BATALLA DE PAVIA
Ejército Francés
Comandante: El Rey Francisco I
Infantería: 17.000 hombres
Caballería: 6.000 hombres (1.000 Gendarmes)
Artillería: 53 piezas
Pérdidas: 12.000 - 13.000 hombres
Ejército Imperial (España)
Comandante: Duque de Pescara
Infantería: 19.000 hombres de los cuales españoles 5.000
Caballería: 4.000 hombres
Artillería: 17 piezas
Pérdidas: 500 - 600 hombres
En la aldea europea dos poderosas familias se odiaban a muerte, los Borgoña-Austria y los valois-Angulema. Sus vástagos respectivos, Carlos I de España y Francisco I de Francia, parecían nacidos para llevar aquella rivalidad a sus últimas consecuencias. Ambos eran orgullosos y testarudos, ambos habían heredado viejos litigios de lindes (en el Milanesado, en Nápoles, en Luxemburgo, en Navarra...) y cada uno de ellos deseaba humillar al otro. Además, Francisco no perdonaba a Carlos que se hubiese alzado con el título de Emperador del Sacro Imperio al que también él aspiraba.
Carlos, el de la mandíbula prognática, y Francisco, el de la luenga narizota, sostuvieron cuatro guerras. La primera duró cinco años, entre 1521 y 1526, y se desarrolló en el ducado de Milán.
El primer asalto lo ganó Carlos tras una breve y brillante campaña cuya batalla más importante se dio en Bicoca, un lugarejo en las proximidades de Monza.
Los españoles alcanzaron la victoria tan fácilmente que el topónimo se incorporó al castellano como sinónimo de cosa fácil, ganga o prebenda que se consigue con poco coste. En descargo del perdedor, el general francés Lautrec, hay que apuntar que dio la batalla contra su voluntad, forzado por sus mercenarios suizos a los que debía muchas pagas atrasadas.
Después de Bicoca, los púgiles se concedieron un respiro para alistar nuevas tropas antes de volver a la carga. Los ejércitos de la época estaban compuestos de soldados profesionales que combatían por la paga y eran en una alta proporción extranjeros. En el ejército de Carlos, además de españoles militaba una gran cantidad de alemanes, italianos y suizos; en el de Francisco, además de franceses, abundaban igualmente los mercenarios europeos.
En el segundo asalto Francisco besó nuevamente la lona. El almirante Bonnivet invadió el Milanesado con un ejército de cuarenta mil hombres pero fracasó en su empeño de expulsar a los españoles, El tercer asalto fue el más espectacular. Francisco I en persona pasó los Alpes, el 25 de octubre de 1524, al frente de un gran ejército en el que lo acompañaba toda la nobleza de Francia. Once días después los franceses entraban en Milán y avanzaban por doquier arrinconando a las guarniciones españolas en sus plazas y castillos. Las fuerzas de Carlos, el llamado ejército de Milán, unos diez mil hombres escasos de pertrechos, cedieron terreno y se replegaron a Lodi.
Uno de sus generales, el navarro Antonio de Leiva, se encerró en la ciudad fortificada de Pavía con dos mil españoles y cinco mil alemanes Parecía que Francisco había vencido antes de combatir. No obstante no podía considerar conquistado el territorio hasta que hubiese expulsado de él a las fuerzas españolas, Por lo tanto puso sitio a Pavía y comenzó a batir la ciudad. Pero su defensor Antonio de Leiva, organizó muy bien la defensa y rechazó los asaltos franceses respondiendo a sus minas con contraminas. Los franceses se las habían con uno de los generales más veteranos de Europa. A sus cuarenta y cinco años, el de Leiva había hecho la guerra de las Alpujarras contra los moriscos y había acompañado al Gran Capitán en sus campañas italianas contra los franceses.
Si Pavía no se conquistaba por las armas perecería por hambre. Era sólo cuestión de tiempo, pero mientras el ejército francés estaba inmovilizado delante de sus muros, los imperiales se reponían y consolidaban posiciones en otros lugares.
Al campamento de Francisco comenzaron a llegar noticias preocupantes. Los imperiales habían reclutado doce mil lansquenetes en Alemania; Fernando de Austria les enviaba otros dos mil hombres...
Francisco I celebró consejo y decidió batir al enemigo antes de que se robusteciera. Puesto que Pavía sería rendida por hambre podían permitirse el lujo de dividir sus fuerzas: dejarían una parte en el cerco de la ciudad y enviarían al resto en sendas expediciones contra Génova y Nápoles.
