¿Dónde marcharán los patos
cuando los lagos se hielan?
Si vuelan o quedan rezagados,
si algún viandante despistado
los recoge en un camión gigante
y los lleva a algún lugar
donde aún existe el escalofrío
del pensamiento o de lo absurdo,
quedará esperanza de que el ser humano
no sea algo desprovisto de sentido,
vaciado, hueco y sin entrañas.
Si un guardián entre el centeno
aguardara todavía con recelo
los fríos inviernos de Manhattan
preguntándose dónde marcharán
los patos olvidados del estanque
y alguien respondiera sin encogerse o quebrarse,
sin recurrir a la burla o la ignorancia.
Si hablara sin permitir que la voz
falsa y mentirosa le arrebatase
lo que queda de verdad en sus palabras,
si se arrugase al escuchar
el llanto dolorido del guardián,
quizá entonces, todavía
podría existir la infancia o la inocencia.
Pero nadie escucha ya su voz,
nadie sabe a dónde van los patos
//y tampoco se cuestiona su destino//
cuando los lagos se hielan.
Prefieren esconder la réplica exacta,
la verdad de sí mismos,
en el grito, la humillación o el gemido,
señalar al culpable del sueño,
hacer de lo cierto una quimera,
esconder el rostro y seguir andando
ahogando la respuesta
en nada, en la materia de una realidad creada
por la ausencia, el llanto o la apatía.
–Falso, todo es falso—
la voz de éste o de aquel otro,
pero no se percatan y aúllan
//como lobos// su desgracia que no conocen,
ni han visto, ni lograrán comprender nunca
porque alientan sin sentirse
y rezan sin saber a quién alaban,
y lloran sin que sus lágrimas lleguen a tocar el aire,
y aplastan con los puños sentimientos,
y encadenan sus miserias a situaciones improbables,
a un imposible dotado de sentido,
a un olvido que ni siquiera recuerdan.
Arranca el alba y el guardián atesora
la respuesta de una niña que no es niña,
que contesta más allá de la mirada,
que huele a jazmín y a viento
que estremece, que se agita, que adivina
que cuando los lagos comienzan a helarse en Manhattan
la existencia perece y nada que no sea nada le sobrevive.
Ni los patos.
Ni el guardián entre el centeno.
Ni la escarcha.
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