Empecé a beber a los catorce porque no me atrevía a decirles nada a las chicas de mi clase. Podía interaccionar con ellas, preguntarles cosas relacionadas con las tareas, con tal o cual asignatura o profesor, podía animarlas en las clases de educación física si jugaban en mi equipo. Sin embargo, aparte de esta comunicación más o menos básica, era absolutamente incapaz de ir más allá.
Recuerdo que aquel curso, el curso en que empecé a beber, me gustaba una chica llamada Laura. Ella no era la más guapa de la clase ni la más lista ni la que mejor vestía. Era simplemente una chica simpática, agradable, algo tímida y que para mí tenía un encanto especial, un aura que me llevaba irremediablemente a proyectar un futuro junto a ella. Por supuesto, Laura no sabía nada de esto porque yo, ni en mil vidas, hubiera reunido el valor necesario para decírselo.
Verla cada día en clase era para mí como una bendición y a la vez una tortura. Solía llegar al borde del comienzo de las clases, cuando yo ya llevaba varios minutos en mi silla, y siempre aparecía por la puerta con prisas, algo avergonzada y con la cara enrojecida. En aquellos momentos yo era el tipo más feliz del mundo porque sabía que ella estaría a mi alrededor, en clase, durante todo el día. Después, la jornada iba avanzando y yo me maldecía por mi timidez. Así transcurrían mis días. Podía concentrarme en los estudios, pero cuando pensaba en Laura todo, absolutamente todo, quedaba en un segundo plano.
Se acercaban las vacaciones de Navidad y yo me propuse declararle lo que sentía antes de final de año. Si no lo conseguía, debería olvidarla para siempre. Quise ser así de extremo porque no veía otra manera de obligarme a ponerle fin a aquella situación.
El día en que recibimos las notas del primer cuatrimestre, Raúl, un compañero de clase organizó una fiesta en su casa de campo durante la tarde y hasta la hora en que nos dejaran los respectivos padres. Mis notas no habían sido malas y mis padres decidieron, por primera vez, no ponerme límite horario para volver a casa. Casi todas las chicas de la clase, incluida Laura, estarían allí. Supe que aquella era la oportunidad perfecta.
Me engominé el pelo y me puse mi mejor jersey recién planchado. Recuerdo que, en el coche, mis padres no me dijeron nada, pero se miraban entre sí como diciéndose, no sin cierta pena, que su pequeño se estaba haciendo hombre.
La casa comenzó a llenarse de gente hasta que hubo unas veinte personas. Al principio, como era normal, se formaron dos grupos separados de chicas y chicos, como si en medio hubiese una barrera imposible de atravesar. Cuando empezó a oscurecer, toda la arboleda que rodeaba la casa se difuminó y en los cristales solo podíamos ver nuestros propios reflejos a la luz de la chimenea y eso ponía más nerviosos a todos.
Raúl, el anfitrión, y otros dos compañeros más, fueron a la cocina con disimulo y regresaron al salón con cuatro gigantescas bolsas. Las vaciaron sobre el suelo y aún recuerdo la impresión que me llevé al ver aquel arsenal alcohólico: tres botellas de whisky, dos de vodka, un extraño licor de nombre desconocido, hielos y refrescos para mezclar las bebidas. Hubo dos reacciones bastante diferenciadas: la de los que se lanzaron con alegría a por las botellas y la de los que, como Laura y como yo, nos quedamos sin decir nada. Los primeros empezaron a beber enseguida y los segundos aún tardaríamos un rato.
Cuando le di el primer sorbo a aquel whisky con cola que me sirvió Raúl, todos los del primer grupo ya estaban riendo más de lo normal. La barrera invisible se había disuelto en el aire y chicos y chicas estaban casi completamente mezclados en pequeños grupos, charlando indistintamente.
Uno jamás olvida el sabor del primer trago de alcohol. En mi caso, sentí asco. Sin embargo, simultáneamente, noté un calor en la garganta que fue haciéndose más intenso y dolorosamente placentero. Fue como sentir una caricia y a la vez una advertencia.
