladando al antiguo arrabal en el que vivían los pescadores y la gente del mar, transformándolo en un barrio dinámico y rico. Allí, casi lindando con la playa, se alzaba una vieja iglesia románica que pronto quedó pequeña y, por encima de todo, excesivamente humilde para los nuevos habitantes del barrio. Pero el rey y la Iglesia no estaban por dotar al nuevo barrio de un templo representativo. En aquella época, primer cuarto del siglo XIV, el rey dedicaba sus esfuerzos a la construcción de las atarazanas (almacenes o talleres) reales, de la lonja o de las nuevas murallas entre muchas otras obras civiles, y la Iglesia..., la Iglesia acababa de iniciar la construcción de la catedral de la ciudad, obra en la que volcaba todos sus recursos.
Así las cosas, las gentes de la Ribera decidieron construir ellos mismos su templo, en una nunca declarada competición con la seo diocesana. Y lo hicieron: unos, los ricos, con sus aportaciones dinerarias; otros, los menesterosos, con su trabajo personal. Entre estos últimos destacaron los bastaixos, los descargadores del puerto de Barcelona, también llamados macips de ribera por su origen esclavo. Entonces, con todo, eran hombres libres, pertenecientes no obstante a una cofradía humilde que tenía que destinar sus pocos recursos a la asistencia de sus viudas o ancianos. Pero el compromiso era de todo el barrio y los bastaixos asumieron como tarea propia el acarreo gratuito de toda la piedra necesaria para la fábrica, desde la distante cantera real de Montjuïc hasta Santa María. Lo hicieron cargando sobre sus espaldas las impresionantes rocas que después serían trabajadas a pie de obra.
Los nobles y ricos mercaderes dejaron su impronta en Santa María en capillas laterales, sarcófagos o escudos heráldicos cincelados en la piedra; sin embargo, nadie fue más unánimemente reconocido por el barrio de la Ribera que aquellos bastaixos que cruzaban la playa de Barcelona acarreando piedras gratuitamente. Ningún noble, ninguna rica cofradía fue beneficiada como lo fueron ellos. En los portalones de la entrada principal a la iglesia, repujadas en cobre, aparecen las figuras de dos bastaixos transportando piedras, igual que en dos pequeños capiteles que adornan la misma puerta. Es como si, ya en la entrada de la iglesia, el pueblo que construyó el más soberbio templo mariano de la historia quisiera proclamar a todo aquel que se acercase a él que aquella iglesia había sido construida con el sacrificio personal de los antiguos esclavos de la ribera de la mar de Barcelona. Las figuras de los bastaixos se repiten en relieves en el presbiterio y en cuanto a dignidades, la iglesia les entregó, para su custodia, las llaves del portal mayor, las del Arca Santa —sagrario— y el honor de que los ocho cirios más cercanos al cuerpo de Jesucristo fueran los de su cofradía. Nadie, ni siquiera el rey, podía acercarse más que ellos. Cuando había que administrar el viático (eucarística a los enfermos) a algún bastaix, fuera la hora que fuera, éste debía salir solemnemente por el portal mayor, al redoble de campanas y bajo palio, por más humilde que fuera el hogar al que se dirigiera.
Hombres del mar. Sí, la "catedral de la mar" fue construida por y para las gentes de la mar de Barcelona; hombres y mujeres que trabajaban de sol a sol en condiciones precarias y sometidos a los dictados del rey, del Consejo de Ciento, de la Iglesia o de sus propias cofradías. Entonces, por más que Cataluña dominase el Mediterráneo, Barcelona carecía de puerto. No había muelle alguno en el que pudieran atracar los numerosos barcos que arribaban o partían de la ciudad. Las naves fondeaban lo más cerca de la playa que podían y hasta ellas, para descargarlas o cargarlas para el tornaviaje, se dirigían los barqueros, responsables, bajo penas de cárcel, de la seguridad de las mercancías. Las Ordenanzas de Ribera exigían que patrón y marineros permaneciesen en el barco hasta que éste hubiera sido completamente descargado con la obligación, caso de que se levantase temporal, de abandonar la playa de Barcelona para dirigirse a puerto seguro: Salou o Tarragona. Cuando llegaba un barco a Barcelona, pues, barqueros y bastaixos, con su libertad en juego, se aprestaban a realizar sus labores con la mirada siempre puesta en el cielo.
Cuando no trabajaban, su vida se hallaba regida por numerosas disposiciones emanadas de diversos estamentos. El rey Pedro el Ceremonioso había regulado incluso la ropa que podían vestir: ni telas lujosas ni coloridas, las que sólo podían utilizar nobles y prostitutas, si bien a éstas, para diferenciarlas, les estaba vedado el portar capas, siquiera en invierno. La prostitución, pese a la persecución a que estaba sometida, estaba tolerada por el rey y la Iglesia para que los hombres no cometieran adulterio ni actos contra natura, según defendía el franciscano Eiximenis. El adulterio estaba penado hasta por las cofradías: aquel bastaix que lo cometiere era inmediatamente expulsado.
