En pleno debate de la necesidad de instalar centrales nucleares, visitamos el interior de Lemóniz, el proyecto maldito que ETA convirtió en su sangriento objetivo. Situada a 20 kilómetros de Bilbao y junto a una reserva natural, hoy es una ruina fantasmagórica y llena de tragedias que pudo convertirse en un parque temático.
Las dos jorobas del mastodonte dormido emergen con ostentación por entre la bruma cantábrica de Cala Basordas anunciando al visitante la pervivencia de una obsolescencia monstruosa, un vestigio de arqueología industrial apoyado sobre 1.000 toneladas de hierro y 200.000 metros cúbicos de hormigón armado.
Treinta años después, el mastodonte de Lemóniz y sus jorobas roñosas —reactores 1 y 2— yacen frente a la silueta lejana de la ermita marina de San Juan de Gaztelugatxe, con el eco de las olas y el chillido de las gaviotas como únicos inquilinos. La estampa de una pesadilla diurna: el escenario perfecto para una película de apocalipsis nuclear.
Acceder a la hondonada que fuera playa (y de la que extrajeron dos millones de metros cúbicos de roca), atravesar la valla metálica, franquear el puesto de control y pisar el suelo arcaico de lo que fuera —de lo que hubiera sido— la central nuclear de Lemóniz supone asumir de golpe la condición de intruso. A pesar de ir acompañado por dos técnicos de Iberdrola, la compañía eléctrica propietaria del edificio, y de haber cursado hace muchos días, con las indispensables dosis de insistencia, el correspondiente permiso de entrada, uno se lleva a los ojos tal agresión visual que se cree, de pronto, en otra dimensión.
"Compréndelo, Lemóniz es material altamente sensible en esta casa, y todo lo que pasó allí no es buena publicidad para nosotros", había avisado con toda la sinceridad del mundo el alto cargo de Iberdrola, quien incluyó en su sí definitivo el compromiso de que esta petición de acceso al gigante varado no tenía por objeto recrearse en las seis vidas que se cobró su construcción (dos ingenieros, tres trabajadores de la central y un terrorista de ETA) ni en sus familiares, ni en las tormentas políticas de la época…, sino, simplemente, recorrer el edificio fantasma para inmortalizar sus sombras, sus matojos entre las placas de hormigón, sus colores gris y roña y su irremediable halo de misterio y decadencia. Pero es imprescindible evocar ciertos pedazos de realidad histórica.
Nunca antes el interior del gigante muerto de Lemóniz había sido profanado por un medio de comunicación desde la paralización de las obras, acaecida tras la moratoria nuclear decretada por el Gobierno socialista en 1982 (si bien la paralización total no llegó hasta 1994). Tan sólo la artista bilbaína Marisa González pudo plasmar en fotografías, en 2002, el proceso de desmantelamiento de los equipos electrónicos y técnicos de la central nuclear, proceso que resumió en la exposición Nuclear LMNZ. Mecanismos de control.
Un muro irreal que parece sacado de un relato de Borges y dos estructuras oscuras y circulares dan la bienvenida al peregrino. Hileras de alambre de espinos y cámaras de vigilancia recuerdan que no se está precisamente en un parque de atracciones, sino en una especie de santuario maldito que guarda —que hubiera guardado— un peligroso amuleto en forma de uranio enriquecido. Arriba, a la izquierda, puede verse con nitidez el cerro en el que, hasta mediados de los años 90, permaneció el cuartelillo de la Guardia Civil, encargada de vigilar los accesos al edificio. "Te paraban y te avisaban de que tenías cinco minutos para ir hasta Bakio, y que no podías detenerte bajo ningún concepto y que, por supuesto, ni hablar de hacer fotos", recuerda uno de los técnicos de Iberdrola viejo conocedor de la central.
