Iglesias, el fascismo y el espectáculo
Las próximas elecciones en Cataluña del 21 de diciembre son un acontecimiento del todo inusual, pese al interregno de presunta normalidad que la campaña electoral ha traído a su panorama político. Todo en ellas, desde su propia convocatoria, tras la declaración de independencia y el 155, pasando por la judicialización del conflicto, hasta la residencia belga de Puigdemont, las separa de lo que debería ser una cita electoral al uso. Por otro lado cualquier tema que rebase las fronteras del asunto independentista ha quedado relegado a una posición secundaria, tomando la fecha un marcado carácter plebiscitario de bloques. Las elecciones catalanas de diciembre son, en esencia, una anormalidad ya repetida pero amplificada que pretende desbloquear una situación anormal. Son el paso adelante que se da en una correlación de debilidades, donde un bloque es incapaz de lograr sus objetivos secesionistas mientras que el otro se muestra impotente para solucionar no lo calificado por ellos de desafío ilegal, sino la desafección social de la mitad de Cataluña. Son una pregunta que, según las encuestas, aportará nulas novedades en cuanto a la respuesta, quizá tan solo unos meses de oxígeno para todos, esperando que los electores resuelvan una papeleta de encaje imposible bajo las actuales posiciones.
En estas la izquierda no independentista, agrupada en torno a Catalunya en Comú, se sitúa entre ambos bloques destacándose por ser la incógnita que decantará la formación de gobierno en uno de los sentidos. Podemos, no sin sortear antes tensiones internas, forma parte de la coalición, por lo que su líder, Pablo Iglesias, intervino este pasado domingo 3 de diciembre en la asamblea de los comunes en Sant Adrià de Besòs. Su discurso siguió la línea esperada al quedar las cuestiones sociales fuera de foco, basculando entre las críticas al anterior Govern así como al actual Gobierno español. Sin embargo, una de las frases pronunciadas por Iglesias despertó la polémica ya que acusó al independentismo de haber contribuido “quizás sin querer o tal vez buscándolo, a despertar el fantasma que es la mayor amenaza para la democracia, el fantasma del fascismo”. La reacción no se hizo esperar y tanto los acusados como una parte de la izquierda social a nivel nacional criticaron la aseveración del líder de Podemos.
Si bien es cierto que la ultraderecha se ha valido del problema político catalán resulta totalmente fallido acusar a éste de ser el último responsable de su auge. Primero porque no se puede cargar la responsabilidad sobre los hombros de quien es señalado por el fascismo, al margen de que se considere su proyecto político erróneo, desaforado o basado en falsedades y máxime cuando el independentismo de izquierda es netamente antifascista. Segundo porque se establece un precedente peligroso, ya que se podría considerar, siguiendo esta argumentación, que la inmigración es culpable del racismo, el feminismo de la violencia de género o que la propia izquierda radical contribuye con su existencia a una contraparte de extrema derecha. De hecho, más que precedente, este es el proceder argumental, de forma más o menos taimada, que la mayoría de medios liberales difunden cuando hablan del auge de los ultras: existen, sí, y son un peligro, pero en el fondo no son más que una reacción exagerada a un peligro aún mayor derivado de los enemigos radicales-populistas-comunistas de la democracia.
El fascismo, en su versión histórica, fue efectivamente una reacción contra los movimientos revolucionarios de izquierda del primer tercio del siglo XX. Lo que se suele omitir es que fue una reacción patrocinada, financiada y alentada por los propios liberales y la burguesía, que si bien no deseaban los desastrosos resultados últimos –más por una cuestión de beneficios que de humanidad– pensaron que aquellos chicos uniformados y vocingleros serían una buena medicina transitoria frente a los rojos. Si tienen dudas pregunten a March o Krupp.
La visión generalizada sobre los extremos no solo es errónea sino interesada, ya que el fascismo no es una versión en negativo de la izquierda revolucionaria, sino una continuación esencialista de la derecha liberal, poniendo los intereses de clase de los propietarios por encima de todo y despojándose de los ropajes primigenios del liberalismo social de carácter histórico progresista. El fascismo fue, pese a lo comúnmente entendido, escasamente original, pero sí exitoso en su mezcolanza de elementos. Intentó usurpar el centro del tablero de su época mediante la apropiación de un lenguaje obrerista, en alza en los años treinta, rechazando la lucha de clases y sustituyéndola por una unidad de destino interclasista en lo nacional. Ante la ausencia de un horizonte liberador tomó todo lo que pudo de las mitologías nacionales creadas por el romanticismo reaccionario en el siglo XIX, para engrandecerse mediante un pasado ficticio que retornaba triunfante como garantía del mañana.
Las apelaciones al orden establecido ya estaban presentes, al menos desde cincuenta años antes, justo desde que la nueva clase social dirigente, la burguesía, vio amenazado su reino por el movimiento obrero y tuvo la necesidad de establecer qué era lo razonable y qué no, en materias que iban desde la familia hasta la organización política. Por último, el racismo diferenciador era parte indispensable de la justificación imperialista: entre el supremacismo anglosajón victoriano y el nazi hay muy pocas diferencias.
