José M. Faraldo
Historiador, escritor y traductor literario
La Cataluña franquista
20/09/2017 12:43 CEST | Actualizado 21/09/2017 07:21 CEST
Resulta extraño escuchar constantemente la acusación que muchos nacional-catalanistas hacen contra el resto de españoles de ser "franquistas" o de que territorios como Castilla poseen "permanencias del franquismo". Si hay un territorio español que se benefició del franquismo, ese es Cataluña. Y si hay un territorio -junto al País Vasco- donde el nacionalismo franquista dejó hábitos, formas de actuar y de comprender la realidad que se transmitieron e integraron de inmediato con el nacional-catalanismo, es por supuesto, toda la Cataluña interior.
Cataluña ganó la guerra civil junto a Franco: las élites, los grandes burgueses huyeron a Burgos y se pasaron al enemigo o se escondieron para evitar que los republicanos los aniquilaran; volvieron a salir todos ellos con las tropas franquistas, recuperaron sus negocios y se vengaron con saña de la persecución. Luego se hicieron aún más ricos, protegidos por unas leyes que sometían y amedrantaban a los obreros y alentaban la especulación de las grandes fortunas catalanas. Pero eso no fue todo. Los tenderos, comerciantes y pequeños empresarios, de los que tan poblada estaba la Cataluña de entonces, los payeses de alguna tierra, se alegraron también de que Franco expulsara a quienes les habían confiscado las fábricas o las tierras, las habían nacionalizado o socializado. Como muestran los estudios de historia económica, jamás la pequeña industria y el pequeño negocio en Cataluña prosperó más de lo que lo hizo en los años centrales del franquismo, protegido por unas leyes franquistas hechas a su medida.
Toda la Cataluña interior, la Cataluña carlista, los padres y abuelos de los Llach, Junqueras y Puigdemont, ganaron la guerra con Franco. Porque los carlistas fueron los que de verdad ganaron, no los falangistas, que eran pocos y sin apoyos. La Cataluña carlista ganó la guerra con Franco.
La represión en Madrid, la ciudad roja y jornalera, tan odiada por Franco y la derecha, fue mayor, mucho mayor que en Barcelona. Hubo un puñado de catalanistas supuestamente de izquierdas que pudieron huir por la frontera, mientras en Madrid los republicanos se quedaban para construir una resistencia que acabó en el paredón. En general, Franco no mató catalanistas (Companys no es más que un caso, triste y simbólico, pero un caso). Porque los catalanistas o bien eran ricos y le habían apoyado, o se habían escapado a Francia (y algunos volvieron, muchos a ocupar sus puestos o mejores). Como en el País Vasco, la burguesía catalanista que se había significado en la República recibió, como mucho, multas. A quien Franco mató fue a los anarquistas, los mismos a los que las juventudes de Ezquerra Republicana de Catalunya -un partido que se acercó mucho al fascismo durante el periodo de entreguerras- habían perseguido e insultado por ser "murcianos".
Si fueron los inmigrantes castellanos, murcianos, andaluces y extremeños quienes, junto con los obreros y obreras catalanes fundamentaran la potencia económica de Cataluña, resulta extraordinariamente doloroso el escuchar una y otra vez el agravio de la disparidad de las balanzas fiscales. Al cabo, quienes emigran de una tierra suelen ser siempre los más jóvenes, los más fuertes y capaces y con ello descabezan la capacidad social de progreso en el lugar del que se van. El éxito económico de Cataluña está construido en parte importante con la condena al retroceso en otros territorios.
Es más: los planes de desarrollo franquistas, en especial el llamado "plan de estabilización" de 1959, que fueron letales para Castilla, los redactaron y pensaron sobre todo catalanes. Alguno de ellos, como Joan Sardà Dexeus, economista de la órbita de ERC, que durante la guerra había trabajado con Companys y al que, lejos de encarcelar, el franquismo le llamó para preparar una liberalización que arrancaría las pocas defensas que tenían los obreros: porque eso venía bien para llenar Cataluña de la mano de obra barata, emigrantes, que la industria catalana precisaba.
Y todavía más: los planificadores catalanes franquistas conspiraron con toda consciencia para reducir Castilla a una tierra predominantemente agrícola: todos los planes del franquismo invertían en desarrollo industrial en Cataluña y el País Vasco (el 25% total de las inversiones del Instituto Nacional de Industria franquista fueron a parar a la provincia de Barcelona por apenas unas décimas para todo el conjunto de Castilla, incluyendo a Madrid). Pero esos mismos planes sólo preveían regadíos y ordenación agraria para Castilla, sumiendo para siempre a un territorio mayor que muchos países europeos en la dependencia económica y el subdesarrollo industrial. De este modo, la industria catalana (y la vasca) recibían mano de obra barata y dócil y se evitaban competencia futura.
De aquellos polvos, estos lodos. El nacionalismo franquista se convirtió en catalanista cuando llegó la transición: centenares de alcaldes franquistas, de procuradores en cortes, de elegidos por el tercio de familias se pasaron de la noche a la mañana a CiU y a ERC. El nacionalismo es nacionalismo, no varía más que el nombre. El fascismo soterrado de buena parte del nacional-catalanismo actual se explica muy bien así, por su continuidad con el fascismo franquista.
Si tenemos que reconstruir puentes -y soy firme partidario de ello-, es necesario que las buenas gentes de Cataluña entiendan el papel jugado por su tierra en el infradesarrollo económico y social de Castilla. Si la balanza fiscal es desfavorable a los territorios ricos (lo cual incluye a Madrid, claro), la balanza demográfica y económica lo es para con Castilla y su Extremadura. Los catalanes pueden quejarse de escasas inversiones en carreteras, de tener que pagar peajes. Pero han de tener en cuenta que a nosotros su desarrollo nos ha costado no sólo una desventaja económica, sino la desaparición física, biológica. Y el genocidio cultural de pueblos y más pueblos castellanos y extremeños en los que la cultura propia ha desaparecido para alimentar los extrarradios barceloneses con emigrantes y sus hijos y nietos, que ahora hablan catalán, votan a la CUP y no tienen ni idea de lo que es un mayo, una rondeña o el juego del guá.