Lo siguiente es un resumén de una de mis semanas, no es literatura.
Llevaba dos dias sin comer. El jueves me levanté temprano y esperé a que el repartidor del pan colocase una bolsa pletorica en el portón del vecino. A las siete de la mañana me había zampado cinco panes y dos litros de agua del grifo.
Si mi padre estuviera vivo me habría dicho: cortate el pelo, cortate la barba. Así que tan solo tenía el eco de sus admoniciones. Agotado moralmente y hundido ante el día a día por la ausencia de toda esperanza de remontar agarré mi más preciada pertenencia, unas zapatillas de correr ( valoradas en 100 euros) y fui hasta la costa para atravesar 24 kilometros. Cuando haces tiradas largas y las acabas, sobre todo cuando es realmente dificil, ya sea por la inclemencia del sol, lo abrupto del terreno, la falta del sueño y el haberse excedido fumando cigarrillos; el terminarlo se torna místico y cuando uno se sienta, dolorido y extenuado alcanza lo más parecido que hay al nirvana para un occidental de la periferia europea.
Retorné al cuartucho que tengo alquilado y leí un sms que me reconfortó. Un colega del instituto me avisaba de que mañana, viernes, en la empresa de su padre habría un container de bombonas de gas y que se pagaba a 50 euros, o 60 si se descargaba antes de las dos. Ese jueves me fuí a la cama a las 8 de la tarde con dos manzanas en el estomago y asistí a una batalla de sueños confusos, irónicos y desalentadores.
A las seis de la mañana del viernes estabamos en el poligono, rompimos los candados, jalamos de los portones y vimos que la mercancía no estaba paletizada; y el trailer era de los 40 pies. No hubo forma de acabar antes de las dos. Eso me enfadó, te utilizan como animal, el capitalismo solo quiere que sus silos estén llenos.
Terminamos a las cinco bañados en una mixtura de sudor, polvo y grasa. Pero tenía 50 euros en el bolsillo y era viernes y me daba igual que el lumbago estuviese entumecido o que me latigaran los antebrazos. Volví a mi zulo y me bañé.
Esa semana había estado leyendo la trilogia de Primo Levi, empezando por la cronica de sus diez meses en un campo de aniquilación dependiente de Auschwitz y en algunas partes del texto me había sentido tremendamente tocado por las agonías y humillaciones de Primo y sus congéneres. En cierta forma yo me sentía igual, al menos en el aspecto de la miseria y ausencia de todo optimismo o fuerza moral o alegría básica para seguir viviendo, de manera humana.
Pero era viernes y yo tenía 50 euros. Fui al pub de los universitarios. Psicologas, juristas, estudiantes de economia y toda una maraña de graduados por Bolonia que daba pena verlos, implementados en el sistema típico con las ideas domesticadas; sí, todo eso lo delata el rostro, la forma de vestir, reir y de tenerse en pie, y mayormente, el vaso de balón donde bailaban sus copas.
Pedí cerveza. Ataviado con mi unica camisa decente, unos vaqueros y unos naúticos destrozados, tanteé el entorno porque estaba desesperado por dormir con una mujer, por abrirle las piernas y sentir ese confort amniótico, y el jadeo y sus ruiditos. Oteé dos chicas, una de ellas me sonaba de mi época en el campus, y busqué la manera de entrarlas: me senté con ellas en la mesa y solté una frase ingeniosa ( no importa lo destrozado o desesperado que estés, nunca debes traslucirlo si quieres medrar; yo tenía 50 pavos y los iba a gastar, poco importaba que allí todo fueran hijos de funcionarios y yo un hijo desheredado, porque allí era el rey y lo iba a gastar todo) les dije: "Schopenhauer trató de periclitar a Kant con su idealismo materialista pero lo que nadie sabe es que el monstruo creado por el Pesimista no era sino una futil distracción para calmar su temor a morir y ser abducido por la nada, y el Madrid va a perder la champions".
Con esa parrafada podría despertar el interes tanto si eran filosofas como si era periodistas. Eran enfermeras.
Y por eso pedí una jarra de margaritas y comenzamos a beber, a reir, a mirarnos con los ojillos brillantes y a rozarnos con los codos en la mesa. Luego llegaron dos tipos, amigos de ellas, pero eran unos nindunguis de 22 años recien estrenados y yo era Gatsby allí, el emperador de la noche. Pedí otra jarra de Margarita. Trasegamos alcohol y aproveché un momento de soledad para intimar con Maiala, la enfermera túrgida. Yo sabía que podría suceder algo porque me estaba contando cosas y me prestaba mucha atención pero me precipité al decirle que en mi casa tenía una estupenda botella de vino.
Se levantó, sonriendo, y dijo ahora vuelvo, pero tras treinta minutos quedó ostensiblemente claro que no iba a volver ni aunque le regase de tequila. Eran las cuatro de la mañana, me quedaban dos euros, dos cigarros y andaba como si me hubieran golpeado. Esquivé a dos colombianos que se pusieron farrucos y retorné al punto de origen, a mi cama sin tapiflex. Ya amenecía. Me sentía muy cansado, cansado al borde de desfallecer.
Me acordé de Primo Levi y de su retahila de la supervivencia. De que en el campo de exterminio las prioridades cambian, cambia la naturaleza, los pensamientos, muta el ser. Y yo estaba hasta los cojones de todo, de escuchar tantas cosas, no tener nada, estar tan vacío.
Me dormí irritado. A la una del mediodia la casera del piso me llamó y dije: lo que faltaba me va a echar en cara mis atrasos en el pago. Mi casera era Rusa, de la clase media propietaria y arrendadora. Y me dijo: mira, sé que lo estás pasando mal, yo tambien lo pase mal y tengo hijos, ven, he hecho de comer mucho y no me gusta almorzar sola. Cuando entré en su piso, excelsamente amueblado, y me senté en la gran mesa de madera, contemplé el pantagruelico festin.
Tomé un plato y lo llené hasta arriba; no me averguenza reconocer que lloré como una niña ante aquellos manjares, lloré con hipidos ante la muestra de cariño, el arropamiento y la ayuda.
Como Primo Levi cuando lo salvaron los bolcheviques.