Mientras tanto los imperiales estaban en apurada situación. Las arcas de sus regimientos estaban exhaustas y era presumible que los lansquenetes alemanes y los mercenarios suizos, faltos de pagas, no tardarían en amotinarse o simplemente en ponerse en huelga, en dejar de combatir. Los generales salieron del paso empeñando sus fortunas personales para obtener créditos con los que pagar a las tropas, pero ni siquiera así obtuvieron el dinero necesario para sostener una campaña tan prolongada como la que se avecinaba. El marqués de Pescara pulsó hábilmente la íntima fibra del orgullo nacional de sus compatriotas: expuso la apurada situación a los arcabuceros españoles y consiguió no sólo que combatieran de fiado sino que le adelantaran sus ahorros para pagar a los alemanes. Es evidente que los soldados adoraban al vencedor de Bicoca.
La guerra en invierno era muy dura, con el tiempo lluvioso, los caminos embarrados y las nieblas traicioneras ocultando celadas en valles y malos pasos, pero tampoco quedaba otra opción. A mediados de enero, los generales de Carlos, el contestable de Borbón, Lannoy y Pescara marcharon sobre Pavía para forzar al rey de Francia a levantar el cerco.
El enfrentamiento se produjo el 24 de febrero de 1525. En todas las academias militares del mundo ponen la batalla de Pavía como ejemplo de ejecución perfecta de un plan de ataque.
Después de la llegada de los refuerzos españoles, los ejércitos estaban equilibrados numéricamente, unos veinticinco mil hombres por cada bando, pero los franceses superaban a los españoles en caballería y artillería. Francisco, con sus tropas resguardadas por la muralla del parque, dejaba pasar los días sin mover un dedo. Sabía que las arcas del enemigo estaban casi exhaustas y esperaba que su ejército se disolviera por falta de pagas. Además los sitiados no tardarían en rendirse por hambre.
En efecto. A los quince días comenzaron a escasear los víveres en el ejército imperial y algunos oficiales aconsejaron a Pescara que se retirara hacia Milán. Pescara, tan excelente psicólogo como general, hizo nuevamente de la necesidad virtud y se ganó a sus hambrientas tropas con la siguiente arenga: "Hijos míos, todo el poder del emperador no basta para darnos mañana un solo pan. ¿Sabéis el único sitio donde podemos encontrarlo en abundancia? En el campamento de los franceses que allí veis." No era lerdo el de Pescara. Desde que acampó ante Pavía no pasó día en que no fingiera un ataque nocturno contra los franceses. De este modo los acostumbró a las falsas alarmas y se aseguró que los cogería desprevenidos cuando desencadenase el ataque verdadero. Es una argucia de guerra muy antigua que suele dar resultado.
El 23 de febrero, los imperiales salieron a dar la batalla definitiva. Pescara envió dos compañías de encamisados a abrir una brecha en el muro del parque que protegía a los franceses. Los encamisados, así llamados porque llevaban las camisas blancas encima de las armaduras, como camuflaje para la nieve. También era uniforme de guerra nocturna que les permitía reconocerse de noche. Los encamisados abrieron tres brechas por las que al amanecer se coló Pescara al frente de los imperiales. Los españoles avanzaban en formación, sus escuadrones de piqueros flanqueados por la caballería. En el campo francés los caballeros se prepararon para el combate en sus relucientes armaduras. Las instrucciones eran no dejar a un español con vida. Pescara formó su columna y arremetió contra la línea francesa en ángulo agudo, siguiendo el orden oblicuo que tan buen resultado dio al griego Epaminondas en la clásica batalla de Mantinea. Durante el siglo y pico siguiente todos los ejércitos de Europa, y especialmente el de Federico el Grande, adoptarían el orden oblicuo. Consiste en chocar contra el enemigo no de frente sino formando un ángulo agudo de modo que se trabe el combate en un único punto, dejando el resto de la tropa retrasado. Así se consigue fijar al enemigo sobre el terreno y evitar que refuerce el punto atacado, donde se hace la mayor presión.
El ejército francés se caracterizaba por un elemento moderno, su artillería, y un elemento evidentemente desfasado, su caballería feudal, hombres de armas cubiertos de brillantes armaduras sobre robustos caballos igualmente acorazados. Frente a ellos las tropas imperiales se componían principalmente de infantería, los famosos tercios españoles que muy pronto serían considerados invencibles en terreno llano. Los tercios constituían una tropa sufrida, valiente y experimentada. Sus largas picas debidamente concentradas en formación cerrada formaban una especie de puerco espín que se movía cansinamente a golpe de tambor y formaba una barrera infranqueable para la caballería. Además sus cuadros iban festoneados por escuadrones de expertos arcabuceros capaces de acertar al caballero a cien pasos, traspasando la coraza. Comenzaba a dictar su dura ley la tan denostada pólvora que dio al traste con la guerra noble y lúdica, casi deportiva, de la Edad media. Otra vez, como en Crécy y en Aljubarrota, el arma que mata a distancia y casi anónimamente, sea arco largo inglés o arcabuz de mecha español, venciendo a la espada y la lanza del caballero. El contraataque francés desbarató la línea imperial. Las cuatro piezas de artillería que el de Pescara llevaba en retaguardia, sin escolta de caballería, fueron presa fácil de los franceses, que se lanzaron por ellas y las arrebataron a los alemanes que las servían. Pero al hacerlo dejaron al descubierto su retaguardia y las tropas imperiales del marqués del Vasto se colaron por la brecha y pusieron en fuga a los suizos de Francisco.
