La soledad es una epidemia que afecta a cada vez más españoles. No entiende de clases y genera exclusión y problemas de salud
Felicidad vive sola desde hace más de diez años, pero aún no se acostumbra. Cada mañana se levanta sobre las ocho, porque su sueño se ha ido reduciendo a medida que han crecido sus años. Se hace el desayuno y se toma sus pastillas con café mientras enciende la tele por primera vez en el día. Dormita hasta las 12 en el sofá, cuando se levanta a hacer la cama y pasa la mañana arreglando la casa. A veces se hace la comida, y otras, por no cocinar solo para uno, se compra algo en el bar de abajo.
Las tardes transcurren viendo la telenovela, haciendo crucigramas y arreglando las plantas de su terraza en Lavapiés. Algunas, menos de las que le gustaría, queda con alguna amiga a tomar un café o dar una vuelta el rato que le permitan sus piernas de 74 años. La mayoría de sus amigos y familiares se le han ido muriendo: “Yo antes nunca me sentía sola, siempre tenía alguien para hacer cosas”, cuenta con un deje portugués de su Braganza natal, la que dejó con 19 años para casarse con un madrileño. A Felicidad de las Gracias la soledad le ha ido acorralando; un día se encontró sin vida a la vecina de su izquierda, con la que compartía muchas tardes, y al poco tiempo, los olores y los bichos del piso de la derecha le alertaron de la muerte de su vecino, ocho días después de fallecer. Los dos también vivían solos.
Cuando cae la noche llega el peor momento del día. Entonces, dice, “un bichito” de angustia se le cuela por el cuerpo y el vacío se apodera del salón en el que un día veía la tele con su difunto marido y sus dos hijos. No les ve desde Navidad y solo han hablado por teléfono en un par de ocasiones en este tiempo, a pesar de que viven también en Madrid: “No tienen tiempo para llamarme porque trabajan mucho y tienen su vida, yo lo entiendo”.
Para combatir esa sensación coge el teléfono y llama a alguien, “me está entrando”, les dice, y habla de todo, o de nada, por el gusto de compartir el tiempo. A veces también se sienta en su terraza, donde ve todo Madrid, y se queda contemplando las luces que salen de las casas: “Cada ventanita tiene sus alegrías y sus penas, como todo”. Entrada la noche, se mete en la cama a ver la tele hasta que el sueño la vence. “Y así siempre, cada día es igual que el anterior”.
En España, cuatro millones de personas sienten soledad a menudo, de los cuales 3,3 millones viven solos porque no les queda más remedio: les gustaría compartir su casa con alguien, pero por circunstancias de la vida, no tienen con quién. La soledad se ha convertido en un problema social, como señaló el pasado Informe sobre el Estado Social de la nación, presentado este mes. “Es una bomba de relojería, es uno de los problemas graves de nuestra sociedad. Somos un país con buen capital relacional pero esto se está perdiendo poco a poco”, apunta Gustavo García, coordinador del estudio que presentó la Asociacion Estatal de Directores y Gerentes en Servicios Sociales.
Es un problema invisible que se esconde en la casa de nuestro vecino, en el amigo que se ha divorciado, o en el familiar que se ha ido a vivir fuera. Más de la mitad de los españoles aseguraron haber experimentado soledad en algún momento en 2014. Pero es un problema muy difícil de reconocer y detectar: “Hay más vergüenza para acudir a los servicios sociales a decir que estás solo que a decir que tienes hambre”, argumenta García. “Vivimos en una sociedad donde el síntoma del éxito es ser feliz, y reconocer lo contrario se ve como un fracaso personal, por eso cuesta tanto”, comparte Juan Díez, sociólogo y coautor del estudio 'La soledad en España', uno de los pocos que aborda una problemática que según él “seguirá creciendo en los próximos años”.
