Durante casi una semana, un espeso humo oscureció por completo a la ciudad. El aire era irrespirable; la gente cubría sus rostros con pañuelos y barbijos. Los servicios de transporte fueron suspendidos debido a la escasa visibilidad. Pero las principales víctimas, como siempre, fueron los más débiles. Numerosos niños, ancianos y personas con problemas respiratorios fallecieron durante esos días, víctimas de la falta de aire puro.
Los hechos que aquí relatamos -y que a muchos les recordarán situaciones muy recientes- sucedieron en diciembre de 1952, en la ciudad de Londres. Las particulares condiciones meteorológicas, junto a una excesiva emisión de gases contaminantes, causaron lo que se conoce en la Historia como “La Gran Humareda” (The Big Smoke), con trágicos resultados: se calcula que más de doce mil personas murieron debido al humo tóxico que sofocó a los londinenses.
Las Islas Británicas se caracterizaron históricamente por sus paisajes cubiertos por densos bancos de niebla. A partir del siglo XIX, las minas de carbón y su explotación fueron el motor que impulsó a la Revolución Industrial. Esta combinación de niebla y humo procedente de la quema de carbón, era algo a lo que los ingleses ya estaban habituados. Sin embargo, una serie de circunstancias coincidentes provocarían una terrible catástrofe ambiental.
En la década de 1950, la flota de tranvías de Londres dejaba de recurrir a la energía eléctrica, pasando a funcionar con motores diesel, mientras que el carbón seguía siendo uno de los combustibles más utilizados en la industria y en los hogares ingleses; en consecuencia, las emisiones de gases contaminantes habían alcanzado niveles críticos.
El 5 de diciembre de 1952, durante un invierno particularmente frío, una húmeda neblina invadió la ciudad. La población, tratando de combatir las inclemencias del tiempo, quemó en las estufas de sus hogares una excesiva cantidad de carbón para mantenerse abrigados.
El humo procedente de los hogares y las chimeneas de las fábricas no se dispersó en la atmósfera, como era habitual. Por el contrario, la niebla se mezcló con el humo y se volvió todavía más oscura y espesa. De hecho, la palabra “smog“, una combinación de los vocablos ingleses “smoke” (humo) y “fog” (niebla) se puso de moda luego de esos dramáticos días.
La visibilidad era casi nula y el humo se filtraba en todas partes. Los cines, teatros y espectáculos públicos fueron clausurados. Una representación de la ópera La Traviata tuvo que ser suspendida en mitad de la función, ya que la gente no podía distinguir el escenario. Los automóviles eran abandonados en medio de las calles porque sus conductores eran incapaces de ver el camino. También aumentaron los delitos; al amparo de la oscuridad reinante, los asaltos y robos se multiplicaron.
Durante el primer día de niebla, acostumbrados a los cielos brumosos, los ciudadanos de Londres no le prestaron demasiada antención al fenómeno. Las autoridades tampoco advirtieron nada extraño, hasta que dos cosas llamaron su atención. En primer lugar, las guardias de los hospitales se estaban abarrotando de personas con problemas respiratorios; y lo más preocupante: se habían agotado las existencias de ataúdes y flores para funerales en toda la ciudad.
Las condiciones empeoraron rápidamente. El 7 de diciembre, la visibilidad en Londres era de menos de ¡treinta centímetros! Las víctimas ya se contaban por miles. Las reses caían muertas con sus pulmones totalmente negros, pese a los desesperados intentos por protegerlas con improvisadas capuchas. Las infecciones en las vías respiratorias se cobraron las vidas de una inmensa cantidad de personas, especialmente niños y ancianos, que fallecían con sus labios teñidos de azul por la falta de oxígeno, ante la impotencia de un gobierno que no sabía cómo reaccionar ante la emergencia.
El 9 de diciembre de 1952, la temperatura subió algunos grados y la niebla se disipó tan rápidamente como había aparecido. Tiempo después, el Parlamento británico aprobaría una serie de estrictas leyes ambientales destinadas a combatir la polución atmosférica y evitar la repetición de los terribles sucesos de La Gran Humareda. A pesar de ello, le llevó muchos años a la ciudad de Londres resolver el problema de la polución del aire, y ocasionalmente continuó sufriendo episodios similares aunque de menor intensidad, como la neblina de 1962, que provocó la muerte de 750 personas.
A más de medio siglo del incidente, los cielos de Londres lucen prácticamente libres de smog. Sólo las paredes de muchos edificios de la ciudad, ennegrecidas por el carbón, sirven de recordatorio de aquellos días en que la clásica niebla londinense se convirtió en un humo mortal.
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Impresionante. Acojona un huevo.