Para Sartre la libertad es la categoría antropológica fundamental: el hombre no es consecuencia de determinismo alguno, ni biológico, ni histórico, ni social, ni teológico; es una consecuencia de lo que él mismo ha decidido ser. Y este ser autor o responsable radical de uno mismo tiene varias efectos en el ámbito de los sentimientos; en “El existencialismo es un humanismo” describe tres afectos que acompañan a la libertad: la angustia, el desamparo y la desesperación.
La angustia: es el sentimiento más importante, hasta el punto de que Sartre llega a declarar que el hombre es angustia. Distingue la angustia del mero miedo: el miedo aparece ante un peligro concreto y se relaciona con el daño o supuesto daño que la realidad nos puede infligir; la angustia no es por ningún motivo concreto, ni de ningún objeto externo, es miedo de uno mismo, de nuestras decisiones, de las consecuencias de nuestras decisiones. Es la emoción o sentimiento que sobreviene con la conciencia de la libertad: al darnos cuenta de nuestra libertad nos damos cuenta de que lo que somos y lo que vamos a ser depende de nosotros mismos, de que somos responsables de nosotros mismos y no tenemos excusas; la angustia aparece al sentirnos responsables radicales de nuestra propia existencia. Es muy importante también recordar que para Sartre esta conciencia de la responsabilidad se incrementa al darnos cuenta de que nuestra elección no se refiere solo a la esfera puramente individual: todo lo que hacemos tiene una dimensión social; cuando elegimos un proyecto vital estamos eligiendo un modelo de humanidad, no se puede elegir una forma de vida y creer que ésta vale sólo y exclusivamente para nosotros, no se puede desatender a la pregunta ¿y si todo el mundo hiciera lo mismo? Al elegir, afirma Sartre, nos convertimos en legisladores, por ello siempre nos deberíamos decir: “dado que con mi acción supongo que todo hombre debe actuar así, ¿tengo derecho a que todo hombre actúe así?”. Sartre nos recuerda que el sentimiento de angustia lo conocen todas las personas que tienen responsabilidades, y cita el caso del jefe militar que decide enviar a sus hombres al combate, sabiendo que tal vez los envía a la muerte; él es responsable del ataque, elige esta acción y la decide en soledad.
Podría parecer que la angustia, como miedo ante la elección de una posibilidad, lleva al quietismo o la inacción, pero, señala Sartre, esto no es así, al contrario: la angustia es expresión o condición de la acción misma pues si no tuviésemos que elegir no nos sentiríamos responsables ni tendríamos angustia. La angustia acompaña siempre al hombre, no sólo en los casos de decisiones extremas; sin embargo, cuando examinamos nuestra conciencia observamos que muy pocas veces sentimos angustia. Sartre explica esta circunstancia indicando que en estos casos lo que hacemos es huir de ella adoptando conductas de mala fe, no creyéndonos responsables de nuestras acciones.
El desamparo: este sentimiento es una consecuencia de la conciencia de la radical soledad en la que nos encontramos cuando decidimos: el elegir es inevitable, personal e intransferible. No podemos dejar de elegir (incluso cuando optamos por no elegir, elegimos no elegir, elegimos dejarnos llevar por la circunstancia, la pasión o la legalidad); somos nosotros los que elegimos: no vale excusarse indicando que estamos cumpliendo una orden de un superior o un mandato del Estado, siempre podríamos no hacerlo; sólo si no aceptamos nuestra libertad, sólo si nos consideramos como un eslabón más en la cadena causal de las cosas podemos creer que la elección viene de fuera, pero esto es una trampa, es una conducta de mala fe. No cabe refugiarse en la excusa de la fuerza de una pasión, o de la presión de una circunstancia o de la autoridad: somos libres, estamos condenados a ser libres, a elegir, y lo que hacemos depende de nosotros y sólo de nosotros. Nuestra decisión es intransferible y se hace en soledad también en otro sentido: los valores que dirigen nuestra elección los elegimos nosotros, o mejor, los inventamos: no existe una tabla de valores absoluta en la que podamos consultar lo correcto o incorrecto de nuestra decisión, en la que podamos apoyar nuestro juicio moral. Dios no existe, y por no existir Dios no existen valores morales absolutos, independientes de nuestra subjetividad, a priori: “en ningún sitio está escrito lo que debemos hacer; estamos en el plano de lo humano”; Sartre recuerda la frase de Dostoievsky “si Dios no existiera, todo estaría permitido” y declara que éste es el punto de partida del existencialismo. Todo está permitido si Dios no existe, y no hay excusas de ningún tipo para nuestras acciones. Ninguna moral puede presentar con detalle la conducta que debemos realizar, solo nos cabe inventarnos nuestra moral “el hombre, sin ningún apoyo ni socorro, está condenado a cada instante a inventar al hombre”.
La desesperación: debemos comprometernos con un proyecto, debemos elegir nuestro ser, y esta elección no debe descansar en la esperanza de su realización inevitable pues sólo podemos contar con lo que depende de nuestra voluntad: el mundo no se acomoda necesariamente a nuestra voluntad, siempre hay factores imprevistos, siempre es posible que se trueque nuestra intención en algo totalmente distinto a lo previsto.