Autor: Juan Manuel Olarieta (Abogado)
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En abril de 2003, mediante un auto, Garzón decretó la ilegalización del PCE(r), ordenando al mismo tiempo el cierre de sus locales, clausura de sus cuentas corrientes, incautación de sus periódicos y demás cosas imposibles e impensables que jamás han existido. No se puede cerrar una sede que no existe, pero tampoco se puede ilegalizar lo que jamás ha sido legal. Pero la teología tiene esas cosas y hasta la fecha los jueces de la Audiencia Nacional han dado muestras de todo menos de esa finura que forma parte de la esencia de las decisiones judiciales. A un régimen fascista le basta con el trazo grueso y el ojo del buen cubero.
Poco antes Garzón había impartido una conferencia de esas a las que es tan aficionado. "Consejos vendo pero para mí no tengo". Era un momento de esos que los enterados calificarían de "transformación de los cambios cuantitativos en cambios cualitativos". Las negociaciones entre el PCE(r) y el gobierno se habían agotado hace tiempo, el gobierno tenía que hacer algo y se empezó a rumorear la aprobación de una ley contra determinadas organizaciones antifascistas. Fue entonces cuando Garzón soltó aquello de "¿para qué hace una falta una ley de partidos si eso lo hago yo mismo en un momento?"
Dicho y hecho. Padecemos un Estado tan pintoresco que un único juez es capaz de cometer el mismo atropello que todo un parlamento, dejando en la cuneta a colectivos, organizaciones y movimientos enteros. A saco.
A los fascistas se les llena la boca con el cuento de la independencia judicial pero el hecho es que la decisión de Garzón coincidió al milímetro con la ley de partidos del gobierno de Aznar, y no fue por casualidad. Las negociaciones políticas nunca fueron tales, por lo que no se puede decir que fracasaran. En España los fascistas confunden la negociación con la claudicación. Están tan acostumbrados a que los antifascistas agachen las orejas que no entienden que ellos también deben poner algo de su parte. En eso consiste negociar.
En Inglaterra el gobierno se sentó a negociar públicamente con el movimiento independentista irlandés y reconoció que para llegar a un acuerdo había tenido que realizar algunas concesiones. Eso es impensable en España, donde todo se desenvuelve en el secreto más absoluto porque, de lo contrario, la caverna pone el grito en el cielo. Aquí se negocia todos los días, pero sin que nadie se entere y lo que piden es "la entrega de las armas", ni más ni menos. Lo quieren todo a cambio de nada.
Cuando una organización no claudica el Estado recurre a la brutalidad. En el lenguaje político habitual de este país los "métodos democráticos" se contraponen a los "violentos", una distinción que debería aplicarse a todos, es decir, también al Estado. Pues bien, en los problemas que conciernen a la lucha de clases este Estado siembre ha recurrido a los "métodos violentos". Aún no ha aprendido a emplear los otros; nadie le ha enseñado los rudimentos de la democracia.
Pero eso es sólo una parte, porque cuando un Estado como éste ha recurrido sistemáticamente a la violencia, ¿qué otro tipo de violencia puede ejercitar que no haya empleado con anterioridad? Eso es lo que explica la ilegalización del PCE(r) en 2003. Hasta entonces el PCE(r) era simplemente una organización proscrita, alegal ("fuera de la ley"); a partir de entonces fue contraria a la ley y perseguida como tal. Hasta 2003 a los acusados de pertenecer al PCE(r) se les acusaba de asociación ilícita; a partir de entonces se les acusa de terrorismo.
Lo que cambió en 2003 no fue, pues, el PCE(r) sino el enfoque político con el que el fascismo encaró la represión. Para sostener sus acusaciones la fiscalía, que es un organismo dirigido por el gobierno, elaboró la teoría del entorno, cuyo fundamento son las corrientes jurídicas del III Reich y que se pueden resumir en dos montajes.
