Angkor surgió de la unificación de un conjunto de pequeños feudos. Tras ascender a cotas subilmes de esplendor y poder, la Ciudad Sagrada pudo precipitar su propia caída.
Desde el aire, el templo casi milenario aparece y desaparece como una alucinación. Al principio no es más que una mancha ocre en el dosel de la selva del norte de Camboya. Allá abajo se extiende la ciudad perdida de Angkor, hoy en ruinas y poblada mayoritariamente por campesinos dedicados al cultivo del arroz. Pequeños caseríos jemeres, con las casas edificadas sobre delgados pilotes en previsión de las inundaciones del monzón veraniego, jalonan el paisaje desde el Tonle Sap, el «gran lago» del Sudeste Asiático, situado unos 30 kilómetros al sur, hasta los montes Kulen, una sierra que domina la llanura de inundación más o menos a la misma distancia al norte. Después, mientras Donald Cooney pilota el ultraligero sobre las copas de los árboles, el magnífico templo se hace visible entre la vegetación.
Restaurado en los años cuarenta, el Banteay Samre, del siglo XII, consagrado al dios hindú Vishnú, evoca el esplendor del Imperio jemer medieval. Rodean el templo dos muros concéntricos cuadrados, que a su vez pudieron estar circundados por un foso, símbolo de los océanos en torno al Monte Meru, la mítica morada de los dioses hindúes. El Banteay Samre es sólo uno de los más de mil santuarios erigidos por los jemeres en la ciudad de Angkor durante un período de fiebre constructora que en magnitud y ambición rivaliza con las pirámides de Egipto.
Angkor fue escenario de la desaparición de una de las grandes civilizaciones de todos los tiempos. El reino jemer perduró desde el siglo IX hasta el xv, y durante su apogeo dominó un extenso territorio del Sudeste Asiático, desde Myanmar (Birmania) en el oeste hasta Vietnam en el este. En Angkor, su capital, llegó a haber una población de 750.000 habitantes, ocupando un área comparable a la de cinco distritos de la ciudad de Nueva York, lo cual la convierte en el complejo urbano más extenso del mundo preindustrial. A finales del siglo XVI, cuando los misioneros portugueses descubrieron las torres en forma de loto de Angkor Wat (los templos más fastuosos de la ciudad y el mayor monumento religioso del mundo), la otrora resplandeciente capital del Imperio estaba agonizando.
Los estudiosos han elaborado una larga lista de causas posibles: la codicia de pueblos invasores, un cambio de religión o el auge del comercio marítimo, que habría condenado a una ciudad sin salida al mar. Son sólo conjeturas. En las jambas de las puertas de los templos y en distintas estelas han sobrevivido unas 1.300 inscripciones, pero los habitantes de Angkor no dejaron una sola palabra que explique la caída de su reino.
Las excavaciones recientes, no de los templos sino de las infraestructuras que hicieron posible la ciudad, sugieren una nueva respuesta. Al parecer, la misma obra maestra de ingeniería que transformó una serie de señoríos menores en un imperio acabó llevando a Angkor a la ruina. La civilización floreció cuando aprendió a dominar las intensas lluvias estacionales del Sudeste Asiático, y decayó cuando perdió el control del agua, el más vital de los recursos.
Un fascinante relato de primera mano devuelve la ciudad a la vida en su momento de gloria. Zhou Daguan, un diplomático chino, pasó casi un año en la capital a finales del siglo XIII. Vivió modestamente como huésped de una familia de clase media. En sus escritos describe una siniestra práctica, abandonada poco antes de su visita, que consistía en recolectar bilis humana de donantes vivos y usarla como tónico para infundir coraje. En las fiestas religiosas había fuegos de artificio y lidia de verracos. Los mayores espectáculos tenían lugar cuando el rey se dejaba ver entre sus súbditos. En las procesiones reales había elefantes y caballos con jaeces de oro, y cientos de cortesanas adornadas con flores.