El fascismo de los años treinta fue derrotado por el Ejército Rojo, por una cuestión ideológica y de supervivencia, con ayuda de los aliados occidentales, que actuaron por necesidades tácticas, defensivas y geoestratégicas. Pero no desapareció. En países como el nuestro se mantuvo durante cuarenta años en el poder, ya que, una vez encarrilado por la senda utilitarista, las discrepancias con los gobiernos liberal-demócratas se hicieron nimias en el escenario de la Guerra Fría. En el contexto europeo quedó dormitando, agazapado en las esferas del poder económico, por si alguien volvía a necesitarlo. Desde el año 45 hasta la actualidad el fascismo –ya como simiente ultraderechista de diversa índole– ha estado ahí a disposición de los intereses de clase de la burguesía para cuando ha sido menester. Por ejemplo en la masacre de París del 61, los asesinatos de estudiantes en la RFA, la matanza en la estación de Bolonia, las dictaduras del cono sur latinoamericano o la propia Transición española, con centenares de muertos por el terrorismo ultra. Un sinfín de acontecimientos silenciados y segmentados para evitar la imagen global.
El fascismo no es una etapa histórica olvidada, ni una cuestión de tribus urbanas. En los últimos 25 años en nuestro país las víctimas de agresiones fascistas se estiman en unas 4.000 al año, con 88 víctimas mortales, según el proyecto Crímenes de odio. Cifras similares o mayores se dan en nuestro entorno. En Estados Unidos auténticas bandas paramilitares entran en escena cada vez que las cuestiones migratorias o de derechos civiles son puestas sobre la mesa.
La ultraderecha ha tenido un auge a escala occidental desde el inicio de la crisis de 2008, lo cual, como hemos visto, no significa que hubiera desaparecido desde el fin de la Segunda Guerra Mundial. Las causas son varias, pero comúnmente se citan el descrédito de la democracia liberal como sistema político subyugado por los intereses económicos, la globalización y su ruptura de identidades individuales y comunitarias, el retroceso del movimiento obrero desde el inicio de la restauración neoconservadora, la entrega total de la socialdemocracia al libre mercado y, menos a menudo pero con igual importancia, la deriva posmoderna que ha hecho de los movimientos críticos contemporáneos una herramienta inútil para los problemas cotidianos de la gente. Bajo estas premisas, la crisis política catalana ha sido tan solo una excusa para que la ultraderecha haya tomado un mayor protagonismo. Sin su existencia la excusa podría haber sido cualquier otra, desde el terrorismo islamista hasta una victoria electoral del propio Podemos.
Volviendo al pie que nos daban las palabras de Iglesias para desarrollar este artículo, si él es perfectamente consciente, conocedor y, posiblemente, esté de acuerdo con todo el desarrollo expuesto, ¿por qué realiza unas declaraciones tan contraproducentes?
Tendemos hacia la caricaturización de los líderes políticos, lo que nos hace adorarles en sus etapas emergentes y odiarles con el mismo fulgor en sus momentos menos brillantes. Iglesias es uno de esos líderes que sufre especialmente de este balanceo sentimental, entre otras cosas por el extremo celo que los grandes medios de comunicación ponen en su marcaje, buscando insistentemente la polémica y el desprestigio. Pero no solo. La propia naturaleza de Podemos, tanto ideológica, táctica, como de juventud organizativa, ha hecho que su discurso haya sido muy voluble en las formas desde su nacimiento. El propio líder de Podemos, en la intervención en la asamblea de los comunes de la que hablábamos al inicio, hizo múltiples alusiones a la clase trabajadora catalana, apelando a su olfato para discernir lo que ocultaban las banderas. En un escenario donde el nacionalismo, de uno y otro lado, se ha hecho una pieza tan transversal, las apelaciones de antaño a la gente serían inútiles. Esta naturaleza voluble, junto con los bandazos entre moderación y radicalidad, hacen que las palabras de Iglesias casi siempre creen polémica, o bien con el sistema político establecido o bien con el espectro de la izquierda social.
La cuestión última es que estas declaraciones, como ejemplo, trascienden al propio contexto catalán, al propio Iglesias y a Podemos, y nos deberían alertar, de nuevo, de unos problemas estructurales que los políticos de izquierdas contemporáneos se encuentran en su acción. El político de izquierdas ha dejado de hacer política, en el sentido estricto del término, para dedicarse a la gestión de unas instituciones públicas limitadas por lo económico, participar en un parlamentarismo a menudo inane respecto a los problemas diarios acuciantes y, sobre todo, dedicarse a crear contenido de impacto para mendigar unos minutos en unos medios declaradamente hostiles. De esta manera los proyectos ideológicos a largo plazo, la organización de las fuerzas populares, la lucha pedagógica y cultural y la vehiculación de los conflictos materiales quedan en un segundo plano, es decir, la auténtica política de izquierdas no encuentra hueco ni en sus líderes ni en sus organizaciones para llevarse a cabo, opacada por un reflejo que intenta parecérsele pero que languidece en los periodos de calma o sucumbe en los de agitación.
La propia masa social de la izquierda queda así no solo desorganizada o convertida en un mero apéndice electoral, sino transformada en un cuerpo escindido donde una minoría hipercrítica de espectadores opina constantemente sobre el contenido de impacto de las figuras carismáticas, mientras que una mayoría desencantada apenas alcanza a comprender cuál es el enlace que hay entre todo ese ruido y sus problemas más acuciantes.
Desengáñense, el problema es mucho mayor que los nombres, las caras o las siglas, mucho más profundo para conjurarse tan solo con el comodín semántico del cambio o la novedad. El problema es que necesitamos recuperar la política en mayúsculas. O al menos lo que aún quede de ella.