Una chica de 38 años, Teresa Farriol, ha muerto de sobre esfuerzo mientras participaba en la ultramaratón Cavalls del Vent, que consiste en cubrir una distancia de 84 kilómetros en menos de 24 horas. La prueba tiene lugar en el parque natural de Cadí-Moixeró, con un desnivel positivo de 6.000 metros.
Más allá de lamentar la trágica noticia, y de acompañar en el sentimiento a los familiares de la víctima, tendríamos que reflexionar sobre lo que significa poner en riesgo nuestras vidas de un modo tan gratuito. Hay un prestigio, siniestro y ridículo, que tienen las pruebas deportivas. Pero el ciclismo, las maratones y las ultramaratones, el motociclismo, etcétera, son absurdos modos de poner nuestras vidas en peligro mucho más que comer productos grasos, grandes embutidos, fumar o beber ginebra o whisky.
Detesto la hipocresía social de criminalizar los grandes placeres y de glorificar esperpénticos ejercicios de esta terrible vanidad que es el culto al cuerpo, tan despreciable intelectualmente, y tan estéril. Las normas de lo políticamente correcto las dictan siempre capados e impotentes, seres sumidos en una profunda infelicidad que pretenden que todos estemos tan tristes como ellos para que así les resulte más llevadera su miseria, y ninguna comparación les hiera.
Esta chica no ha muerto: se ha matado. La prueba deportiva en la que participaba tiene mucho más de muerte que de vida y es un desprecio minucioso y exhaustivo de los dones de la Creación. La vida no es un regalo, es un don. Y tenemos no el derecho sino el deber de estar a altura de las circunstancias y de intentar hacer de ella algo pletórico y generoso.
Organizar salvajadas como las del Cavalls del Vent con la complicidad silenciosa de tanta gente, dice muy poco de nuestra Humanidad y de nuestra sensatez. Es espantoso y deprimente vivir entre bárbaros tan dispuestos a acabar con todo: empezando por la misma vida, poniéndola tan grotescamente en riesgo.
Tener que recorrer 84 kilómetros en 24 horas es una locura y al que se le ocurrió habría que decirle algo. Lo sorprendente no es que Teresa haya fallecido, sino que los demás hayan completado la cosa sin perecer como ella. Tendríamos que ser más serios y más profundos, renunciar a tanta demagogia para detectar mejor el peligro y dejar se legislar a golpe de prejuicios y hacerlo en favor del más elemental sentido de la supervivencia y en pro de la conservación de la especie.
La noche del sábado, a partir de las 23:00, estuvo prohibido comprar una botella de vino, de whisky o de ginebra, la misma hora y la misma noche en que Teresa corría por la montaña bajo una tormenta de agua nieve, con 6.000 metros de desnivel, y moría de sobre esfuerzo en el kilómetro 50.
Somos unos cínicos. Y unos bestias.
Estoy de acuerdo en parte sí, y en parte no. ¿Y vosotros?