El ritmo de la vida diaria en Angkor también cobra vida en las esculturas que han sobrevivido a siglos de decadencia y, más recientemente, a la guerra. Los bajorrelieves de las fachadas de los templos representan escenas cotidianas (por ejemplo, dos hombres concentrados en un juego de mesa, o una mujer dando a luz a la sombra de un pabellón) y rinden homenaje a un mundo espiritual poblado de seres como las apsaras, seductoras bailarinas celestiales que hacían de mensajeras entre los mortales y los dioses.
Los bajorrelieves también revelan problemas en el paraíso. Intercaladas con imágenes de paz y armonía terrenal hay escenas de guerra. En uno de los bajorrelieves, unos guerreros armados con lanzas, del vecino reino de Champa, atestan una embarcación que surca el Tonle Sap. Claro que si la escena quedó inmortalizada en la piedra, fue porque los jemeres vencieron la batalla.
Angkor ganó aquel combate, pero la ciudad, desgarrada por las rivalidades internas, era cada día más vulnerable a los ataques de Champa, por el este, y del temible reino de Ayutthaya, por el oeste. Los reyes jemeres tenían varias esposas, lo que diluía la línea sucesoria y favorecía las intrigas constantes, con diferentes príncipes disputándose el poder. «La inestabilidad fue una característica del estado jemer», afirma Roland Fletcher, arqueólogo de la Universidad de Sydney y codirector de un programa de investigación denominado Proyecto Gran Angkor.
Algunos expertos creen que Angkor murió tal como vivió: por la fuerza de la espada. Los anales del estado de Ayutthaya dejan constancia de que los guerreros de aquel reino «tomaron» Angkor en 1431. La próspera ciudad jemer debió de ser un trofeo inigualable. Las inscripciones cuentan que las torres de sus templos estaban revestidas de oro, como confirma el relato de Zhou. En un intento de conciliar las historias de un Angkor esplendoroso con el estado deplorable de las ruinas que hallaron los viajeros occidentales, los historiadores franceses de hace un siglo dedujeron de aquella enigmática alusión que Ayutthaya había arrasado Angkor.
Fletcher, quien confiesa su obsesión por «averiguar por qué nacen y mueren los asentamientos humanos», lo duda. Según él, algunos historiadores del pasado veían Angkor a través del cristal de los asedios y las conquistas de la historia europea. «De hecho, el rey de Ayutthaya dice que tomó Angkor, y es probable que se llevara consigo algún trofeo simbólico del poder real», afirma Fletcher. Pero cuando Angkor cayó, el monarca instaló a su hijo en el trono. «No creo que arrasara la ciudad antes de dársela a su hijo.»
Probablemente las intrigas de la corte no afectaron a la mayoría de los súbditos de Angkor, pero la religión era un aspecto central de sus vidas. Angkor era lo que los arqueólogos llaman una ciudad real-ritual. Sus reyes se autoproclamaron emperadores de la tradición hindú en el mundo y mandaron construir templos en su honor. Pero a medida que el budismo theravada eclipsaba al hinduismo en los siglos XIII y XIV, la nueva religión, que defendía una mayor igualdad social, debió de empezar a amenazar la élite de Angkor. «El budismo era muy subversivo, como el cristianismo para el Imperio romano –dice Fletcher–. Debió de ser muy difícil detener su expansión.»
El cambio religioso probablemente erosionó la autoridad real. La economía de la ciudad real-ritual, basada en tributos, funcionaba sin dinero. La moneda de cambio era el arroz, alimento principal de los trabajadores forzados que construían los templos y de las miles de personas que los hacían funcionar. Una inscripción en el complejo de Ta Prohm indica que 12.640 personas servían con diferentes trabajos en ese templo, y que más de 66.000 campesinos producían casi 2.500 toneladas de arroz al año para alimentar a esa multitud de sacerdotes, bailarinas y trabajadores. Si a la ecuación añadimos sólo otros tres templos grandes (Preah Khan y los complejos de Angkor Wat y el Bayon), la mano de obra agrícola necesaria se sitúa en 300.000 personas, casi la mitad de la población estimada del Gran Angkor. Una religión nueva e igualitaria como el budismo theravada pudo azuzar la rebelión.