Después de la explosión demográfica del barrio de la Ribera, las gentes de la mar quedaron confinadas entre el linde de la playa —protegido éste por una ordenanza del rey Jaime ante la inexistencia de puerto— y la zona por encima de Santa María en la que se ubicaron nobles y ricos mercaderes y artesanos. Vivían en casas de madera de dos pisos y comían potajes de legumbres y carne —cuando no se trataba de alguno de los 160 días de abstinencia impuestos por la Iglesia—, pan negro de harina de cebada o de legumbres —ese que tratan de vendernos hoy como algo exótico—, por no poder pagar la harina de trigo y bebían vino aguado o mezclado con miel.
Sin embargo, igual que sucediera con Santa María, aquellos humildes trabajadores estaban siempre dispuestos a acudir junto a nobles, mercaderes y artesanos, a defender los derechos de su ciudad cuando al repique de todas las campanas de las iglesias de la ciudad era convocado el sometent (cuerpo armado civil). Entonces, los ciudadanos libres de Barcelona, cualquiera que fuera su clase, se unían en milicia y salían tras el pendón de Sant Jordi a defender sus derechos o a aquel de sus paisanos que hubiera sido maltratado en cualquier lugar de Cataluña.
Gracias a aquella boda y a la duda sembrada por las palabras de aquel profesor, a la belleza del templo se vino a añadir un espíritu vivo que se puede palpar en cada una de las trabajadas piedras que previamente habían sido acarreadas por los modestos bastaixos. Acostumbro —ignoro si es una impresión compartida— contemplar las grandes construcciones como algo que alguien rico y poderoso puso allí para su enaltecimiento y que por ende nos legó a nosotros. EnLa Catedral de la Mar no se percibe tal sensación: 700 años después uno se puede sentir parte de ese proyecto como miembro del pueblo que la levantó.
A partir de entonces ese sentimiento me guiaría hacia Santa María —y sigue haciéndolo—, en cualquier oportunidad en la que por una u otra razón me encontrara en la zona, un barrio que, quizás como sucedió entonces, hoy revive en todo su esplendor.
Los años me llevaron a estudiar Derecho y al ejercicio de la abogacía. Crudos litigios en los que cada uno sostiene una postura diferente para que venga un señor o señora —algo bastante más frecuente en la época actual— a decir quién es el que tiene razón. ¿Cómo era en la época en la que los bastaixos acarreaban las piedras para Santa María? Estudiarlo fue una experiencia tan sugestiva como profundizar en los cimientos de la Catedral de la Mar, porque si hoy en día las leyes no son más que simples preceptos positivos que cada profesional intenta que beneficien a sus clientes, detrás de cada una de las leyes que se dictaban en el medioevo aparece una historia real, una nítida visión de cómo debía ser la forma de vida y las costumbres de aquellas gentes. El derecho de firma de spoli forzada, aquel que tenía el señor feudal para yacer con la novia de sus siervos la noche de bodas; los "malos usos", acervo de los privilegios de los señores sobre sus siervos; el derecho del esposo a emparedar de por vida a su mujer adúltera, a pan y agua, si aquélla perdía la batalla por su honor, la cual probablemente se celebrase en la plaza del Born, junto a Santa María; la obligación del estuprador de proporcionar marido de igual valor..., en fin, una serie de derechos y obligaciones recogidos en los usatges, que junto a las ordenaciones de la mar establecidas en el Llibre del Consolat de Mar, la primera compilación de derecho marítimo de la Historia, llegaron a decorar y vestir el entorno de La Catedral de la Mar. Con toda esa maravillosa información, el paso a plasmarlo en una novela era casi obligado.
Ardua tarea. Creo que, proporcionalmente, he tardado más en escribir La Catedral del Mar que lo que tardó aquella gente en construir su basílica. El primer manuscrito me llevó cerca de dos años; luego efectué una primera corrección en la Escuela de Escritura del Ateneo de Barcelona y después otras tantas con mi editora. Ellos, las gentes de la mar, consiguieron alzar su obra en poco más de 50 años, algo asombroso para la época —la seo diocesana, su competidora, no vio culminada su fachada hasta bien entrado el siglo XIX— y ni siquiera el rey Pedro el Ceremonioso logró retrasar el empuje y la devoción de sus súbditos. Cuatro años antes de su inauguración, en 1379, un incendio destruyó la piedra de clave en la que estaba representado su padre, el rey Alfonso. Pedro III exigió que se reparara aquella clave, lo que hubiera significado desmontar toda la bóveda. Los catalanes reprodujeron al rey Alfonso en yeso pintado.
Siempre me ha gustado estudiar, escribir y por supuesto leer, placer que desgraciadamente, de momento, no hemos logrado transmitir a ninguno de nuestros tres hijos. Nos queda un cuarto de poco más de 2 años y no perdemos la esperanza de que nos sorprenda. Carmen, mi mujer, y yo, en infructuosa lucha contra la televisión o la Play Station, competencia desleal donde las haya, ya tenemos una nueva táctica para el pequeño después de agotar todos los recursos y consejos habidos y por haber para despertar el interés por los libros en los otros tres: le prohibiremos leer. Le dejaremos ver los libros en la biblioteca pero no le permitiremos abrirlos, quizá así... No crean que por ver leer a sus padres, los niños leen; no: aprovechan el descuido para encender algún aparato. Todos mis hijos han mamado varias veces al día debajo del libro que sostenía su madre, podría decirse que mamaron literatura; y pese a ello, nada. Pero no pierdo la esperanza, me gustaría que cuando sean mayores alguno tenga la curiosidad de leer La catedral del mar.