El artículo es original y de una extensión considerable. Trata sobre drogas, sobre la demoniaca heroína, pero para venir a decir gilipolleces, os podéis quedar fuera del hilo.
El opio es una droga que se viene usando desde tiempos inmemoriables (hay indicios de opiofagia hacia el siglo XXV a.C.), siendo la primera droga de la que se dejó constancia en el registro escrito. Se extrae a partir de la adormidera (Papaver somniferum), una planta similar en aspecto a la amapola común.
Esta droga contiene diversos alcaloides, siendo la morfina el más importante, la cual cuenta con un amplio uso médico. Acetilando esta sustancia, se obtiene la diacetilmorfina, bautizada por Bayer en 1898 con el nombre de Heroína. Automáticamente, este medicamento (ya que por aquel entonces todavía no era, como es hoy, el paradigma de droga destructiva) se empieza a utilizar para tratar varias enfermedades, como la tos en los niños, anunciada como el sustituto ideal de la morfina. Pero sólo hasta 1913, cuando la casa farmacéutica detiene la producción y venta de diamorfina, pues se descubre que este derivado morfínico es todavía más adictivo que su precursor.
A partir de aquí, todos conocemos más o menos la historia. La heroína pasó a la ilegalidad y fue apareciendo esporádicamente en la prensa, hasta que en 1973 comenzó a detectarse un consumo incipiente de la droga en España, aunque en círculos muy cerrados, pues el mercado negro todavía no estaba bien articulado. Fue a partir de 1976 cuando la cosa comenzó a extenderse, habiendo decenas, quizá centenares de consumidores de heroína en 1978. Y a partir de ahí, la cifra fue aumentando exponencialmente.
Cabe resaltar que cuando se podía acceder a este opiáceo de forma legal, jamás se produjo sobredosis accidental alguna (hecho lógicamente favorecido por poder contar con la sustancia en su forma más pura) y sus usuarios eran gente de la segunda o tercera edad. Cuando la heroína adquirió el estatus de ilegal, fueron los jóvenes los que se iniciaron en su consumo, llegando a morir cientos de ellos (cifra que nunca rebasó las mil personas) en los peores años de la epidemia que asoló a España en los años 80.
Actualmente, es una droga minoritaria, cuya prevalencia de consumo en el último año escasamente supera el 0,1% de la población española de entre 15 y 64 años. Ahora bien, ¿qué piensa la gente de la heroína? El estigma de droga muy adictiva (y por tanto de droga muy placentera), junto con películas como Trainspotting (“Coge el mejor orgasmo que hayas tenido, multiplícalo por mil y ni siquiera andarás cerca”), ha contribuido a crear una falsa imagen de la droga. Se piensa que es súmmum del placer, la mejor experiencia que uno puede experimentar. Pero nadie se acerca a ella por miedo a hacerse adicto, pues dicen que una única toma basta para verse sometido al jaco. (Mucha gente comenta que probaría la heroína si le quedasen poco días de vida, dejando ver que consideran esta droga el fruto prohibido, el placer que siempre han querido experimentar, dejado de lado por miedo a la adicción.)
Curiosamente, son los libros antidroga los que más resaltan esta idea extremadamente placentera de su consumo. Sirva de ejemplo el siguiente fragmento:
La heroína ataca fuerte, hunde. Por vía intravenosa procura una sensación intensa y rápida de placer total: el flash, que es una especie de orgasmo sexual generalizado. En primer lugar se busca la cualidad esencialmente sexual exquisita y generalizada a todo el cuerpo cuando se produce el flash, y después el estado de bienestar que sigue a continuación y que a veces se compara al estado del feto bañándose en el líquido amniótico en el seno de su madre. Oigamos a Charles Duchassois: “El flash, fenómeno de reacción, siempre brutal, vivo, profundo, del organismo a la intrusión de la droga. Dura decenas de segundo todo lo más. Es siempre formidable. Es la entrada triunfal de la buena droga, de la querida compañera que llega al lecho de vuestras venas, acariciadora, presta para todos los amores que vuestra imaginación reclama, benéfica, dulce, maravillosa, a la que se esperaba febrilmente, sin la que la vida no es vida. El alimento indispensable que os tiraniza adorablemente. Y ya está aquí, en vosotros, de repente, y se produce una felicidad indecible, un goce a cuyo lado nada es cualquier otro goce.”
