Quien haya disfrutado de un buen pulpo a la gallega sabrá que es uno de los manjares más deliciosos que podemos degustar en España, sin embargo, en The New Yorker se preguntan si deberíamos permitirnos el comer estos cefalópodos.
Si bien los pulpos se encuentran bastante lejos de nosotros en la escala evolutiva, estos han demostrado una inteligencia a la que pocos animales pueden compararse: son capaces de manipular objetos y abrir jarras o desconectar enchufes, huyen de sus depredadores de las formas más ingeniosas, incluso algunos teorizan con su capacidad de comunicarse. Como diría el profesor Peter Godfrey-Smith, puede que sea lo más cerca que estemos de encontrarnos con vida alienígena inteligente.
Y aun así, durante siglos hemos golpeado a este animal hasta la muerte. Quizás el argumento de la inteligencia no sea suficiente para salvar a un animal de nuestra mesa, si así fuera, un cerdo tendría más posibilidades de salvarse de la cazuela que un perro o un gato. Y, al fin y al cabo, definir la inteligencia de un animal no es algo fácil.
La realidad es que la demanda de este manjar no deja de estar en auge, y esto podría tener un impacto en el pulpo ya no como individuos inteligentes destinados a una vida de sufrimiento para acabar en un plato de madera con sal, pimienta y aceite, sino para el pulpo como especie. ¿Y si estuviéramos frenando el desarrollo de una especie inteligente con nuestra gula? Por otro lado, este incremento en el consumo de pulpo ha empujado el desarrollo de las piscifactorías de este animal, bastante difícil de criar en este tipo de condiciones. Si consiguieramos comer pulpo sin alterar su entorno y su desarrollo, ¿estaría justificado el consumo de estas criaturas independientemente de su nivel de inteligencia? Pero, aun así, solo algunas especies de pulpo son por ahora susceptibles por ahora a este tipo de cría, destacando el pulpo común.
Nos queda aún mucho por investigar en el campo de la inteligencia animal en general y en el ámbito de los pulpos en particular, aun así, la pregunta final que se plantea la columnista de The New Yorker está en el aire. Si encontráramos un alienígena lo suficientemente delicioso, ¿nos lo comeríamos independientemente de lo inteligente que fuera?