España es uno de los países occidentales más proclives a los servicios públicos y a la intervención estatal en la economía y en cualesquiera otros ámbitos (informe Values and Worldviews de la Fundación BBVA). En gran medida esa visión favorable de lo público viene vinculada a la idea de gratuidad. Todo el mundo asocia lo público con lo gratuito, lo que obviamente ayuda a crear ese favorable aura. Porque a todos nos gusta lo que es gratis, lo que no nos cuesta, lo que no tenemos que pagar. ¿A quién no le gusta que le regalen algo? Lo gratuito gusta, y además no solemos ser demasiado exigentes con lo que es gratis. Ya lo dice el refranero español: "A caballo regalado, no le mires el dentado".
Pero lo cierto es que lo público no es gratis, nada público sale gratis. Todos los servicios públicos tienen un coste que acabamos pagando vía impuestos o vía deuda. Por el contrario, a lo que no es público, a lo privado, enseguida le asociamos la idea de coste económico. Porque todo lo privado tiene un precio. Y sin embargo, dicha afirmación es errónea.
Hay muchísimas cosas, muchísimos servicios que las empresas privadas nos ofrecen gratuitamente. Esto es muy frecuente en el campo de las nuevas tecnologías, donde las empresas nos ofrecen servicios gratuitos en comunicación (Whatsapp, Telegram, Skype, etc.), redes sociales (Twitter, Facebook, Instagram, Youtube), almacenamiento de datos (nubes), música (Spotify), etc. Pero ello también sucede en campos más tradicionales, como por ejemplo en el de los centros comerciales, donde empresas privadas nos permiten aparcar el coche y entrar gratuitamente, sin pagar entrada. O en el de la radio y la televisión, que mayoritariamente emiten en abierto, es decir, en gratuito.
Y sin embargo todo lo que es público, todo, nos cuesta dinero. Nada de lo público es gratis, todo lo pagamos. Desde la educación, la sanidad o incluso el disfrute de los jardines, el paseo por las calles, la visita a un museo o hacer una ruta por un parque nacional. Absolutamente todo lo público nos supone un coste, no hay nada público que sea gratis.
En resumen, los servicios privados pueden ser gratuitos o no (depende del caso), mientras que los servicios públicos nunca lo son.
Y si, como hemos visto, la cuestión de la gratuidad no es la clave de la distinción entre lo público y lo privado, entonces ¿qué es lo que realmente los diferencia? Pues bien, lo que distingue a un bien o servicio público de uno privado es la obligatoriedad. Mientras que el uso o consumo de un bien privado es voluntario (yo decido si quiero contratarlo o comprarlo o no), los servicios públicos son obligatorios, los pago aun cuando no los use, aunque no los quiera. No tengo la opción de no pagarlos o desvincularme de los mismos. Aunque no me guste la televisión pública y nunca vea esos canales, no me queda más remedio que pagarla. Si no me gusta la educación pública y prefiero la privada, ello no me exonera de sufragar los costes de la educación gubernamental. Si no me gusta el servicio que me presta la sanidad pública y contrato un seguro de salud privado, aun así tendré que seguir costeando una sanidad pública deficiente y que no uso. Si nunca cojo el AVE, da igual, porque estaré asumiendo sus costes.
Muchas personas se quejan de lo difícil que a veces resulta darse de baja de una compañía telefónica, pero nadie dice que darse de baja de un servicio público no es sólo difícil, es imposible. Va siendo hora de que los políticos nos devuelvan parte de nuestra libertad y nos permitan descolgarnos de los servicios públicos que no nos interesan, no es pedir demasiado.
Y recuerden, cuando alguien está defendiendo lo público, en realidad lo que está defendiendo es obligarle a usted a pagar por algo que a lo mejor no quiere, porque lo que diferencia a lo público de lo privado no es la gratuidad, sino el carácter obligatorio de lo primero y la voluntariedad de lo segundo.
Fuente: Libre Mercado