Jean-Michel Oughourlian, La persona del toxicómano. Herder, Barcelona, 1977.
Con una descripción así, a cualquier le darían ganas de probarlo, de sentir esa sensación de placer total. Pero el relato difiere mucho del de dos investigadores que se propusieron engancharse a la heroína tras quince días de uso continuado:
Stuart y yo llevamos una semana tomando heroína. Siete días de enfermedad voluntaria. ¡Qué mal nos sentimos!... Lo extraordinario es que no ocasiona ningún júbilo, ningún placer. Ante todo, cansancio. A lo sumo algunas horas de desinterés: ver pasar el mundo sin que vaya contigo. Incluso después de la inyección no sentimos ninguna emoción, nada parecido a esa cháchara sobre la expansión de la mente, ninguna cima orgiástica, ningún Kublai Kan. Un sentimiento de opresión respiratoria, un ligero rubor, un sentimiento extraño de incomodidad, algo así como un miedo desconocido... Te adormeces, ves una escena absurda en la que alguien tira algo, te sobresaltas con cierto pánico, vuelves a adormecerte. Alucinaciones hipnagógicas, se llaman. Picor y más picor, te rascas y te revuelves. ¿Por qué tomaría alguien esta cosa? No por deleite. ¿Sólo por una hora de accesos de pánico y de picor? Supongo que para posterioremente escapar hacia la apatía.
Tom Carnwath & Ian Smith, El siglo de la heroína. Melusina, Barcelona, 2006.
Paradójicamente, el relato objetivo resulta más disuasorio que las fantasiosas elucubraciones de alguien que, probablemente, ni siquiera ha tenido delante heroína alguna.
Sobre el placer que se experimenta desde la primera toma, escribe Escohotado:
En cualquier caso, se sabe que las primeras administraciones de morfina o heroína —por cualquier vía, y especialmente por la intravenosa— se reciben con manifestaciones de fuerte desagrado, entre las cuales destacan neuralgias, náuseas y vómitos. Ingeniosos experimentos mostraron que inyecciones intravenosas de heroína a 150 personas sanas no producían un solo individuo que quisiera repetir, mientras otro grupo de personas con problemas graves de salud produjo un importante porcentaje de individuos que declaraban sentirse «más felices» desde la primera inyección, incluso cuando eran engañados y recibían un sucedáneo no psicoactivo.
Antonio Escohotado, Historia general de las drogas. Espasa, Madrid, 1998.
En cuanto a la adicción de la sustancia, dice:
Cuidadosos estudios, hechos en 1928, indicaron que puede producirse un cuadro abstinencial —aparatoso— usando a diario un cuarto de gramo durante cuatro o cinco semanas.
Antonio Escohotado, Historia general de las drogas. Espasa, Madrid, 1998.
Y eso hablando de una sustancia pura, lógicamente, cuando en lo que respecta a la pureza media, a pesar de haber mejorado con los años, la heroína rara vez supera el 30-40% (cifra muy superior al 5% del que se tiene constancia en los años 80), siendo la cafeína y el paracetamol son sus principales adulterantes.
El objeto de este escrito no es otro que el de desmitificar esta droga, que no deja de ser una sustancia psicoactiva más. Muy lejos de pretender incentivar su consumo, se pretende actuar como elemento disuasorio para aquellos que ven en la inyección intravenosa de heroína el sumo placer total, pues la realidad es un poco más tosca de lo que piensan algunos.
En cualquier caso, en un plazo no superior a un mes, probablemente después de aprobar con fabulosas notas (como viene siendo habitual) los exámenes de enero, quien escribe esto tendrá su primera experiencia con esta sustancia, despojado ya tiempo atrás de tópicos y prejuicios y a sabiendas de que muy probablemente no será la experiencia de su vida. Pero no deja de ser una experiencia, cuando menos, curiosa.