Una segunda visión de las dos cúpulas hace pensar en una catedral profana, una catedral con sus propias gárgolas: los varios centenares de tirantes que soportan el peso de las inabarcables estructuras circulares. Pero no hay posibilidad alguna de acceder a la nave central de la catedral: todas las entradas quedaron totalmente selladas con hormigón y ladrillos a finales del pasado verano, en lo que supuso una fase más de la nunca cerrada letanía del desmantelamiento de Lemóniz. Cabe suponer —pero es sólo un suponer— que algún resquicio, alguna puerta oculta, algún hueco habrá para penetrar en el reactor prohibido. Pero el no de Iberdrola fue, en ese sentido, cristalino. El santuario, ahora, está a oscuras y en soledad total.
Evacuación. A la vuelta de una esquina de hormigón resquebrajado, un cartel reza: "Atención. Instrucciones de emergencia. Si se ordena evacuar el área, andar, no correr". Hay una gaviota muerta sobre uno de los muros y un amasijo retorcido de hierros oxidados se deja ver, por fuera del hormigón, como atisbo de lo que fue la cáscara del reactor. Quedan por el suelo, cerca de la gran sala de turbinas, restos de bombonas de gas, trozos de metal roñoso y barras de hierro abandonadas.
La escenografía del desvencijado Lemóniz, en esta mañana de invierno, con el aire frío del Cantábrico azotando con saña las estribaciones de la costa vizcaína entre Bakio y Górliz, remite de pronto a una tercera visión: es como si se estuviera pasando el día en un caleidoscopio imparable, tal es el poder iconográfico de la mole y su entorno. Sólo las frías —digamos gélidas— explicaciones de los responsables de seguridad de Iberdrola desplazados como anfitriones, te devuelven a la realidad.
Esa tercera visión es la de un monolito estalinista o fascista, un monumento a cierta idea subyacente de la pureza de la raza y del poder absolutista: diríase el cuartel general ficticio de un tirano sacado de los mundos de Orwell: muros, alambradas, cámaras, fosos.
La cuarta visión de lo que hoy es Lemóniz remite directamente a un penal de alta seguridad situado en una isla desierta. El director Franklin Schaffner habría rodado aquí su Papillon si alguien le hubiera enseñado este paraje. El muro de contención que los ingenieros de Dragados y Entrecanales levantaron aquí en 1972 para ganar espacio al mar impresiona por su tamaño, también por su color de piedra ancestral y óxidos progresivos. La tierra negra de la Cala Basordas, los pinos verdes que la coronan y el gris plomizo del Cantábrico acotan el edificio fantasma anclado en este trozo de costa cercano a la reserva natural de Urdaibai.
Futbolín. Hace 25 años, una pequeña legión de hormigas laboriosas ataviadas con cascos de colores obraba aquí, a escasos 20 kilómetros del Gran Bilbao, en lo que fuera un caladero de langostas y jibiones, entre montes con vacas y ovejas, con el objetivo de erigir una central de dos reactores nucleares de 930 megavatios cada uno, una central destinada, según los planes de Iberduero, a aportar hasta un 70% de la energía necesaria para el País Vasco. Pero ni las hormigas con casco, ni las vacas con cencerros, ni los directivos de Iberduero con traje sabían todavía que Lemóniz iba a ser la historia de un fracaso.
Desde que en 1972 comenzaran las obras de Lemóniz tras la concesión del Gobierno franquista a Iberduero de la licencia necesaria para construir una central nuclear, una inédita —y nunca repetida— movilización popular impulsada por la Comisión de Defensa de una Costa Vasca no Nuclear llenó de miles y miles de personas las calles y las campas del País Vasco. La marcha de 50.000 personas entre Plencia y Górliz el 29 de agosto de 1976 y la manifestación de 150.000 personas en Bilbao el 14 de julio de 1977 fueron las máximas expresiones del rechazo a la central.
La visceral oposición al proyecto de Lemóniz 1 y 2 se refirió a varios puntos: uno, el propio riesgo inherente a toda planta nuclear; dos, el lugar elegido para construir la central, en plena reserva natural y de fauna marina (diversos estudios apuntaron a una contaminación marina de hasta 170 kilómetros en caso de escape radiactivo), y a sólo 20 kilómetros de una urbe de un millón de habitantes, como el Gran Bilbao; y tres: las manifiestas irregularidades en la recalificación del terreno, que de "rural y de parque" pasó a ser de repente "de uso industrial".
