Cuando los investigadores acuden al lugar donde se ha producido un crimen, jamás saben con qué se van a encontrar. El tipo de homicidio cometido en domicilio sito en el barrio de Santiago el Mayor en Murcia, parecía lo que se conoce como asesinato ritual. Sangre esparcida por toda la casa, tres cadáveres mutilados, uno de ellos en la bañera, y la cabeza de otro en una bolsa de plástico.
Todas las miradas se centraron en el hijo mayor. Había desaparecido misteriosamente y pasó a convertirse en el principal sospechoso. El caso del ‘Asesino de la Catana’, en el que el joven de dieciséis años José Rabadán mató con total serenidad a sus padres y a su hermana pequeña de tan solo nueve, revolucionó a la población y conmocionó a toda la sociedad.
Originario de Murcia, este joven nunca tuvo un comportamiento fuera de lo normal. Sus vecinos aseguran que aunque era reservado y solitario siempre se mostraba educado. No salía con los amigos de noche ni tampoco bebía alcohol, aunque se pasaba las horas muertas delante del ordenador y la consola. También describen a José como un chico muy mimado y consentido por sus padres. Siempre le rodeaban de caprichos, como la compra de una computadora demasiado cara para el sueldo del progenitor, camionero de profesión.
Su obsesión por el juego Final Fantasy VIII llevó a que le regalasen un sable de samurái, o a asistir a clases de kárate. No había nada material que José no obtuviese fácilmente. Sin embargo, el adolescente no estaba a gusto con su familia.
Necesitaba estar solo y un año antes intentó fugarse de casa. No era buen estudiante, así que dejó los estudios y pensó en marcharse para empezar una nueva vida lejos de allí. Pero su padre llegó a tiempo e impidió su huida. Aquello lo sumió aún más en su soledad y fue el motor para acabar asesinando a toda su familia. Si se iba, le buscarían siempre, pero si los mataba, terminaría su suplicio.
A primera hora de la mañana del 1 de abril del 2000, José Rabadán se levantó de la cama con la catana en la mano –durmió con ella bajo las sábanas- y decidió empezar su nueva vida. Entró en la habitación de sus padres e inició la carnicería.
Según el informe forense, los crímenes se produjeron entre las seis y las ocho de la mañana. El padre se defendió de la agresión cubriéndose la cara con las manos, de ahí que se encontrasen tres de sus dedos amputados y un corte profundo a la altura del cuello. El cuerpo presentaba dieciséis o diecisiete golpes y la cabeza se halló en una bolsa de plástico.
Respecto a la madre, todo indicaba que la mató mientras dormía, ya que no presentó signos de resistencia. Por último, el adolescente asesinó a su hermana de nueve años y con síndrome de Down. Las autopsia confirmó que también repelió el ataque de su hermano. Tenía una herida bastante grande en el cuello.
Para evitar que el hedor de los cadáveres alertase a los vecinos, llenó la bañera con agua y metió el cuerpo de su hermana. Arrastró el del padre hasta el cuarto de baño, pero como pesaba demasiado lo dejó al lado de la tina. El de la madre apareció mutilado sobre la cama.
La escena que dejó tras de sí era dantesca. Su ropa completamente ensangrentada era la prueba de aquella masacre, así que decidió cambiarse de vestimenta, pero dejándose la camiseta y la ropa interior. Quería salir de allí lo antes posible. Lo único que en lo que pensaba era en quedarse solo en el mundo, empezar una nueva vida y disfrutar de libertad para hacer lo que le viniese en gana. Su objetivo: irse a Barcelona. Allí vivía una chica, Sonia, con la que chateaba hasta altas horas de la madrugada a través de Internet.
Antes de partir, buscó dinero y con quince mil pesetas (unos cien euros) emprendió la fuga. Estaba amaneciendo. Lo primero que hizo fue irse al centro de Murcia y llamar a Sonia. Después, hacer autostop a las afueras de la ciudad para que le llevasen hasta Alicante. Ya en la estación de trenes, un guarda jurado advirtió la presencia del asesino acompañado de otro menor.
“Uno me dijo que era de Murcia y que iba a Barcelona con su amigo a ver a su abuela. Lo de Murcia me escamó, y también que viajaran solos”, explicó el vigilante a las autoridades. Entonces llamó a la policía narrando lo ocurrido. Cuando se acercaron a los jóvenes y les pidieron la documentación, ninguno llevaba el DNI.
"Quería vivir una experiencia distinta. Estar solo. Que mis padres no me buscaran"
Según el testimonio de los agentes, José “se comportó con naturalidad, muy sereno y hasta con frialdad”. Decidieron trasladarles hasta la Comisaría Central de Alicante para proceder a su identificación. Una vez allí comprobaron la verdadera identidad de José Rabadán. Habían pasado tres días desde el parricidio.