Aunque asociada más a la gente mayor, la soledad no entiende de edad, sexo o de estatus social; cualquiera puede sentirla. De Alicia López, una dentista de 26 años nadie diría que se siente sola cuando cuenta risueña cómo hace dos años se mudó a Finlandia, en busca de una oportunidad laboral que no encontraba en su país natal. Vive en Teuva, un pequeño pueblo al sur del país con solo 5.000 habitantes. “Solo tengo dos amigos con los que quedar, y viven a 50 kilómetros, así que solo les veo de vez en cuando. El primer año tuve depresión, pero no me entendía con la psicóloga de aquí, así que empecé con una española online. Lo más duro es querer hacer algo y no tener con quién, este mismo año he pasado las Navidades sola así que pedí trabajar para no pensar demasiado”. Con el tiempo ha ido aprendiendo a convivir con el aislamiento, y se ha hecho a la idea de que es un precio que tiene que pagar por desarrollarse laboralmente. Una soledad, hasta cierto punto, elegida y a la que prefiere quitarle hierro. “Lo llevo un poco mejor pensando que he decidido yo estar así a cambio de unas buenas condiciones laborales, pero aun así hay momentos que se me cae el alma al suelo, sobre todo cuando veo algo que me recuerda a mis padres o mis amigos y me gustaría que esa persona estuviera aquí para compartirlo”.
Aunque el frío invierno finés no acompaña anímicamente, es en verano cuando más acusa la soledad. “Con el sol me apetece hacer salir a hacer cosas, disfrutar del tiempo, tomar algo, pero no tengo con quién”. Precisamente, varios estudios han señalado que es en verano y primavera cuando se producen más suicidios porque las personas con depresión se comparan con las que ven disfrutando del ocio estival en compañía.
Alicia pasa horas enganchadas a Skype, hablando con su novio o su familia “hablo con ellos más que antes, pero no es lo mismo”. Las redes sociales cumplen un doble papel en este problema escondido: permiten a personas con dificultades sociales relacionarse mejor o mantener un vínculo como el de Alicia –de hecho su utilización es mayor entre las personas que viven solas que las que no-. Pero a la vez, y según el uso, generan una falsa sociabilidad, sobre todo entre los jóvenes, que en el momento de la verdad no ofrece compañía: “A veces tenemos amigos en la otra punta del mundo, pero no conocemos a nuestro vecino. Al final lo que importa es la proximidad, conocerse, y la calidad relacional; es la gente que vive cerca de ti, a la que ves, la que te hace sentir acompañado”, argumenta García.
Más mortalidad entre las personas solas
La soledad es un monstruo con muchos tentáculos. Uno de ellos es su impacto en la salud. Se ha demostrado que incrementa las probabilidades de mortalidad en un 26%, y está asociada al aumento de enfermedades cardiovasculares, neurodegenerativas, obesidad, y a una menor resistencia a infecciones, según estudios del psicólogo experto en la materia John Cacioppo de la universidad de Chicago. La explicación es simple: la soledad aumenta la tristeza y desciende la autoestima, por lo que la persona sale menos, se retrotrae, tiene menos ganas de hacer cosas y afecta al estado físico.
A nivel social, genera una gran exclusión, motivada por diversos factores. Los parados de larga duración son, por ejemplo, uno de los perfiles en riesgo de sufrir aislamiento por la baja autoestima y el descenso de poder adquisitivo. Radhames Vilorio lo sabe bien. Desde que se quedó sin trabajo hace cinco años ha visto cómo su vida social se resentía: “Me he ido distanciando de mis amigos porque no tenía dinero para salir a tomar algo o para pagar el billete de transporte, y claro, alguna vez pueden venir a tu casa, pero con el tiempo se cansan”, explica este mecánico dominicano afincado en Barcelona. “También tengo problemas con mi mujer porque vivimos muy precariamente, y eso también sale en las discusiones”, se lamenta. “No trabajar te desintegra socialmente, si no fuera por ella ya estaría viviendo en la calle”.