Bebí de mi vaso de tubo y volví a rellenarme varias veces sin perder de vista a Laura. Ella estaba más roja que cuando llegaba a tarde a clase, pero esta vez su cara estaba completamente relajada. Pensé que eso me beneficiaría si quería entablar pronto una conversación con ella.
Algo más tarde vinieron unos chicos mayores, amigos del equipo de fútbol donde jugaba Raúl. Sin más preámbulos ni presentaciones empezaron a beber. Se notaba que estaban acostumbrados a servirse copas; echaban hielos, alcohol y refresco en sus vasos con la minuciosidad de un cirujano. Eran solo un par de años mayores, pero me parecían gigantes que hubieran llegado desde muy lejos.
Empecé a marearme y a sentir que ya no podía controlar al cien por cien mis palabras ni mi coordinación, pero seguía pendiente de Laura. No quería meter la pata diciéndole nada inapropiado. Sobre todo, quería empezar con buen pie la conversación, ir poco a poco desde algún tema banal hacia algo más profundo para finalmente decirle lo que sentía por ella. Me senté en el suelo y dejé de beber para despejar la cabeza por unos minutos.
En aquel lapso de tiempo uno de los chicos grandes empezó a hablar con ella. Me esforcé en leerles los labios pero fue inútil. Laura no paraba de reír. Se tocaba el pelo y no perdía detalle de lo que el otro le contaba. Yo quería saber cómo aquel tipo, en pocos segundos, había desmontado el escudo invisible que Laura y todas las demás chicas tenían para mí. Había logrado, sin ningún esfuerzo, aquello que yo llevaba meses imaginando y planeando.
Estaba convencido de que, en un momento dado, dejarían de hablar y simplemente esperé a que lo hicieran mientras mi sensación de mareo se acrecentaba. No solo no dejaron de hablar, sino que el muchacho le hizo un gesto con la cara y ambos salieron discretamente de la casa hacia el frío y la oscuridad.
Pasado el rato y venciendo las ganas de caer al suelo, me levanté y, también con discreción, recorrí la casa hasta encontrar una pequeña puerta trasera por la que salí. Mis ojos ebrios se movían de un lado a otro solo guiados por la luz tenue que emanaba de la casa. Recorrí gran parte del jardín hasta que los vi, allí de pie y formando una figura recortada en la noche. Se besaban de una forma que yo solo había visto en las películas. Apoyados en la pared, ella le cubría los hombros con sus brazos y él la cogía por la cintura y no separaban sus bocas ni por un segundo. Me quedé petrificado mirándolos. No era posible que aquella forma de besar de Laura hubiera nacido por ciencia infusa; se trataba de una habilidad que solo podía adquirirse a fuerza de práctica, y ese pensamiento hizo que me empezara a desmoronar. La chica que yo creía tímida y angelical había besado, a buen seguro, a decenas de chicos mientras yo me desvivía, ingenuamente, por ser el primero en rozar sus labios.
Ignoro el tiempo que me quedé ante ellos. Empecé a sentir mucho frío y volví a meterme en la casa por la puerta trasera. Me rellené el vaso y bebí como si el mundo acabase aquella noche y solo los ebrios pudieran salvarse. Bebí rápido, rodeado de gente pero en soledad. Probé el whisky, el vodka y el licor de la botella rara. Laura y el chico volvieron adentro y siguieron actuando como si tal cosa. Ella parecía de nuevo angelical pero yo solo podía pensar en cómo se movían sus labios en torno a los del chico y decidí, simplemente, seguir bebiendo. Bebí sin hielos y sin refresco y la gente empezó a mirarme con admiración. Por una vez no era invisible. Bebí y bebí hasta que no pensé en Laura, aunque por momentos tuve ganas de gritar su nombre; todo parecía estar guardado en un cofre bajo llave y ni siquiera el alcohol sería capaz de abrirlo a los demás. Me concentré en el calor de mi garganta y cada vez tenía que dar tragos más grandes para encontrar las mismas sensaciones que al principio.