O quizá la corte real simplemente dio la espalda a la ciudad. Los sucesivos gobernantes tenían el hábito de erigir nuevos templos y dejar que los antiguos decayeran, y esa tendencia a empezar de cero pudo condenar a la ciudad cuando, en el siglo XVI, empezó a florecer el comercio marítimo entre el Sudeste Asiático y China. El centro de poder jemer se desplazó entonces a un punto más cercano al río Mekong, cerca de la actual capital de Camboya, Phnom Penh, con un acceso más fácil al mar de la China Meridional.
Quizá las turbulencias económicas y religiosas aceleraron la caída de Angkor, pero hubo otro enemigo contra el cual sus gobernantes no estaban preparados para luchar. Angkor llegó a ser una gran potencia gracias a su avanzado sistema de presas y canales que permitía a la ciudad atesorar agua durante la estación seca y dejar circular el excedente durante la época lluviosa. Fuerzas ajenas al control de Angkor dañaron ese mecanismo exquisitamente sincronizado.
Uno de los lugares más sagrados de Angkor se halla en los montes Kulen, en las cabeceras de los ríos Puok y Siem Reap. A la sombra de unas corpulentas higueras estranguladoras, sumergidas en el agua cristalina de un perezoso torrente, hay varias hileras de protuberancias cilíndricas de unos 15 centímetros de diámetro cada una, talladas en la arenisca oscura del lecho del río. Son desgastados lingam, esculturas de piedra que representan la esencia del dios hindú Shiva. Los lingam marcan el camino hacia otra escultura también en el lecho del río: un cuadrado de gruesas paredes, de un metro de ancho, con una estrecha entrada. Es un yoni, símbolo hindú de la fuente de la vida.
Los sacerdotes de Angkor acudían a este sitio para dar gracias a los dioses por proporcionar la savia vital a su reino. A un corto paseo corriente arriba hay un puente natural de arenisca que da nombre a este lugar sagrado: Kbal Spean, que en jemer significa «cabeza de puente». El agua discurre por una hendidura, salpicando una pared rocosa adyacente donde Vishnú, con las piernas cruzadas, medita sobre un océano enfurecido, mientras de su ombligo surge Brahma cargado de flores de loto. Allí, en los montes Kulen, los antiguos dioses gozan de las perpetuas libaciones que les ofrece el agua de los torrentes.
Tras dominar el caudal de agua monzónico que bajaba de los montes Kulen, Angkor y sus gobernantes prosperaron. Desde la época de Jayavarman II, que sentó las bases del Imperio a principios del siglo IX, el crecimiento del reino dependió de las abundantes cosechas de arroz. Tal vez las únicas ciudades antiguas del sur de Asia con una capacidad similar a la de Angkor de garantizar un suministro de agua constante fueron Anuradhapura y Polonnaruwa, en Sri Lanka.
Esa garantía requería verdaderas proezas de ingeniería, entre ellas la creación de un lago artificial llamado Baray Occidental, de 8 kilómetros de largo por 2,2 de ancho. Para construir hace un milenio ese gran embalse, el tercero y el más sofisticado de Angkor, probablemente se necesitaron hasta 200.000 trabajadores, que tuvieron que apilar casi 12 millones de metros cúbicos de tierra para crear unos muros de contención de 90 metros de anchura y unos 9 de altura. Todavía hoy el estanque rectangular, o baray, recibe el agua desviada del río Siem Reap.
El primer investigador que apreció la magnitud de las obras hidráulicas de Angkor fue Bernard-Philippe Groslier, un arqueólogo de la Escuela Francesa de Extremo Oriente (EFEO). En su tratado de 1979 presentó Angkor como una «ciudad hidráulica». El arqueólogo argumentaba que los grandes barays cumplían dos funciones: simbolizar el mar primigenio de la cosmogonía hindú e irrigar los campos de arroz. Por desgracia, Groslier no pudo profundizar en ese concepto. La guerra civil en Camboya, el brutal gobierno de los Jemeres Rojos y el posterior derrocamiento del régimen por parte de fuerzas vietnamitas en 1979 impidieron el acceso a Angkor durante 20 años. Tras la retirada de las tropas vietnamitas los saqueadores se precipitaron sobre Angkor, robando estatuas y destrozando bajorrelieves.