Pedro acabó así después de perder su trabajo como montador de stands en Ifema. Dejó de tener dinero para pagar la pensión en la que vivía y de la noche a la mañana se vio durmiendo al raso. Parco en palabras, cuenta que empezó a encerrarse en sí mismo en la calle. “Estar con gente en la calle solo te trae problemas, porque o beben o se drogan o te roban, así que mejor solo que mal acompañado”. Sebastián Galán, un voluntario de la ONG Desarrollo y Asistencia le visita todas las semanas en el centro social donde ahora vive, pero siempre le ve deambular solo por el centro: “Es muy solitario”. Las personas sin hogar son otro de los perfiles que más acusan la soledad: “Cada uno tiene una historia, aquí hay desde ingenieros, periodistas, abogados... pero todos tienen un común un desarraigo familiar, que viene antes o después de quedarse en la calle”, explica.
Otras veces es un impedimento físico el que rompe con las relaciones sociales. A Paco Chacón la vida le cambió en 2013, con dos ictus en unos meses que le han reducido la movilidad y le complican el habla. Tiene problemas para relacionarse con los demás y solo puede permitirse un paseo diario porque vive en un cuarto sin ascensor. Comparte casa con su hermano, con el que no tiene ninguna relación porque sufre una leve demencia. “Me siento muy solo, porque no tengo el apoyo de una familia con quien contar, hay momentos que me desespero, porque me gustaría contar con alguien que me acompañe al médico, a las gestiones, o simplemente a pasar un día diferente de paseo”, se lamenta.
Soledad y vivir solo no siempre van de la mano. El estudio de Díez y María Morenos demostró precisamente que se puede estar socialmente aislado y no sufrir soledad y estar socialmente acompañado y padecerla. De hecho, el 27% de los españoles que viven solos afirmaron no sentir soledad en absoluto y eran incluso más sociables que las personas que viven en compañía, frente al 53% que aseguraba haber tenido ese sentimiento en algún momento pese a convivir con alguien. "La peor soledad es la que se vive en compañía", asegura Díez que diferencia en su estudio entre los "solos obligados" y "voluntarios". En su opinión, la tendencia de las personas que viven solas seguirá creciendo. "Tiene que ver con el cambio en los estilos de vida, vivir en pareja, por ejemplo, cada vez se retrasa más. Además, antiguamente padres e hijos vivían en la misma ciudad o pueblo y era más fácil cuidarse o vivir juntos. Ahora muchos hijos se van a vivir fuera, a lo que se suma que la sociedad cada vez es más individualista".
También la ciudad y su urbanismo influye en la exclusión social. Las personas suelen sentirse más solas en las grandes ciudades por varios motivos: desde los ritmos de vida, la falta de arraigo y la propia construcción de la ciudad que a menudo carece de zonas como parques o plazas que mejoren la convivencia. “En las grandes ciudades (…) las relaciones son superficiales, más impersonales, se tiene menos tiempo, se hacen menos cosas en común y se va perdiendo ese sentimiento de pertenencia a un grupo o a una comunidad”, señalan Díez y Morenos.
Los expertos coinciden en que las instituciones públicas deberían empezar a afrontar este “auténtico drama” como un problema social y poner medios para la reintegración de estas personas y la detección de personas en riesgo. Pequeños gestos hacen grandes diferencias, y ya existen iniciativas sociales que intentan paliar la soledad con distintos proyectos.
Felicidad se apuntó a uno de ellos hace un año, aconsejada por su médico de familia. Desde entonces Ana Morales, una galerista de 39 años, le da compañía y conversación una tarde a la semana a través de la ONG Amigos de los Mayores que pone en contacto a vecinos como ellas. “En una ciudad como Madrid no solo los mayores sentimos soledad, no conocemos a nuestros vecinos y si necesitamos un favor no sabemos ni a quién acudir”, explica Ana que se unió a esta iniciativa para sentirse útil. “Veo que ayudo a alguien solo con hacerle compañía, tan fácil como eso. Pero sobre todo porque cuando miro a Felicidad no puedo evitar verme ahí cuando sea mayor”. A su lado, Felicidad sentencia ante la joven compañía: “Ahora no os dais cuenta, yo tampoco me daba, pero a todos nos va a pasar, es ley de vida”.
fuente: http://www.elconfidencial.com/sociedad/2017-04-16/soledad-epidemia-social_1359018/
Creo que es un tema muy interesante y que va a estar de actualidad en nuestra sociedad actual, donde el individualismo prima sobre el resto.