Consideraba que no había de existir peor enfermedad que la alopecia. Más tarde, diagnosticaron leucemia mieloide aguda a una mujer que yo conocía muy bien, y aprendí que la calvicie podía ser un mero, insignificante, síntoma.
¿Es la injusticia generalizada una clase de justicia? Incluso moribunda, enjuta, derrengada por el insomnio del espanto, su aspecto era mejor que el mío. Aunque esputaba coágulos de sangre y bastaba rozarla para dejar la impresión de un dedo en su carne lívida.
Cabe la posibilidad de que yo mismo me halle agonizante. En todo caso, cuanto vive agoniza de la enfermedad del tiempo.
A veces encuentro cierto consuelo a mi terror en el transhumanismo, en pensar que quizá se dé con una solución al empobrecimiento capilar y, subsiguientemente, a la muerte. Mas pronto se me ocurre que, tarde o temprano, aun si se habla de cientos de millones de años, uno ha de acabar por sucumbir al olvido, puesto basta con morir una única vez para perder la vida por siempre.
Aun si imagino mi cuerpo futuro como compleja máquina del tamaño de una galaxia que ha absorbido las conciencias de todos los seres inteligentes para conservarlas por la eternidad, ¿qué impediría que se me cruzara un quásar, por ejemplo, y (en un doble atropello) me friese los circuitos de almacenamiento -o, incluso, los simulados cabellos de queratina sintética-?
Imaginemos que se alcanza tal dominio absoluto sobre el tiempo y el espacio, que se puede prevenir la aniquilación (no únicamente la propia, sino retroactivamente la de cualquier ser fallecido); que, en cada último hálito, la máquina de las mentes se presenta, durante un nanosegundo imperceptible para cualquier espectador, y extrae la conciencia que pronta estaba a apagarse para que brille en cambio por siempre en el candor de su matriz y no se extravíe en las tinieblas.
Conjeturemos un artilugio tan avanzado, tan exquisito, que fuera recogiendo sin ser advertido cada cabello arrancado, miniaturizado, -en general- perdido, y lo cultivara para reinjertártelo más lustroso que nunca el día decisivo en que una muchacha joven y bella se echase a la calle para descubrir por vez primera los melifluos néctares de la nubilidad.
Pero lo cierto es que creo yo que la eternidad causaría hastío, si fuera acompañada de prepotencia (como la otorgada por una guedeja demasiado exquisita), y acabaría el sempiterno por querer formarse un engaño, al menos algunas veces, con el que recordar lo que era la vida: con sus limitaciones, pesares, pequeñas victorias y demoledoras catástrofes.
Si bien nada impide, a priori, que por cada universo real haya un número casi ilimitado de simulados, yo tengo el convencimiento de que ha de ser real este en que experimento la existencia. O bien, si me hallo en uno irreal, ha de ser manejado por un maligno -sea yo mismo u otro- que me pene (poniéndome, entre otras cosas, cabeza de lo mismo) estimulando mi cerebro extirpado con tósigos y descargas en una cubeta.
Es cosa terrible el perder el atractivo físico, el tener un cipote por frente, salvo la raja y con poco esmegma, sobre todo cuando se es ya algo fálico por más bien larguirucho y por crecer o decrecer un palmo según estén las energías y el estado de ánimo, cosa que a todos asombra cuando me lo descubren.
Pese a que siempre me tuve por un Tersites, lo cierto es que la vida se empeñaba hasta hace no mucho en intentar convencerme de lo contrario.
<<Hola>> - decía, como sólo puedo calificar de ricamente, una muchacha rubita, desconocida, con sonrisa amable y rubor en las mejillas, que me saludaba con gran efusividad con la mano.
<<Hola>> - respondía yo, habiendo crecido hasta los diecisiete centímetros y tentado de hacer un rápido movimiento de rotación para desmentir o comprobar el ridículo de que hubiera alguien mucho más atractivo que yo a mi espalda.
Pero soy ya invisible. Y lo cierto es que no he vivido lo suficiente (si es que alguna vez llega a ser suficiente) esa ficción a la que llaman amor. Ya ninguna se me prende del brazo en las avenidas, o me escribe poemas, o me suplica que me quede a dormir sin llamar la atención sobre nosotros, sin hacer ruido, para que no nos descubran los demás, los enemigos de nuestro pequeño (en extensión, pero ilimitado en dicha) amor -o, más bien, no gusto de las que se prestan o prestarían a ello-.
No es esta una simulación, pero ¿sería mía o sería nuestra si lo fuera? Si en el faustoso ingenio de las mentes y la eternidad cada cual tiene su propio sueño -o su propia pesadilla-, ¿es posible la conexión con alguien? ¿Era la pesadilla de la leucemia suya, era mía, o era nuestra? ¿Es lo que ven de nosotros los demás lo que hemos visto de nosotros y son los demás lo que ellos vieron de sí? Sospecho que no, pese a que sea tentador pensarlo; tentador porque haría parecer que uno es libre de trocarse en otro.
La experiencia me dice que estamos solos, desolados por el dolor, que jamás hallamos la conexión con otro ser, que el consuelo es circunstancial, que los horrores de la vida son inasumibles, y que merece la pena vivir, quizá por programación biológica, quizá por locura, aun a pesar de todo, incluso pese a la calvicie.
Escribía Nietzsche algo así como que amaría la vida, aun si de ella sólo restasen amarguras. No sé si llego a tanto, pero lo cierto es que no he perdido mi inexplicable amor por ella, por más veces que me dé a entender que agotó en su caso el poquito que me tenía, saludando, en efecto, a los que vienen a mi espalda con sus frentes perfectas y posturas erguidas.