Para entonces, la presión de la calle ya había paralizado los proyectos que Iberduero tenía para construir otras dos plantas nucleares en la costa vasca, una en Deva (Guipúzcoa) y otra en Ea-Ispáster (Vizcaya). También los planes para una central en Tudela (Navarra) habían fracasado.
La derecha, en una insólita alianza de intereses económicos protagonizada por Alianza Popular, Unión de Centro Democrático y Partido Nacionalista Vasco (Arzallus y Ajuriaguerra fueron dos de los más encendidos partidarios de la central nuclear) tenía enfrente a la izquierda abertzale, encarnada por Herri Batasuna, cercana a ETA-Militar y Euskadiko Ezkerra, por aquel entonces proclive a las tesis de ETA-Político militar.
La criminal irrupción de ETA-Militar en el affaire Lemóniz iba a cambiar por completo el rumbo de los acontecimientos. El ataque contra el cuartel de la Guardia Civil (18 de diciembre de 1977, con el etarra David Álvarez muerto en el tiroteo), la bomba en el reactor de la central (17 de marzo de 1978, con los obreros Andrés Guerra y Alberto Negro muertos) y otra bomba en la sala de turbinas (13 de junio de 1979, otro obrero, Ángel Baños, muerto) marcaron el inicio de la tragedia. Una tragedia culminada con el secuestro y asesinato del ingeniero jefe de la central, José María Ryan, el 6 de febrero de 1981 (hace ahora 25 años), lo que supuso el principio del fin de la central nuclear. Un crimen que provocó masivas manifestaciones de repulsa en todo Euskadi. ETA atacó de nuevo en 1982, asesinando al ingeniero Ángel Pascual.
Con posterioridad a la paralización de Lemóniz, sendos proyectos de final infeliz apuntaron a una central de gas de ciclo combinado, primero, y a un parque temático sobre la energía (Atlantis), después, como posibles destinos del recinto. El relativo al parque temático fue idea del nacionalista Sabin Arana, ex diputado foral en la Diputación de Vizcaya, a quien se le metió en la cabeza la idea de contar con un Guggenheim de la Ciencia y la Tecnología. "Pero aquella idea fue un bluff", zanja un responsable de Comunicación de Iberdrola.
Nucleares, "sí". Lemóniz costó 35.000 millones de pesetas de los años 70. La factura de su paralización y desmantelamiento, incluidas las indemnizaciones del Estado a Iberduero e Iberdrola, asciende a un billón de pesetas. El debate en torno a la conveniencia o no de la energía nuclear ha sido reabierto recientemente por el Ministerio de Industria. Ignacio Sánchez Galán, consejero delegado de Iberdrola y próximo presidente de la compañía, declaró el pasado día 9: "Si la Administración decide apostar por plantas nucleares para cubrir el crecimiento esperado de la demanda eléctrica, ahí estaremos nosotros".
El director del Foro Nuclear, Santiago San Antonio, ha declarado que "si se construyen nuevas centrales nucleares, que se construirán, se harán en los emplazamientos ya existentes, en lugares donde ya hubo una central". Lemóniz, por ejemplo?
El ‘no’ ecologista. En la imagen, las cúpulas que cubren los dos reactores. La central provocó una reacción ecologista de alta intensidad.
Entrada prohibida. Todos los accesos a los reactores fueron sellados con hormigón y cemento el pasado verano.
Soledad, abandono. Los hierbajos entre el cemento, y la roña entre los metales confieren a Lemóniz una imagen de abandono total.
En terreno del mar. La colosal obra de ingeniería civil de Lemóniz supuso la invasión de lo que fuera la antigua Cala de Basordas.
fuente: elmundo.es, 26 de febrero de 2006