Cuando en 1992 el arquitecto y arqueólogo Christophe Pottier reabrió el centro de investigación de la EFEO en Angkor, la prioridad era ayudar a Camboya a restaurar los templos destruidos y saqueados. Pero Pottier se sintió atraído por lo que había al otro lado de las murallas del templo. Pasó meses recorriendo la mitad meridional del Gran Angkor, cartografiando santuarios y montículos antes ocultos donde se habían levantado viviendas cerca de lagos artificiales que servían para almacenar el agua. Después, en el año 2000, cayeron en manos de Fletcher y su colega Damian Evans unas imágenes de Angkor tomadas con radar por la NASA. Fueron una revelación. El equipo de la Universidad de Sydney, en colaboración con la EFEO y la APSARA, la agencia camboyana responsable de Angkor, encontró vestigios de muchos asentamientos más, así como de canales y lagos artificiales, sobre todo en las áreas inaccesibles de Angkor. Uno de los aspectos más importantes de su investigación ha sido el hallazgo de canales de entrada y de salida en los barays, lo cual zanja el debate iniciado por el trabajo de Groslier acerca de los colosales embalses y su uso para rituales religiosos o para el regadío. La respuesta, claramente, es que se utilizaban para ambas cosas.
Sorprende a los investigadores la ambición de los ingenieros de Angkor. «Nos hemos dado cuenta de que todo el paisaje del Gran Angkor es artificial», asegura Fletcher. A lo largo de los siglos, las cuadrillas de trabajadores construyeron cientos de kilómetros de canales y diques aprovechando ligeros desniveles del terreno para desviar el agua de los ríos Puok, Roluos y Siem Reap hacia los barays. Durante el monzón estival, los canales de desagüe hacían circular el exceso de agua. A partir de octubre y noviembre, cuando las lluvias empezaban a escasear, los canales de regadío distribuían el agua acumulada. Puede que los barays también mantuvieran la humedad del suelo, dejando que el agua empapara la tierra. «Un sistema realmente ingenioso», opina Fletcher.
Esa habilidad para aprovechar el agua fue quizá lo que condujo a Angkor a su grandeza. Buena parte del arroz se cultivaba en campos cerrados por muros de contención, que de otro modo habrían dependido de las lluvias monzónicas o de la inundación estacional de la llanura en torno al Tonle Sap. El regadío debió de mejorar las cosechas, incluso con un monzón poco generoso. Además, la capacidad de desviar y embalsar el agua habría ofrecido cierta protección frente a las inundaciones. Cuando otros reinos del Sudeste Asiático luchaban por salir adelante ante el exceso o la escasez de agua, dice Fletcher, las obras hidráulicas de Angkor debieron de ser «una baza estratégica de enorme valor».
Así pues, su asombro no pudo ser mayor cuando su equipo sacó a la luz una de las piezas más excepcionales del ingenio constructivo de Angkor (una vasta estructura hidráulica) y descubrió que más tarde había sido demolida, al parecer por los mismos ingenieros que la habían edificado.
Es casi mediodía de una jornada de junio, y no hay alivio contra el sol feroz. Estamos a 16 kilómetros al norte de Angkor Wat. Fletcher se enjuga el sudor de la frente. Ante los bloques de piedra gris rojiza que su equipo, en colaboración con Chhay Rachna, de la APSARA, acaba de desenterrar, suspira y exclama: «¡Es sencillamente fantástico!».
Los bloques de piedra, que encajan a la perfección, fueron tallados en laterita, una tierra esponjosa y saturada de hierro que se endurece con la exposición al aire. Cuando hace unos años Fletcher y Pottier encontraron la primera sección de la estructura, pensaron que tenían ante sí los restos de una pequeña compuerta de esclusa.
«Es inmensa», dice Fletcher. Los bloques son los restos del aliviadero de una presa del tamaño de un campo de fútbol. A finales del siglo IX, en pleno florecimiento de Angkor, los ingenieros abrieron un largo canal para alterar el curso del río Siem Reap y reconducirlo hacia el sur, en dirección al recién construido Baray Oriental, un embalse casi tan grande como el Occidental, que se levantaría posteriormente. La presa, edificada en el río, desviaba el agua para alimentar el canal. Pero parte de la colosal estructura debió de servir también de aliviadero durante las lluvias del monzón, cuando el agua habría superado la escasa altura de la estructura y se habría derramado sobre el antiguo curso del río.