Al día siguiente me desperté en mi cama con todo dándome vueltas y un horrible sabor a vómito en mi boca. Mi madre me preparó una sopa caliente y unas tostadas. Cuando me encontré mejor, mi padre se sentó enfrente y recibí la mayor reprimenda de mi vida. Me dolieron sus caras de decepción y el silencio que reinó en mi casa todo el día. Sin embargo, en mi cabeza, Laura era un recuerdo indoloro, como si cada copa hubiera arrastrado más y más hacia fuera todos los pensamientos que hubieran podido estancarse. Pensé en la escena del beso y me dio absolutamente igual. Cuando empezaron las clases después de vacaciones ella era una compañera más. Jamás sabría lo que yo había sentido por ella.
Con cada vez más frecuencia, Raúl y algunos otros organizaron quedadas para beber alcohol. Yo, aunque con más cuidado que la primera vez, seguía buscando sensaciones a cada sorbo, y pronto me labré un cierto respeto como bebedor. No solía hablar demasiado cuando bebía, pero si lo hacía me daba lo mismo que fueran chicos o chicas, y al curso siguiente fui yo el que camelé a una chica de otra clase que me acabó besando en un callejón.
Los últimos años de instituto se fueron consumiendo esperando con ansia a cada fin de semana e intentando disimular las resacas ante mis padres. Seguía siendo relativamente buen estudiante y aprobando, y entré en la universidad en otra ciudad.
Durante aquellos años, la bebida cobró para mí una nueva dimensión. Si antes podía acceder a un beso, ahora se me abría la cama de alguna chica. Me convertí en un ser más social y el alcohol potenciaba aún más esa nueva faceta; se me abría un mundo de risas, el humor absurdo y la despreocupación flotaban en el aire y, lo mejor de todo, jamás tenía que ocuparme de ocultar una resaca. Los domingos dormía hasta que me sentía plenamente recuperado.
Yo estudiaba arquitectura y, cuando estaba bebido, sentía una tremenda sensación de sabiduría y optimismo; si estaba en la calle, miraba hacia los edificios que me rodeaban y sentía que nada tenía secretos para mí, que podía trazar una línea temporal desde las cuevas prehistóricas hasta los modernos rascacielos explicando sus estructuras y su morfología. Las luces encendidas en el interior de las casas me transportaban a miles de historias diferentes que yo podía descubrir con el poder de mi intuición si simplemente seguía bebiendo.
Terminé la carrera sin demasiada brillantez pero fueron los mejores años de mi vida.
Pasados unos meses encontré un trabajo y, en una época donde supuestamente el dinero había de concederte más independencia y libertad, yo empecé a sentir que me faltaba de todo, principalmente tiempo. Una existencia enjaulada para pagar facturas y ya no había fines de semana como los de antes. Beber unas copas de vino mientras cenaba en un restaurante no me llevaba a mundos nuevos ni a sentir lo que yo buscaba. Los que me conocían se preocupaban de que estuviese cayendo en una depresión. Para no preocuparles, decidí empezar a beber en soledad.
Tengo treinta y cuatro años y cada día salgo del trabajo y recorro bares donde el whisky o la ginebra me transportan a planos paralelos y más interesantes que esta realidad. Creo que hay vacíos en mí que solo el alcohol puede rellenar. Esos vacíos son creados por "algo", ignoro qué, que perfora con saña mi existencia, como si me abrieran heridas oscuras y las agrandaran girando el cuchillo. El alcohol sana estas heridas a diario pero a su vez deja que el vacío se extienda y todo vuelve a girar de nuevo peor de lo que empezó. Reconocer este círculo cada vez más estrecho puede evitar a tiempo que se me cierre por completo. La pregunta es si realmente quiero.
Empecé a beber a los catorce porque no me atrevía a decirles nada a las chicas de mi clase. Pero, ahora que lo pienso, empecé a beber para olvidarlas.