No tiene sentido a estas alturas de la película plantearse la ilegalización de más sustancias, menos aún del alcohol y del tabaco, dos de las drogas más consumidas por la población. Sirva para ello como ejemplo la Ley Seca que asoló los Estados Unidos durante trece años.
En lo que duró la prohibición del alcohol, 30.000 personas murieron por ingerir alcohol metílico y otras destilaciones venenosas; 100.000 personas sufrieron lesiones permanentes como ceguera o parálisis; 45.000 personas fueron sentenciadas a prisión por delitos relacionados con el alcohol, y más del triple fueron multadas o retenidas de forma preventiva; un 34% de los agentes encargados de hacer cumplir la ley fueron expedientados, y un 10% fueron expulsados por extorsión, robo, falsificación de datos, hurto, tráfico y perjurio; además, el crimen organizado alcanzó su máximo auge, con influencias que llegaban sobradamente hasta los policías, los jueces y los gobernantes (un ministro de Justicia y otro de Interior fueron condenados por delitos de contrabando y conexiones con las mafias). Precisamente, uno de los personajes que nos dejó como legado la prohibición fue Al Capone, quien, una vez condenado por evasión de impuestos, declaró desde la cárcel:
"Soy un hombre de negocios, y nada más. Gané dinero satisfaciendo las necesidades de la nación. Si al obrar de ese modo infringí la ley, mis clientes son tan culpables como yo [...] Todo el país quería aguardiente, y organicé el suministro de aguardiente. En realidad, quisiera saber por qué me llaman enemigo público. Serví los intereses de la comunidad."
Cuando el demócrata Franklin D. Roosevelt llegó al poder, se abolió aquella Ley Seca que lo único que había conseguido secar era la libertad de los ciudadanos. Las organizaciones criminales, por su parte, tuvieron que cambiar el alcohol por otras sustancias aún hoy prohibidas, y que están dando tantos —o más— problemas en la ilegalidad como lo dio en su momento el alcohol.