Mientras tanto el condestable de Borbón, antiguo general francés que se había enemistado con Francisco y se había puesto al servicio de Carlos, cayó sobre la vanguardia francesa con el centro imperial. Fue entonces, en el momento más decisivo del combate, cuando Francisco I, arrastrado por su vanidad caballeresca, quiso decidirlo todo en un santiamén con una vistosa carga de caballería y se lanzó alocadamente al combate. En este movimiento su galopada se interpuso frente a las bocas de sus cuarenta cañones que estaban conteniendo a las fuerzas imperiales. Los artilleros se vieron obligados a suspender el fuego para evitar herir a los suyos. La caballería imperial contuvo la carga a duras penas pero mientras tanto el marqués de Pescara, maniobrando hábilmente, dispuso a sus mil quinientos arcabuceros de modo que acribillaran a la caballería enemiga. En el momento más crítico Leiva salió de Pavía con sus cinco mil hombres y después de romper el puente sobre el Ticino para cortar la retirada a los franceses, cayó sobre el flanco del enemigo. Hombre animoso este Leiva que el día de la batalla estaba tan enfermo que no se sostenía sobre el caballo, pero así y todo quiso estar entre sus hombres y se hizo llevar en silla de manos. La torpeza de Francisco I había decidido la batalla. No obstante todavía le quedaba casi intacta la infantería del centro e izquierda, compuesta de mercenarios suizos y de lansquenetes alemanes. Los arcabuceros españoles hicieron una carnicería en ellos y los pusieron en fuga por el camino de Milán. Sobre el campo quedaban los cadáveres de los generales La Pacice y Diesbach que mandaban el ala derecha francesa y los suizos. En cuanto a Bonnivet, consejero militar del rey y más directo responsable del desastre, se suicidó.
Desarticulados los franceses y perseguidos por los imperiales, la batalla se redujo a combates aislados. Francisco y sus caballeros de escolta fueron rodeados. El rey de Francia había perdido el caballo y estaba herido, aunque levemente, en el brazo. Pugnaba por levantarse cuando un soldado vasco, Juan de Urbieta, le puso el estoque al cuello y lo hizo preso. Con él estaban Alfonso Pita, gallego, y Diego Dávila, granadino. Los arcabuceros se disputaban aquel rehén de elevada estatura que, por la riqueza de las armas que lucía y la altivez con que se conducía aun en la derrota, debía de ser de la más alta cuna. Fue La Motte, oficial del condestable de Borbón, el que lo reconoció y caballerosamente le prestó homenaje. Francisco entregó a Lannoy su espada y una manopla, en señal de rendición.
Con la perspectiva del tiempo no deja de ser curiosa la supervivencia de este concepto medieval de la guerra en la que los propios reyes se juegan la vida al frente de sus tropas, También Carlos I estuvo a punto de caer prisionero del enemigo en Innsbruck en 1552. Los monarcas actuales, sin embargo, aunque gusten de vestir uniforme y de lucir medallas y condecoraciones, hace tiempo que dejaron de ir a la guerra y se contentan con presidir desfiles. La batalla de Pavía se saldó con más de ocho mil muertos franceses. Además, muchos nobles y caballeros principales cayeron prisioneros. Francisco fue trasladado a España y permaneció prisionero de Carlos por espacio de un año, hasta que se avino a firmar el tratado de Madrid en 1526. En virtud de este tratado, el francés reconocía los derechos de Carlos V sobre los ducados de Milán y Borgoña. Papel mojado. En cuanto Francisco se vio al otro lado de los Pirineos, se olvidó de lo pactado y reanudó la guerra en Italia aliado al Papa y a Génova. Carlos en su nueva campaña le hizo la guerra al Papa y sus lansquenetes desmandados saquearon Roma en 1527 (y trazaron graffitis con vivas a Lutero a punta de alabarda sobre los frescos de la Capilla Sixtina). Ésa es ya otra historia.