Hace unos días estuve construyendo castillos de arena.
Mis manos se emplearon en una actividad que yacía adormecida en algún lugar de mi mente.
Hacía mucho tiempo que no sentía el placer de excavar hasta cierta profundidad en la orilla, sentir como mis manos alcanzaban ese nivel donde el agua permanece filtrada en la arena, y que al sacar el brazo se produce un sonido sordo y áspero, como algo envasado al vacío que abres despacio.
Quien sabe, quizás hace años que deje olvidados en la orilla mis sueños y mi inocencia y lo que estaba haciendo al cavar era desenterrar mi infancia.
No me llevó a hacerlo ningún empeño personal, ni ninguna necesidad de rememorar viejas sensaciones, ni ninguna búsqueda espiritual para reencontrarme conmigo mismo.
Lo hice porque mi hijo me lo pidió.
Mi hijo, con sus recién estrenados 20 meses, se dedico a pedirme con su manita insistentemente que llenase su cubito de playa. Y no voy a engañaros, no pude negarme. Tenía una mirada tan limpia, tan pura y a la vez su insistencia era tan firme, tan recia, que tal combinación de contrastes en la personita que es no pudo más que llevarme a cumplir lo que me pedía.
Al principio me dedique a arrojar tímidamente puñados de arena dentro de su cubito, no paraba de pensar en que diría la gente viendo a un tipo como yo, que podría describírseme con cualquier adjetivo excepto tierno, llenando cubitos de playa con arena, como si fuera un retrasado.
Me veía ridículo, tenso, torpe, lento, forzado… Me veía de mil formas excepto como tenia que verme. Como un padre que juega y se divierte con su hijo.
Estaba en ese pensamiento hasta que volvi a ver a mi hijo mirandome de nuevo y pidiendome aun mas insistentemente que llenase el cubo.
Así que decidí que no merecía la pena echarle cuenta a todo lo ajeno que me rodeaba, al fin y al cabo ese día mi mundo empezaba en mí y acababa en mi hijo. No tenia porque hacer caso de más nada ni más nadie.
Decidí emplearme a fondo en hacer los mejores castillos de arena de toda la playa.
Me tumbé bocabajo y comencé a sacar arena para llenar el cubo, grandes puñados, a mano llena. Cuando el cubo estaba lleno golpee fuertemente la arena que sobresalía del borde para compactarla bien y que no quedasen grietas. Alise todo lo sobrante y agarre el cubo con ambas manos para girarlo. Pero entonces mi hijo puso su manita sobre la arena del cubo y me imito golpeando brevemente la superficie. Se reía. Disfrutaba. Y a la vez me hacia disfrutar a mi solo con verle.
Entonces señalo con su mano un lugar cercano al agujero que yo había hecho en la arena y me dijo un clarísimo “Atí” mientras me miraba. Indicando que era justo ahí donde quería el castillo.
Volqué el cubo exactamente donde me dijo, le di algunos golpes al fondo y lo levante. Había quedado un castillo perfecto, sin grietas, igual por todos los lados, firme.
Y a mi hijo lo único que se le ocurrió hacer con el fue derribar la mitad superior de un manotazo y echarse a reír…
“Será mamón” –pensé tras ver lo que hizo-
Y entonces mi hijo sin dedicarle una segunda mirada a lo que quedaba de castillo se dedico a arrojar otro puñado de arena en el cubo, dándome a entender que debía volver a llenarlo.
Y justo en ese momento aprendí a pensar algo mejor tal y como el pensaba, lo ví todo con una claridad absoluta. Yo no podía comportarme como un padre. Era absurdo seguir intentando jugar con el pensando como un adulto. Debía comportarme como otro bebé. Dejar de pensar según lo que he aprendido con los años. No debía tener miedo a romper algo, a hacer cosas sin sentido, a no cuestionar mis acciones, podía revolcarme por la arena si así lo deseaba, podía ponerme a gatear, a saltar, a dejar ver como la arena mojada caía desde mi mano hasta el suelo haciendo curiosas y hermosas formas.
Un bebé no hace castillos para admirarlos, quiere jugar con ellos.
Un bebe no cree en la estabilidad, no conoce lo establecido. Solo sabe divertirse.
Desde entonces únicamente me dedique a jugar con mis 5 sentidos a lo que el me ofrecía, ya no me preocupaba hacer el mejor castillo, ahora deseaba hacer rápido el siguiente para ponerlo en pie y derribarlo a manotazos con el.
Me había convertido en un simple albañil y mi hijo era el ingeniero del proyecto. El me decía donde levantar castillos y yo los levantaba, para luego derribarlos al completo.
Lo curioso es que no solo me estaba haciendo crear castillos, me estaba haciendo apreciar de una forma totalmente distinta mi visión de padre. Estaba descubriéndome viejas facetas de mi mismo que no es que no las conociera, sino lo que es peor, las había conocido y aun siendo hermosas las había sepultado con mi madurez.
Mi hijo no solo estaba construyendo castillos, me estaba construyendo a mi mismo desde el interior mas profundo. Estaba a la vez levantando castillos, levantando mi alma y levantando mi mirada para hacerme apreciar cuan hermosa es la vida cuando la disfrutas sin temor a lo que los demás pensarán de ti.
Lo mas curioso es que el no sabia que estaba haciendo nada de eso, el únicamente jugaba.
Sin duda nadie ha conseguido hacer tanto con tan poco, sin duda no ha existido jamás mejor arquitecto que él.