Los pueblos de Castilla son todos iguales. A primera vista parecen normales, pero basta con pasar unos minutos paseando por sus calles para darte cuenta de que algo no va bien. Las fachadas de las casas, de piedra o ladrillo visto, están cubiertas de musgo y humedad. Los tejados son de teja árabe, pero muchas están rotas y nadie parece tener intención de repararlas. Las ventanas de las casas son pequeñas, con postigos de madera carcomida por el tiempo, y las puertas están cerradas a cal y canto, como si nadie viviera dentro. Sin embargo, de vez en cuando puedes escuchar un crujido o el sonido de una silla arrastrándose dentro de alguna de las casas. No hay luces encendidas, no hay coches aparcados en las calles, no hay perros ladrando ni gatos rondando por las esquinas.
El aire huele a humedad, a tierra mojada, y a algo más que no puedes identificar. Hay algo en el ambiente que te pone los pelos de punta. Puede que sea el silencio absoluto que lo envuelve todo. Un silencio tan profundo que te hace preguntarte si de verdad hay alguien más en el pueblo. Y entonces, cuando menos te lo esperas, aparece un anciano caminando despacio por la calle. Sus pasos son arrastrados, como si le costara un mundo levantar los pies del suelo. Va vestido de negro, con un bastón en la mano y una boina calada hasta las cejas. Te mira fijamente al pasar a tu lado, sin decir una palabra, y tú sientes un escalofrío recorriéndote la espalda. Es como si esos ojos te estuvieran mirando directamente al alma.
Sigues caminando, tratando de encontrar algún rastro de vida en el pueblo. Un bar abierto, una tienda, cualquier cosa. Pero todo está cerrado. Los carteles de las tiendas están descoloridos por el sol y apenas se puede leer lo que ponían. Los escaparates están vacíos o llenos de polvo. Y entonces lo ves. En la plaza del pueblo, frente a la iglesia, hay un grupo de personas. Son todas mayores, vestidas de negro, como el anciano que viste antes. Están de pie, en silencio, mirando hacia la iglesia. Ninguno se mueve. Ninguno habla. Y cuando te acercas, todos giran la cabeza al mismo tiempo para mirarte. Sus rostros son inexpresivos, sus ojos parecen vacíos. Y entonces lo entiendes. Este pueblo no está vacío. Está muerto. Pero sus habitantes no se han dado cuenta todavía.