Los restos del aliviadero son una pista crucial para reconstruir una batalla librada por generaciones de ingenieros jemeres para crear un sistema hidráulico cada vez más complejo y difícil de controlar. «Es probable que pasaran buena parte de su vida reparando los desperfectos», apunta Fletcher. Algunos de los bloques de la presa yacen amontonados de cualquier manera, y grandes secciones de la obra han desaparecido. «La explicación más lógica es que la presa cedió», dice el arqueólogo. Es posible que el río la erosionara y debilitara gradualmente. Quizá fue arrastrada por una fuerte crecida, de las que sólo se ven una vez en siglos. Después los jemeres desmontaron gran parte de la obra que aún se tenía en pie y emplearon los bloques para otros fines.
Otro indicio de que el sistema hidráulico estaba fallando procede de una laguna en el Mebon Occidental, un templo-isla situado en medio del Baray Occidental. Los granos de polen conservados en el limo revelan que en el baray florecieron lotos y otras plantas acuáticas hasta principios del siglo XIII. Con posterioridad a esa fecha aparecen nuevos tipos de polen, de especies que prefieren terrenos pantanosos o secos. Parece ser que en la época de esplendor de Angkor, uno de sus lagos artificiales se secó durante un tiempo. «Algo empezó a fallar mucho antes de lo que suponíamos», dice Daniel Penny, experto en polen y codirector del Proyecto Gran Angkor.
Cualquier deterioro de las obras hidráulicas podía dejar Angkor a merced de fenómenos naturales que ningún ingeniero de la época habría podido prever. A partir del año 1300, Europa vivió varios siglos de clima severo, con inviernos inclementes y veranos fríos. Hasta hace poco teníamos escasa información sobre lo ocurrido en otras partes del mundo durante ese período, llamado pequeña edad del hielo. Al parecer, también el Sudeste Asiático experimentó una convulsión climática. En la región de Angkor, la estación del monzón veraniego se extiende generalmente de mayo a octubre y deja casi el 90 % de las precipitaciones anuales de la región. Para desentrañar las pautas seguidas por los monzones de hace siglos, Brendan Buckley, del Observatorio Terrestre Lamont-Doherty, en Palisades, Nueva York, se adentró en la selva del Sudeste Asiático en busca de árboles con anillos anuales de crecimiento. La mayoría de las especies de la región carece de anillos de crecimiento reconocibles o los que tiene no se añaden de año en año. Finalmente tuvo su recompensa y halló varios ejemplares de especies longevas, entre ellos tecas y po-mu, un tipo de ciprés poco abundante. Algunos de los po-mu que el equipo catalogó tienen 900 años, por lo que fueron testigos del auge de Angkor y de su caída.
Los po-mu cuentan una historia asombrosa. Sus apretados anillos de crecimiento indican que los árboles soportaron una sucesión de sequías extremadamente severas entre 1362 y 1392, y entre 1415 y 1440. Durante esos períodos el monzón se retrasó o fue muy débil, y hasta es posible que algunos años faltara por completo. Por el contrario, hubo otros años de monzones excepcionalmente intensos que azotaron la región.
Para un reino que ya se estaba tambaleando, una meteorología extrema pudo ser el tiro de gracia. Las obras hidráulicas de Angkor ya sufrían desperfectos desde hacía varios decenios, a juzgar por el estado del Baray Occidental. «No sabemos por qué el sistema hidráulico funcionaba por debajo de su capacidad; es un enigma –reconoce Penny–. Pero eso significa que Angkor estaba al límite. La ciudad era más vulnerable a las sequías que en cualquier otro momento de su historia.» Unas sequías prolongadas y rigurosas, alternadas con lluvias torrenciales, «pudieron arruinar el sistema hidráulico».
