Recuerdo que era martes, hace ya algunos años. Me dirigía hacia casa, no debían ser más de las tres de la mañana. Lo vi agachado frente a un banco y, según me acercaba, iba viendo los utensilios que tenía a su alrededor: un pequeño bote de agua destilada, un cuchillo de un tamaño considerable, una jeringuilla y un tapón de agua. Dentro de ese tapón se disponía a diluir probablemente unas micras de cocaína o de heroína.
En vez de evitar pasar por su lado, como haría la mayor parte de la gente en mi lugar, me interesé por lo que estaba haciendo. Yo todavía sentía el efecto de la pastilla de éxtasis que había consumido dos o tres horas antes y, supongo que gracias a ello, notaba un claro efecto de cercanía y confianza hacia aquel hombre.
No sé cómo empezó la conversación pero me acabé sentando en su banquito, del que se había adueñado para realizar sus labores. Me dijo –creo recordar– que rondaba los cuarenta años, aunque su aspecto deteriorado por el abuso de drogas no parecía indicarlo.
Ésa era su vida, “lo que yo he elegido”. No parecía arrepentirse, ni le importaba que mucha gente no comprendiera su modo de vivir –de malvivir para otros–.
Él me hablaba, me decía que ya no se ponía de caballo, pues la calidad había caído. Me contaba cosas de los buenos tiempos, cuando tenía un campo donde cultivaba adormidera, de la que luego extraía una heroína con un 99% de pureza. Blanca, decía, absolutamente blanca. Ése era uno de esos momentos donde no prestas atención a la veracidad de lo que te cuentan, y simplemente disfrutas del relato; pues, ciertas o no, hay historias que siempre son interesantes de escuchar.
Se disculpó por no poder ofrecerme algo; tenía poco, o eso decía. A estas alturas de la conversación, el hombre ya estaba almacenando en la jeringa la disolución que tranquilamente había elaborado en su taponcito de agua.
Se remangó la chaqueta y, tras atarse una goma –que sacó de un bolsillo– en el brazo, procedió a picarse la aguja. La introdujo lentamente, disfrutando de aquel momento del ritual. Era como si el ligero dolor que sentía, al introducir la aguja en su cuerpo, fuera el presagio del placer que estaba a punto de experimentar.
Por aquel entonces nunca había visto a nadie inyectarse droga alguna, y yo, al igual que él pero en menor medida, también estaba gozando de ese momento. No apretó el émbolo –como yo me esperaba–, sino que tiró de él para introducir parte de su sangre en la jeringuilla –que tornóse roja– y así mezclarla con su disolución acuosa de cocaína.
Respiró fuerte y apretó. No hasta el final, sólo la tercera parte, puede incluso que la cuarta. Se le veía bien, casi se podía sentir como la cocaína –y con ella el corte que la acompaña– diluida en su sangre volaba en dirección al cerebro. Estoy seguro de que, si el hombre conociera aquella canción de Dillinger, estaría tarareando “I've got cocaine runnin' around my brain”.
“¿Sabes? Hace años por esta zona sólo había putas y maricones. Qué tiempos. Le pegábamos el palo a los maricas y nos íbamos al poblado a pillar.”
A los pocos segundos se levantó. Empezó a dar vueltas en círculos mirando hacia el suelo, como si estuviera buscando algo. Intrigado, le pregunté qué hacía. Buscar cosas, me contestó. Me quedé algo desorientado con la respuesta, así que le pedí que concretara un poco.
“Cuando me meto, me da por buscar cosas en el suelo. Y nunca encuentro nada, pero da igual, me gusta buscar cosas... Mira, una piedra.”
Y mientras se agachaba a recogerla me siguió explicando:
“Antes, todos los yonquis de por aquí se reían de mí por hacerlo y míralos ahora, todos buscando en el suelo como cabrones.”
Miró hacia mí y sonrió. Yo también lo hice. Me levanté, le di un par de cigarros por el agradable rato y me fui.
Ayer mismo me enteré de que murió hace un par de semanas. Me gusta imaginármelo lejos de aquí, saltando y corriendo por grandes campos de adormidera, donde estúpidas leyes no le coarten su libre acceso a una heroína pura y blanca. Absolutamente blanca.