Trasladaron al joven a las dependencias de la Jefatura de Policía de Alicante y le tomaron declaración en presencia de un abogado. “Quería vivir una experiencia distinta. Estar solo. Que mis padres no me buscaran”, relató a los agentes. Los allí presentes no daban crédito a aquellas palabras, así que le preguntaron de nuevo: “Y a tu hermana, ¿por qué mataste a tu hermana?”. A lo que él respondió: “¿Y qué iba a hacer ella sola en el mundo...? La maté para que no sufriera”.
Una nueva vida en libertad:
Gracias al gran despliegue de medios de comunicación que hubo durante su traslado al Juzgado de Menores de Murcia, pudimos conocer el rostro del ‘Asesino de la Catana’, que apareció en las portadas de los principales diarios españoles. La corta comparecencia se resolvió sin llegar a juicio y sentenciándole a ocho años de internamiento en un centro de menores y dos de libertad vigilada. Hasta ese momento, el parricida había estado cobrando la doble pensión de orfandad estipulada por ley.
El 25 de septiembre de 2003, José intentó fugarse aprovechando que tenía una sesión terapéutica en Elche. Cuatro horas después de dar esquinazo a sus cuidadores, dos policías de paisano le arrestaron. Lo único que el joven gritaba era: “La próxima vez me tendréis que pegar dos tiros para cogerme”.
Cumplidos siete años, nueve meses y un día de la sentencia por el tripe asesinato, el ‘Asesino de la Catana’ quedó en libertad. Era el 1 de enero de 2008. Desde entonces y hasta diciembre de 2017, José Rabadán vivió sumido en el silencio del anonimato, integrado en la sociedad tras recibir tratamiento psiquiátrico y llevando una vida absolutamente normal.
Sin embargo, la emisión de un documental en DMAX sobre su vida –lleva por título Yo fui un asesino-, volvió a ponerle de actualidad. Ahora aquel adolescente rebasa los treinta años de edad, está casado, tiene una hija de tres y trabaja como broker en la Bolsa. Una imagen completamente distinta a la que todos recordábamos casi veinte años antes.
Pese al tiempo transcurrido, José sigue sin tener “una explicación clara” de por qué mató a su familia. De hecho, asegura que “si hubiera sabido las consecuencias, no lo habría hecho”. Y lo dice a cara descubierta, ante las cámaras de televisión. Ya no se esconde.
La imagen impacta sobremanera, sobre todo cuando Rabadán se refiere a esos “pájaros en la cabeza” que le llevaron a protagonizar una dantesca escena de sangre. Relata que se “rebeló contra Dios” por el síndrome de Down de su hermana y que se “acercó al satanismo”. También recuerda lo aficionado que era a las artes marciales, “quería ser un ninja”, y lo enganchado que estaba a los videojuegos.
No fui yo. La espada bajó sola
Respecto al plan preestablecido para cometer el parricidio, el homicida asegura que algo sorprendente: “No fui yo”. “La espada bajó por mi brazo, pero bajó sola”, continúa. “Me arrepentí desde que la espada bajó pero no lo recuerdo realmente”, añade. Pese a la justificación, el joven se emociona cuando recuerda el “amor” que sentía por su hermana. “Los niños con síndrome de Down son especiales”, llega a decir. Y lo hace casi sin voz. De hecho, hay un momento en que se levanta porque no lo aguanta.
Ante estas muestras de emoción, Javier Urra, Defensor del Menor y uno de los precursores de la Ley del Menor, no duda al aseverar que: “Se explica muy bien pero no lo siente”. Una clara señal de falta de empatía. De hecho, el experto que también se entrevistó con Rabadán, habla de por qué éste quiere ahora hablar públicamente; de si es un claro ejemplo de rehabilitación como el propio asesino asegura. “Pero tiene que haber algo más. Igual quiere perdonarse a sí mismo”, afirma Urra.
Tras un crimen de esta magnitud, es muy difícil que la sociedad borre la imagen que tiene de Rabadán. Él mismo incluso lo reconoce: “Muchos seguirán considerándome un monstruo”. Él mismo intentó quitarse la vida en prisión, pero escuchó una voz que le decía: “Hacía falta valor para suicidarse, pero más valor aún para seguir vivo y superar lo que había ocurrido. Pedí ayuda a Dios y caí en sueño, despertando totalmente recuperado y con buen ánimo. Salí al patio y sentí el sol, los pájaros… la angustia y el dolor desaparecieron”.
Así superó Rabadán lo que, según él, “había hecho” (refiriéndose a la matanza). La asociación evangélica ‘Nueva vida’ fue clave en su reinserción: “Vine aquí sin haberme perdonado, pudiendo haber llegado a ser un asesino. Pero abrí mi corazón a Dios. Dios me ha salvado”. Ahora está casado y es padre de una niña pequeña. “Mi intención es aportar mi granito de arena: mostrar que hay esperanza y que la reinserción es posible”, concluye.
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