El primero es la creación por encima de la guerrilla antifascista, los GRAPO, de una superestructura política, el PCE(r), ambos muy estrechamente relacionados porque unos son meros ejecutores pasivos de las órdenes de otros. Los fascistas no entienden otra cosa que no sea la disciplina cuartelera, la jerarquía y la obediencia. Así lo interpretaron antes, con la III Internacional, Moscú y el KGB, y así lo siguen interpretando ahora.
Para el montaje político-judicial no importa que no aparezca rastro alguno de ninguna orden sino que es suficiente con la invención de la superestructura fantástica, que es el elemento clave del entorno, el verdadero objeto de la represión: lo que persigue el Estado no son las acciones armadas en sí mismas sino el conjunto del movimiento político y, en especial, su dirección.
Ese montaje no sería suficiente sin asumir un concepto de responsabilidad que choca con el sentido común y conduce de cabeza al III Reich. Espontáneamente cualquier persona tiene una concepción democrática de los actos de los que se responsabiliza. Cada cual responde de sus actos, pero difícilmente podemos responsabilizarnos de los que cometen otras personas que no somos nosotros mismos, por cercanas que estén. Sin embargo, la teoría del entorno es como las capas de una cebolla: están tan juntas que a los jueces no les interesa separar a una de otra. Los juristas nazis lo entendían de esa manera. Si dos personas están próximas, es posible condenar a una por los actos de la otra. Si además ambas están "fuera de la ley" todo resulta mucho más fácil porque en un país fascista estar "fuera de la ley" supone estar enfrentado al Estado que ha impuesto dicha ley. La doctrina nazi del entorno permite, pues, matar dos pájaros de un tiro.
En un sistema punitivo democrático el criterio es el contrario. Por represivo que se muestre, se esfuerza por deslindar las responsabilidades de cada cual; un sistema nazi, por el contrario, se apoya en el entorno, en relacionar las churras con las merinas.
Entonces aparece toda esa singular panoplia que se ha incorporado hoy al lenguaje jurídico como la caspa al cabello porque la represión fascista nunca tiene suficiente y además de terroristas inventa a "filoterroristas".
El concepto moderno de "terrorismo" procede de un decreto-ley franquista de 1960 del que siempre se dijo que carecía de límites. Es obvio porque, en contra de una opinión muy extendida, aquel decreto-ley demostró que no hay normas antiterroristas porque haya terroristas, sino al revés: hay terroristas porque el Estado impone normas antiterroristas. A finales del siglo XVIII el Estado impuso leyes contra los bandidos e inventó bandidos por todas partes para imponerles aquellas normas previamente aprobadas. Lo mismo hizo en 1890 con los anarquistas y en 1940 con los comunistas. Los bandidos, los anarquistas y los comunistas son las mismas etiquetas que el Estado sigue poniendo hoy a los terroristas porque quien tiene el poder es quien impone el significado de cada palabra, en los diccionarios lo mismo que en los repertorios de jurisprudencia.
El tiempo lo sigue demostrando a cada paso. En los consejos de guerra de 1940 miles de antifascistas fueron condenados por el mismo delito: rebelión militar. Los verdugos no se andan con sutilezas y lo meten todo en el mismo saco. Es una concepción militar de la represión, como los daños colaterales de la OTAN. Cuando los imperialistas bombardean una vivienda en Serbia, Irak o Afganistán, matando a una docena de niños, hay quien cree en la palabra de los agresores y confirma que se ha cometido un error fatal. No, no se han equivocado: lo que querían era matar a los niños, a la población, cuantos más mejor.
Del mismo modo hoy se califica como "terrorismo" a cualquier forma de oposición y protesta, como el escrache. ¿En qué se diferencia el escrache del coche bomba? En nada. ¿Y el PCE(r) de los GRAPO? En nada tampoco. Todo forma parte de lo mismo. ¿Qué más da?
La represión fascista no conoce límite alguno y, como consecuencia, generaliza una experiencia que considera exitosa y que les permite alardear de que, por fin, han acabado con el terrorismo en España. Si un procedimiento represivo tiene éxito se reproduce exactamente igual y para acabar con los escraches recurrirán a lo que durante décadas han padecido sólo un puñado de militantes de las organizaciones antifascistas.
El terrorismo no ha hecho más que empezar.