Aun así, «el lugar no se convirtió en un desierto», aclara Penny. Los habitantes de la llanura de inundación del Tonle Sap, al sur de los templos principales, debieron de sufrir mucho menos los efectos de la sequía. El Tonle Sap recibe las aguas del Mekong, cuya cabecera en los glaciares tibetanos lo habría hecho inmune a las alteraciones del régimen monzónico. Sin embargo, pese a lo hábiles que eran, los ingenieros jemeres no pudieron aliviar la sequedad del norte. Para ello habrían tenido que desviar las aguas del Tonle Sap en dirección contraria al desnivel del terreno, y la gravedad era el único motor que conocían.
Con hambrunas en el norte de Angkor y excedentes de arroz en otras partes de la ciudad, no debieron de faltar disturbios. «Cuando la población en los países tropicales supera la capacidad de sustento del suelo, empiezan los problemas», afirma Michael Coe, antropólogo de la Universidad de Yale. Un ejército mal nutrido y ocupado en resolver conflictos internos debió de aumentar el riesgo de exponer la ciudad a ataques. De hecho, la invasión de Ayutthaya y el derrocamiento del rey jemer se produjeron al final del segundo período de sequías.
A las alteraciones climáticas se sumaron los cambios políticos y religiosos que ya se dejaban sentir en el reino, sellando, según Fletcher, el destino de Angkor. «Aires de cambio barrían su mundo. La sociedad estaba cambiando. Habría sido sorprendente que Angkor perdurara.»
El Imperio jemer no fue la primera civilización derribada por una catástrofe climática. Varios siglos antes, mientras Angkor iba camino de su esplendor, un desequilibrio ambiental similar en el otro lado del mundo asoló las ciudades-estado mayas de México y América Central. Hoy, muchos investigadores creen que los mayas sucumbieron a la superpoblación y la degradación ambiental que siguieron a una sucesión de tres crueles sequías en el siglo IX. «En Angkor sucedió esencialmente lo mismo», dice Coe.
Es posible que las sociedades modernas tengan que prepararse para desafíos climáticos similares. Según Buckley, la causa más probable de las grandes sequías de Angkor fue un persistente fenómeno de El Niño, que calentó las aguas superficiales de las regiones tropicales del océano Pacífico central y oriental.
El fin de Angkor es una lección de humildad acerca de los límites del ingenio humano. «El sistema hidráulico de Angkor era una máquina fantástica, un mecanismo maravilloso para regular el mundo», dice Fletcher. Sus ingenieros lograron mantener en funcionamiento durante seis siglos la obra magna de su civilización, hasta que, al final, una fuerza mayor los derrotó.
Fuente: http://www.nationalgeographic.com.es/historia/grandes-reportajes/angkor-la-ciudad-sagrada_455/2
Lo que más me sorprende de este tema es que la población no dijera nada sobre la caída de esta gran ciudad, que, como vemos, de pequeña no tenía nada para la época. Imagino que no fueron capaces de asociar los cambios culturales y los desastres naturales que vivió esta civilización a lo largo de su historia, con la decadencia que a su vez sufrían.
Por otra parte, destacar el cambio del hinduismo al budismo, que por lo visto fue importante. Algo sé de la cuestión pero no mucho, a ver si alguien es capaz de explicarnos este cambio y la repercusión que tuvo en la relación entre las clases populares y la nobleza. Si veo que nadie se anima, quizá me animo yo y abro otro hilo con el tema, que lo conozco por encima y fue muy interesante.
También destaco el enorme parecido que tenían estas construcciones con otras vistas en Sudamérica. Supongo que la necesidad de hacerse ver en medio de la selva fue la que les llevó a construir estas torres tan altas, en las civilizaciones sudamericanas sí que sé que fue así. Dejo una imagen de una torre maya en medio de la selva para comparar:
Por abrir debate, ¿conocéis más civilizaciones o ciudades que hayan padecido un destino similar?
Por cierto, no olvidéis que tenemos un grupo para los temas históricos. En él recopilamos y avisamos de este tipo de hilos, y está abierto para todo el que quiera participar, solo tenéis que decirme cualquier cosa que queráis aportar (podéis crear hilos de historia y yo os lo pongo por el grupo) y yo lo comparto con los demás. http://www.mediavida.com/g/CDE